VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
SANTA MISA PARA LAS FAMILIAS
EN EL HIPÓDROMO DE MONTERRICO DE LIMA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo, 3 de febrero de 1985
1. «Por ellos me consagro a , ti . . .» (Io. 17, 19).
En la lectura del Evangelio de San Juan que hemos escuchado, han sido proclamadas estas palabras que Cristo pronunció en el Cenáculo, poco antes de dirigirse al Getsemaní, donde comenzaría su pasión y sacrificio. Son palabras con las que Jesús se dirige al Padre en su «oración sacerdotal». Cristo ruega por sus discípulos, por la Iglesia, por la humanidad. Ruega para que el amor del Padre esté en nosotros.
Con tales palabras que hoy resuenan en medio de esta asamblea del Pueblo de Dios, en la nación centro histórico del antiguo Imperio Inca, viene a vosotros, queridos hermanos y hermanas, el Obispo de Roma. El agradece ala Providencia poder cumplir también aquí su ministerio de Sucesor de Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe (Cf.. Luc. 22, 32).
El Papa viene a vosotros cuando la Iglesia se prepara a conmemorar los 500 años de la evangelización de América; y quiere reunirse con el pueblo fiel en este importante lugar, en la capital del Perú, Lima, que fue uno de los focos centrales desde donde se irradió la luz del Evangelio en el Nuevo Mundo.
2. En efecto, el 18 de enero de 1535 es fundada vuestra ciudad, que acaba de conmemorar su 450 aniversario. Pocos años después, el Papa Paulo III la erige en arquidiócesis. Y aunque los habitantes de la ciudad eran pocos, la extensión de la arquidiócesis fue enorme, pues llegaba hasta Nicaragua, Chile y el Río de la Plata. Casi toda América del Sur dependió prácticamente, por algún tiempo, de esta sede metropolitana.
Pastor insigne de la misma fue Santo Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima, que durante casi 25 años animó con ejemplar celo la vida religiosa de esta vasta sede, recorriendo en admirables viajes toda su extensión. En su tiempo se celebró el III Concilio Límense (1582-1583), cuyas normas de evangelización y organización eclesial han perdurado por siglos.
De aquí partió un admirable esfuerzo misionero que aun hoy causa asombro, al pensar cómo aquellos valerosos heraldos de la Buena Nueva pudieron superar tantaš dificultades.
Aquel esfuerzo y la abnegación de ejemplares obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles hizo posible la floración de vida cristiana, que con el pasar de los años echó raíces hasta madurar en frutos escogidos, como Santa Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Maclas y la nueva Beata Ana de los Ángeles, honor de la Iglesia, de la nación peruana, de esta ciudad de los Santos en el Nuevo Mundo.
Hoy vuestra arquidiócesis abarca casi seis millones de fieles. Una comunidad que experimenta todas las tensiones del mundo moderno, en campo económico-social, político, ideológico. En ese contexto Cristo quiere llevar su mensaje de salvación y esperanza a todos sus habitantes, a todo el Perú, a vosotros que habéis de recoger en vuestras manos la herencia del pasado, para entregarla vigorizada a las futuras generaciones.
En esa perspectiva, presento mi saludo fraterno y afectuoso al Señor Cardenal y pastor de esta histórica sede de Lima, a los obispos auxiliares, así como a todos los hermanos obispos del Perú. Ellos han querido unirse al Papa en la cordial acogida al grupo de diáconos que van a ser ordenados sacerdotes.
Saludo igualmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, que con generosa dedicación prestan su servicio a la Iglesia en los diversos campos de la pastoral, así como a los laicos de los movimientos apostólicos, de las organizaciones católicas, y a todos los fieles presentes.
3. De modo particular dirijo mí saludo a las familias de Lima y a todas las familias del Perú, a las que está dedicada esta Eucaristía. Ellas que son las «iglesias domésticas» (Cfr. Lumen Gentium, 11), como se lee en los primeros textos cristianos, constituyen un lugar específico de la presencia de Dios, santificado por la gracia de Cristo en el sacramento.
El sacramento del matrimonio nace, como de una fuente, del sacrificio redentor de Cristo, quien con su pasión y muerte comunica la gracia que santifica. Desde la majestad imponente de la cruz, el Señor parece dirigirse a todas las familias, a todos los cónyuges para decirles: «Por ellos me consagro a ti, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Io. 17, 19).
Por eso la Iglesia enseña que en el sacramento del matrimonio «los cónyuges son corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, delante del mundo» (Pablo VI, Humanae Vitae, 25; cfr. Gaudium et Spes, 48).
En este contexto van a tener lugar, en la Eucaristía que celebramos, las ordenaciones sacerdotales. Quienes van a ser ordenados sacerdotes, son vuestros hijos, queridas familias del Perú; son el fruto de vuestro amor, fidelidad, honestidad matrimonial. Ellos vieron la luz en esas «iglesias domésticas» que son las familias, y ahora, por el sacramento del orden, se entregan en cuerpo y alma al servicio de la Iglesia. Primero en el Perú, pero también en cualquier otra parte de la Iglesia donde Dios los llame.
4. El Evangelio de la liturgia de hoy, nos transporta con la mente y con el corazón al Cenáculo. Cristo, Sacerdote y Víctima del sacrificio pascual, instituye la Eucaristía y, ala vez, el sacramento del Sacerdocio de la nueva y eterna Alianza. Allí, por vez primera, Jesús tomó el pan en sus manos y lo dio a sus discípulos para que comieran de 61: «Esto es mi cuerpo». E igualmente con el vino: «Este es el cáliz de mi sangre». De este modo instituye el sacramento de la Eucaristía; y concluye: «Haced esto en memoria mía».
Obedeciendo al mandato del Señor, celebramos el sacrificio de la Misa para alabanza de la Santísima Trinidad y salvación del mundo. Fieles también a ese mandato, nosotros los obispos, sucesores de los Apóstoles, conferimos el sacramento del Orden a aquellos hermanos que sienten la voz divina y son llamados para atender las necesidades de la Iglesia.
5. Y ¡son tantas las necesidades de la Iglesia hoy!
Ante el sacerdote se abre una ingente tarea, cuando Jesús dice en su oración sacerdotal al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra (Io. 17, 6). Esas palabras no tienen límite: el Padre ha confiado al Hijo todos los hombres para que «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2, 4).
Y la vigilia de su pasión, el Señor se dirige al Padre pensando en sus discípulos: «Yo les he dado tu palabra . . . tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Io. 17, 14. 17. 18). Misión sin límites la que se abre ante la Iglesia. Una tarea que se extiende a todos los siglos, que abarca todas las generaciones.
Hoy, mirando a esta generación presente que se acerca al final del segundo milenio, yo, Sucesor de Pedro, junto con mis hermanos obispos, repito a vosotros, sacerdotes que vais a recibir el sacramento del Orden, las palabras del Señor: «Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Ibíd. 17, 18).
Acoged la sublime misión recibida con la fuerza de la Palabra de Dios y del Sacramento de la Iglesia. ¡Que ella dé pleno sentido a vuestra vida! «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Io. 17, 15).
6. ¡Queridos jóvenes! Habéis sido llamados para servir al Pueblo de Dios, que ya desde antiguo tiene, por instinto de fe, un sentido muy certero de la misión del sacerdote y de su necesidad en la Iglesia. Así lo reconoció en una ejemplar figura sacerdotal, el padre Francisco del Castillo, nacido en esta ciudad.
Por eso, este pueblo pide a sus sacerdotes que sean ante todo auténticos maestros en la fe, en la verdad, en la vida espiritual, y no meros dirigentes humanos; aunque también ha de preocuparles hondamente la promoción humana, cultural y social de sus hermanos, iluminados por el Evangelio. «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Ibíd. 17, 16), os dice el Señor hoy. Vais a ser consagrados para llevar un estilo de vida que os une a Cristo con un vínculo inefable e irrevocable por el carácter sacramental. Acogiendo el mandato de la Iglesia, actuaréis «in persona Christi»: consagrando su Cuerpo y su Sangre, perdonando los pecados, predicando su Palabra, administrando los demás sacramentos. El testimonio de vuestra vida ha de ser, por ello, de amor y de servicio: hombres de Dios, hombres para los demás.
En este día de vuestra ordenación sacerdotal, ruego para que el Espíritu Santo grabe a fuego en vuestros corazones aquellas palabras del Apóstol Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (2 Cor. 2, 20).
En esa tarea, sostenidos por una oración perseverante, y fieles a vuestra oblación mediante el celibato, sed colaboradores fieles y generosos de vuestros obispos. Ellos, al igual que Moisés, como hemos escuchado en la primera lectura, tienen necesidad de colaboradores que «lleven la carga del pueblo» (Nu. 11, 17).
7. Es necesario, sin embargo, que toda la comunidad diocesana se responsabilice de estas necesidades. De aquí mí deseo de dirigirme hoy a las familias cristianas del Perú, para que se empeñen en esa tarea. Además, sí vuestros hogares no se convierten en verdaderas «iglesias domésticas», en las que los niños reciban desde sus primeros años la fe de sus Padres y aprendan a través de su ejemplo el recto comportamiento moral, difícilmente florecerán las vocaciones sacerdotales que necesita la Iglesia en el Perú, para realizar su obra evangelizadora.
«Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Io. 17, 18). La Iglesia en el Concilio Vaticano II ha visto en estas palabras de su Señor y Maestro no sólo la enseñanza perenne sobre la vocación y misión sacerdotal, sino también la doctrina evangélica sobre la vocación y misión de los laicos, discípulos de Cristo.
Esta misión que nace del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, compromete al laico —como tarea propia— a empeñarse en transformar el mundo desde dentro, según el espíritu del Evangelio.
De tal modo, el papel de la familia cristiana se pone en plena evidencia. ¡Esta es vuestra misión, un verdadero desafío para vosotras, familias cristianas del Perú! Conozco las esperanzas y angustias de los hogares peruanos, y por eso vengo como peregrino apostólico para confirmares en vuestros deseos de superación cristiana.
Las palabras de Jesús «lo que Dios ha unido no lo separe el hombre» (Matth. 19, 6) han de ser ley para todo aquel que se llame cristiano. Recordad por ello que el cristiano auténtico ha de rechazar con energía el divorcio, la unión no santificada por el sacramento, la esterilización, la contracepción y el aborto que eliminan a un ser inocente. Y, por el contrario, el cristiano ha de defender con toda el alma el amor indisoluble en el matrimonio, la protección de la vida humana, aun de la todavía no nacida, y la estabilidad de la familia que favorece la educación equilibrada de los hijos al amparo del amor paterno y materno, que se complementan mutuamente.
Para poder ser fieles a ese programa exigente, que no falte en vuestros hogares la oración familiar según vuestras mejores tradiciones; la piedad hogareña hacia la Virgen María, tan arraigada entre vosotros, la devoción y consagración de la familia al Corazón de Jesús, tan amadas por el pueblo peruano. A este propósito quiero alentar y bendecir a todas aquellas familias que han entronizado en sus hogares la imagen del Corazón de Jesús, como signo de fidelidad a Cristo y como preparación ala venida del Papa.
¡Queridos esposos, esposas e hijos de familia! Renovad en esta Eucaristía vuestra fidelidad y amor mutuo, basándolo en el sincero amor a Cristo.
8. Doy gracias al Dios Uno y Trino por esta gran asamblea orante del Pueblo de Dios de Lima. Vuestra presencia es un signo de la unidad de todas las familias. Son las «iglesias domésticas» de donde surgen, como exigencia de su fe, las vocaciones sacerdotales que hoy he tenido el gozo de acoger en el sacramento del Orden. Deseo repetir aquí las palabras cargadas de emoción que San Pablo dirigía a los «ancianos» de la Iglesia en Mileto: «Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como responsables para pastorear la Iglesia de Dios, que él adquirió con la sangre de su propio Hijo» (Act. 20, 28).
«Por tanto, vigilad» (Ibíd. 20, 31). El Apóstol menciona también en aquella ocasión a los «lobos rapaces» que amenazan el rebaño; y menciona las «doctrinas perversas» que desvían del recto camino. Palabras, éstas, que brotan de su solicitud de pastor y de amante de la cruz de Cristo. Por último, dice: «Ahora os encomiendo a Dios y ala Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Ibíd. 20, 32).
Deseo repetir estas palabras, dirigiéndolas a vosotros, venerables hermanos en el Episcopado; a vosotros, queridos sacerdotes, en particular a los recién ordenados; a vosotros, religiosos y religiosas de las diversas congregaciones; a vosotros, esposos, padres y madres, jóvenes y niños; a todo el Pueblo de Dios de Lima y del Perú.
¡A todos os encomiendo a Dios!
Sí! La Palabra de su gracia tiene poder para edificar la «Iglesia del Pueblo de Dios»; para obteneros «la herencia con todos los santos», en la comunión de los Santos.
¡Vuestra es esa herencia!
¡Guardadla bien!
Vosotros sois la «Iglesia de Dios, que El ha conquistado con su sangre». ¡Permaneced en ella!
Por vosotros, Cristo se «ha consagrado a sí mismo, para que también vosotros seáis consagrados en la verdad».
¡Permaneced fieles a El! ¡Permaneced fieles a El!
¡A Dios os encomiendo!
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