CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD
DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO
Basílica de Santa María la Mayor
Domingo 8 de diciembre de 1991
1. «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28). El mensajero llama a la Virgen de Nazaret «llena de gracia». Su nombre es María. El ángel se llama Gabriel. Este nombre tiene un significado particular. Gabriel quiere decir «Fortitudo Dei».«Fortitudo» significa «poder»: el poder de Dios. Por consiguiente, Gabriel es mensajero del poder de Dios. Dice a la Virgen: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Y, al concluir su misión, añade: «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 37). El Hijo de Dios se hace hombre, hijo de la Virgen: este hecho se realiza por el poder de Dios, más aún, por su omnipotencia.
2. El nombre del ángel, «Fortitudo Dei» significa asimismo «valor», es decir, «valentía». También en este sentido el nombre del mensajero —Gabriel— está en armonía con el contenido de la Anunciación, pues revela, en cierto sentido, la virtud heroica de Aquel que, siendo de la misma sustancia del Padre, Hijo de Dios, se hace hombre. Una vez que se ha hecho hombre, el Hijo del hombre, Dios manifiesta un amor que en su heroísmo es realmente insuperable (cf. Flp 2, 6-11). Este «heroísmo» del amor alcanza su culmen en la cruz de Cristo, en su misterio pascual: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
3. Muchos aceptan sin dificultad la omnipotencia de Dios que se manifiesta en la creación y en la Providencia. En cambio, les resulta difícil acoger el amor, unido al heroísmo, de la noche de Belén y de la cruz del Gólgota: el heroísmo de la Encarnación y de la Redención.
María es la primera de los que aceptan el misterio inefable de la autorrevelación de Dios en su Hijo eterno, que se hace hijo suyo.
El mensajero llama a María «llena de gracia». Hay en ella una plena apertura al poder de Dios, que es amor. Ella es completamente transparente y límpida en su fe: es la «bienaventurada porque ha creído». No se encuentra en ella el impedimento del pecado, ni siquiera del pecado original. El amor redentor de su Hijo la ha abrazado y penetrado ya en el primer momento de su concepción por parte de sus padres terrenos.
4. En este aspecto, la Virgen de Nazaret es esencialmente diversa de Adán después del pecado. Adán trata de esconderse entre los árboles del Paraíso. A la voz de Dios, a su pregunta: «¿Dónde estás?» responde: «me escondí», «tuve miedo, porque estoy desnudo» (Gn 3, 9-10). Antes no sentía ese miedo. Antes miraba de frente a los ojos del Creador y tenía intimidad con él, como un hijo con su padre.
Este primer miedo y el consiguiente esconderse, siguen dándose en la historia del hombre. El hombre, puesto entre el amor de Dios y el darle la espalda, elige con frecuencia esta última actitud. Por tanto, no sólo «se esconde» de Dios en la sombra de su intimidad, sino que pone con su propia actividad un velo entre él y el Creador; a causa de ese velo Dios resulta irreconocible; queda, a lo más, como una hipótesis intelectual, y es el primer Ser. De ese modo, el hombre —especialmente en la época moderna— trata de justificar su comportamiento pragmático, que consiste en vivir como si Dios no existiese.
5. En medio de todo eso, María sigue siendo un testigo singular de la presencia de Dios en el mundo: «El Señor está contigo» (Lc 1, 28). Gracias a la transparencia de su ser humano, Dios se halla presente en medio de nosotros en toda la absoluta verdad de su autorrevelación: en la verdad de la Encarnación y de la Revelación, en la verdad del amor heroico, del amor «hasta el extremo».
6. En estos días se desarrollan en Roma los trabajos del Sínodo de los obispos de Europa. Esta solemnidad mariana tiene para ellos una importancia especial. ¡Qué actual es la liturgia de la Inmaculada Concepción!
En este santuario de la «Salus populi romani» oremos con confianza a la Madre de Dios por el éxito de los trabajos del Sínodo, pidiendo que «quien inició en vosotros la buena obra, la vaya consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (cf. Flp 1, 6).
Cristo, en este tiempo de Adviento, acoja de las manos de su Madre inmaculada estos deseos y estas intenciones.
Amén.
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