CANONIZACIÓN DE CLAUDIO LA COLOMBIÈRE
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica Vaticana
Domingo 31 de mayo de 1992
1. «Para que el amor con que tu me has amado esté en ellos y yo en ellos» ( Jn 17, 26).
Cristo ora en el cenáculo. Ora la tarde en que instituye la Eucaristía. Ora por los Apóstoles y por todos aquellos que, «por medio de su palabra, creerán» (Jn 17, 20) a lo largo de generaciones y siglos. Pide al Padre que todos «sean uno», del mismo modo que el Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre: «Que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17, 21).
Sean uno: la unidad de la divinidad y la unidad de la comunión de las Personas —unidad del Padre con el Hijo y del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo—. La unidad mediante el amor.
Cristo ora por el amor: «Para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17, 26). ,
Cristo revela el secreto de su corazón. Precisamente ese corazón humano del Hijo de Dios es un santuario inefable que contiene todos los tesoros del amor: es un corazón «lleno de bondad y de amor» (Letanías del Sagrado Corazón de Jesús).
2. La oración que Cristo pronunció en el cenáculo continúa en la Iglesia: constituye una «fuente de vida y santidad» (ib.) perenne, de siglo en siglo y de generación en generación. Pero en la historia hay momentos particulares, lugares y personas elegidas que casi descubren y revelan de nuevo esa verdad perenne e infinita sobre el amor.
El hombre al que la Iglesia proclama hoy santo —el beato Claudio La Colombiére— es, sin duda alguna, una de estas personas.
3. En Francia el siglo XVII fue llamado «el gran siglo de las almas». Fue un tiempo de elevada cultura humana y de desarrollo de las instituciones de esa nación prestigiosa en Europa. Pero fue también un tiempo de conflictos crueles y de pobreza del pueblo. El clero y las órdenes religiosas atravesaron muchas veces una fase de decadencia. De hecho, el pueblo permaneció alejado de la luz de la fe, de los beneficios de la vida espiritual y de la comunión eclesial. Sin embargo, después del concilio de Trento y de los fundadores como san Francisco de Sales, Bérulle o san Vicente de Paúl, un movimiento espiritual intenso comenzó a animar la Iglesia en Francia. Se asistió a una gran actividad reformadora: el ministerio sacerdotal se renovó, sobre todo con la creación de seminarios; los religiosos encontraron nuevamente la autenticidad de su vocación y surgieron nuevas fundaciones; la evangelización del campo adquirió un nuevo impulso con las misiones parroquiales; a la reflexión teológica se asoció un florecimiento místico.
En el corazón de ese siglo vivió Claudio La-Colombiére, que entró en la Compañía de Jesús siendo muy joven. Ejerció su misión en París y en varias provincias y tuvo una influencia notable por su esfuerzo intelectual y, más aún, por el dinamismo de vida cristiana que supo transmitir.
4. Verdadero compañero de san Ignacio, Claudio aprendió a encauzar su fuerte sensibilidad. Miró con humildad el sentido de «su miseria» para apoyarse sólo en su esperanza en Dios y en su confianza en la gracia. Tomó decididamente el camino de la santidad. Se adhirió con todo su ser a las constituciones y a las reglas del instituto, rechazando toda tibieza. Fidelidad y obediencia se traducen ante Dios en un «deseo... de confianza, de amor, de resignación y de sacrificio perfecto» (Retraites, 28).
El padre Claudio forjó su espiritualidad en la escuela de los ejercicios. Hemos mirado su impresionante diario. Se consagró, por encima de todo, a «meditar profundamente la vida, de Jesucristo, que es el modelo de la nuestra» (ib., n. 33). Contemplar a Cristo permite vivir en familiaridad con él para pertenecerle totalmente: «Veo que es absolutamente necesario que yo sea suyo» (ib., n. 71). Y si Claudio osó tender hacia esa fidelidad total, lo hizo en virtud de su agudo sentido del poder de la gracia que lo transforma. Accede a la libertad perfecta de aquel que se abandona sin reservas a la voluntad de Dios. «Tengo un corazón libre», solía decir (ib., n. 12). Aceptaba las pruebas y los sacrificios «pensando que Dios exige todo de nosotros por amistad» (ib., n. 38). Su gusto por la amistad lo llevaba a responder a la amistad de Dios con un impulso de amor que se renovaba todos los días.
El padre La Colombiere se comprometió en el apostolado con la convicción de que era un instrumento de la obra de Dios: «Para hacer mucho por Dios, es necesario ser completamente suyo» (ib., n. 37). La oración, afirmaba, es «el único medio ... por el que Dios se une a nosotros a fin de que hagamos algo para su gloria» (ib., n. 52). En el apostolado, los frutos y los éxitos no se obtienen tanto por la capacidad de las personas cuanto por la fidelidad a la voluntad divina y la transparencia de su acción.
5. Este religioso de corazón puro y libre fue preparado para comprender y predicar el mensaje que, al mismo tiempo, el Corazón de Jesús confiaba a sor Margarita María Alacoque. Paray-le-Monial es, a nuestros ojos, la etapa más fecunda del breve camino de Claudio La Colombiere. Llegó a esa ciudad, rica de una larga tradición de vida religiosa, para encontrarse providencialmente con la humilde salesa que había entrado en diálogo constante con su «divino Maestro», que le había prometido «las delicias de [su] amor puro». Descubrió en ella a una religiosa que deseaba ardientemente «la cruz completamente pura» (Mémoire, 49), y que ofrecía su penitencia y sus penas sin reticencia.
El padre La Colombiere, con una gran seguridad de discernimiento, acreditó enseguida la experiencia mística de esa «discípula amada [del] Sagrado Corazón» ( ib., n. 54), con la cual entabló una hermosa fraternidad espiritual. Recibió de ella un mensaje, que tuvo una gran resonancia: «Éste es el Corazón que amó tanto a los hombres, que no ahorró nada, hasta agotarse y consumirse para testimoniar su amor» (Retraites, 135). El Señor pidió que se honrara su Corazón con una fiesta, haciéndole una «reparación de honor» en la comunión eucarística. Margarita María transmitió al «servidor fiel y perfecto amigo», que reconocía en el padre La Colombière, la misión de «establecer esa devoción y de complacer a mi divino Corazón» (ib.). Claudio, en los años que aún le quedaban por vivir, interiorizó esas «riquezas infinitas». Desde entonces su vida espiritual se desarrolló en la perspectiva de la «reparación» y de la «misericordia infinita», tan subrayadas en Paray. Se entregó en alma y cuerpo al Sagrado Corazón «ardiendo siempre de amor». Incluso en la prueba practicó el olvido de sí mismo a fin de llegar a la pureza del amor y elevar el mundo a Dios. Sintiendo su debilidad, se remitió al poder de la gracia: «Señor, haz en mi tu voluntad ... Por ti, divino Corazón de Jesucristo, hago todo» (ib., Offrande, 152) .6. Los tres siglos que han pasado nos permiten medir la importancia del mensaje confiado a Claudio La Colombière, En un período de contrastes entre el fervor de algunos y la indiferencia o la falta de piedad de muchos, se ofrece una devoción centrada en la humanidad de Cristo, en su presencia, en su amor misericordioso y en su perdón. La llamada a la «reparación», característica de Paray-le-Monial, podrá comprenderse de diversas maneras, pero esencialmente se trata de los pecadores, que son todos los hombres, vuelvan al Señor tocados por su amor y le ofrezcan una fidelidad más viva en el futuro y una vida abrasada por la caridad. Si existe solidaridad en el pecado, también existe en la salvación. La ofrenda de cada uno se realiza para el bien de todos. Al imitar el ejemplo de Claudio La Colombière, el fiel comprende que esa actitud espiritual sólo puede deberse a la acción de Cristo en él, manifestada por la comunión eucarística: acoger en su corazón el Corazón de Cristo y unirse en el sacrificio que sólo él puede ofrecer dignamente al Padre.
La devoción al Corazón de Cristo fue un factor de equilibrio y de afirmación espiritual para las comunidades cristianas que enseguida debieron afrontar la falta de fe de los siglos venideros: se difundirá una concepción impersonal de Dios; el hombre, apartándose del encuentro personal con Cristo y de sus fuentes de gracia, querrá ser el único señor de su historia y darse a sí mismo su ley, hasta el punto de mostrar su falta de piedad con tal de hacer realidad sus ambiciones. El mensaje de Paray, accesible tanto a los humildes como a los grandes de este mundo, responde a esos extravíos aclarando la relación del hombre con Dios y del hombre con el mundo mediante la luz que viene del Corazón de Dios: conforme a la Tradición de la Iglesia, orienta su mirada hacia la cruz del Redentor del mundo, hacia aquel «al que traspasaron» (Jn 19, 37).
7. Damos las gracias, aún hoy, por el mensaje confiado a los santos de Paray, que no ha cesado de irradiar su resplandor. En el umbral de nuestro siglo el Papa León XIII saludó «en el Sagrado Corazón de Jesús un símbolo y una imagen clara del amor infinito de Jesucristo, amor que nos impulsa a amamos los unos a los otros» (encíclica Annum sacrum, 1900). Pío XI y Pío XII favorecieron ese culto, discerniendo en él una respuesta espiritual a las dificultades que encuentran la fe y la Iglesia.
Ciertamente su expresión y sensibilidad evolucionan, pero lo esencial perdura. Cuando uno descubre en la adoración eucarística y en la meditación el Corazón de Jesús «siempre ardiente de amor a los hombres» (Retraites, 150), ¿cómo podría dejarse seducir por formas de meditación que se repliegan en sí mismas sin acoger la presencia del Señor? ¿Cómo podría sentirse atraído por la proliferación de concepciones de lo sagrado que no hacen más que enmascarar un trágico vacío espiritual?
Para la evangelización de hoy es necesario que el Corazón de Cristo sea reconocido como el corazón de la Iglesia: es él quien llama a la conversión y a la reconciliación. Es él quien atrae los corazones puros y a los hambrientos de justicia hacia los caminos de las bienaventuranzas. Es él quien realiza la comunión ardiente de los miembros del único Cuerpo. Es él quien permite adherirse a la buena nueva y acoger las promesas de la vida eterna. Es él quien envía en misión. El abandono en Jesús ensancha el corazón del hombre hacia las dimensiones del mundo.
¡Que la canonización de Claudio La Colombière sea para toda la Iglesia una llamada a vivir la consagración al Corazón de Cristo, consagración que es don de sí para dejar que el amor de Cristo nos ame, nos perdone y nos arrebate en su deseo ardiente de abrir a todos nuestros hermanos los caminos de la verdad y de la vida!
8. «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado» (Jn 17, 25).
Éstos: los santos —las santas—, la Iglesia en las épocas siempre nuevas de la historia.
Estos: Claudio La Colombière —Margarita María Alacoque—. La Iglesia.
En el tiempo pascual la Iglesia revive las teofanías de su Redentor y Señor, el buen pastor que «da la vida por las ovejas» (cf. Jn 10, 15).
Y la Iglesia fija su mirada en el cielo junto con el diácono Esteban, primer mártir lapidado en Jerusalén.
La Iglesia fija su mirada en el cielo como Esteban en el momento de su martirio: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios ... "Señor Jesús, recibe mi espíritu?» (Hch 7, 56. 59).
Amén.
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