CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
PARA LA CLAUSURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA EUROPA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Sábado 14 de diciembre de 1991
Queridos hermanos y hermanas:
l. Nos encontramos una vez más en la basílica de San Pedro para celebrar juntos la Eucaristía, que es acción de gracias.
Demos gracias a Cristo, nuestro Señor, porque mora en nosotros. Este es un misterio para nuestros corazones y para nuestras conciencias, que encuentra su fundamento en la promesa evangélica: «Si alguno me ama ... , mi Padre le amará y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14, 23).
Demos gracias a Cristo, nuestro Señor, porque mora en nosotros juntamente con el Padre.
Demos gracias por el Consolador que él nos prometió en el Cenáculo: «el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo» (Jn 14,26).
Demos gracias por e! misterio de la Santísima Trinidad, que es la unidad de la divinidad. Demos gracias por el misterio de la Trinidad, que se ha convertido en la divina «oikonomía» de la historia de la salvación. Demos gracias por el Espíritu de la verdad, que el Padre nos manda constantemente por obra de su Hijo, en su nombre, en el poder de su misterio pascual. Demos gracias por la divina misión del Espíritu de la verdad en nosotros y en medio de nosotros durante este Sínodo, que ha sido una manifestación particular de nuestro servicio con respecto a Europa en el fin del segundo milenio del cristianismo y en los umbrales del tercero.
2. ¿Qué podemos decir a esta Europa? ¿Qué podemos decir, sino lo que decía el apóstol Pablo, uno de los primeros llamados a visitar el nuevo continente? Recordando sus palabras, deseamos decir a Europa en el Anno Domini 1991: «el amor de Cristo nos impulsa» (2 Co 5, 14).
Esta es la palabra apostólica, fundamental y, al mismo tiempo, siempre nueva, la palabra de hoy y de mañana. Cristo nos ha amado "hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). Ningún límite de tiempo pone un término a este amor. Ningún cambio de generaciones, civilizaciones o mentalidades puede hacer que pierda actualidad este amor.
Cristo «murió por todos» (2 Co 5, 15) Y murió «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15).
La cruz de Cristo tiene fuerza redentora: «murió y resucitó». La muerte de Cristo confirma, en primer lugar, la verdad acerca del hombre, según la cual él es la única criatura en el mundo visible a la que el Creador ha amado «por sí misma» (cf. Gaudium et spes, 24). Al mismo tiempo, esta muerte salvífica revela hasta el fondo otra dimensión de la verdad acerca del hombre: que «no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (ib.).
La cruz de Cristo inscribe, siempre de forma nueva, esta verdad en la historia del hombre, la inscribe en la conciencia humana. Sobre la muerte de Cristo se ha colocado el sello irreversible de la resurrección y de la vida.
3. Así, pues, «el amor de Cristo nos impulsa». Existe un impulso que atraviesa la historia del hombre y que guarda relación con su vinculación al mundo visible, con la creación. Ese impulso se manifiesta en un progreso multiforme.
Y existe otro impulso, el que procede de Cristo, el impulso que nace de su amor: «el que está en Cristo, es una nueva creación» (2 Co 5, 17).
¿Cómo reconciliar «una nueva creación» con el progreso terreno? El concilio Vaticano II recordó que esa reconciliación constituye la misión permanente de la Iglesia; el desafío para todos los que, guiados por el Espíritu Santo, se transforman en hijos en el Hijo; el desafío para nosotros, los pastores de la Iglesia.
«En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Co 5, 19).
¿De qué modo debemos actuar como embajadores de Cristo? (cf. 2 Co 5, 20). ¿ Cómo debemos suplicar y exhortar a la antigua y siempre nueva Europa: «reconciliaos con Dios»? (cf. ib.) . La respuesta está en el amor de Cristo, que nos impulsa.4. Demos gracias por el Sínodo, que ha sido para nosotros un nuevo impulso hacia el amor.
Al clausurar los trabajos realizados en nuestra asamblea sinodal, deseamos volver a las Iglesias de nuestras patrias europeas como portadores de la paz de Cristo: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde» (Jn 14, 27).
Esta nueva alianza de paz está inscrita en el misterio de la Eucaristía, que estamos para celebrar.
En esta Europa, que aspira a su unidad, existen muchas inquietudes. Existen muchas amenazas y tensiones actuales y potenciales, que impulsan en sentido contrario al que Cristo quiso.
¿La Iglesia logrará ser promotora de paz verdadera? ¿Logrará merecer la bienaventuranza destinada a «los que trabajan por la paz»? ¿Podrá trasladar la reconciliación, con la que Cristo ha reconciliado al mundo consigo mismo, a las dimensiones interhumanas e internacionales?
Esta es una pregunta clave para el futuro de Europa y del mundo. Una pregunta fundamental también para la misión de la Iglesia.
5. Cristo dice: «el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).
Os recordará ...
El poder del Espíritu y la palabra salvífica de Cristo nunca han abandonado a los hombres, muchos de los cuales se han convertido en testigos y mártires del nuevo siglo en este antiquísimo continente.
¡Y no nos abandonarán tampoco a nosotros!
Impulsados por el amor de Cristo, caminaremos por los senderos del antiguo continente para proclamar la verdad que nos hace libres, invitando a todos a renovarse interiormente en la santidad y en la justicia.
Queridos hermanos en el episcopado, al volver a vuestras comunidades cristianas, no dejéis de ser y de actuar como verdaderos «testigos de Cristo, que nos ha librado». Multiplicad vuestras iniciativas para realizar la nueva evangelización de Europa. Manteneos unidos en vuestro testimonio de fe: la unidad del continente europeo será ocasión preciosa para vuestras Iglesias, para proclamar el reino de Cristo con «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
En el nombre de Cristo comenzamos nuestros trabajos en Roma. Ahora los concluimos también en el nombre de Cristo, que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8).
Concluyamos hoy para volver a comenzar, una vez más, en el nombre de Cristo, que nos impulsa. Amén.
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