HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA
DE SAN JUDAS TADEO
Domingo 6 de abril de 1997
1. «A los ocho días (...) llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros"» (Jn 20, 26).
El pasaje evangélico de hoy, «domingo in albis», narra dos apariciones del Resucitado a los Apóstoles: una, el mismo día de Pascua y, otra, ocho días después. La tarde del primer día después del sábado, mientras los Apóstoles se encuentran reunidos en un único lugar, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presenta Jesús y les dice: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). En realidad, con ese saludo les ofrece el don de la auténtica paz, fruto de su muerte y resurrección. En el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los puebles entre sí y con Dios.
Jesús confía, después, a los Apóstoles la tarea de proseguir su misión salvífica, para que a través de su ministerio la salvación llegue a todos los lugares y a todos los tiempos de la historia humana: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). El gesto de encomendarles la misión evangelizadora y el poder de perdonar los pecados está íntimamente relacionado con el don del Espíritu, como indican sus palabras: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados » (Jn 21, 22-23).
Con estas palabras, Jesús encomienda a sus discípulos el ministerio de la misericordia. En efecto, en el misterio pascual se manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia, «dives in misericordia» (cf. Ef 2, 4). En este segundo domingo de Pascua, la liturgia nos invita a reflexionar de modo particular en la misericordia divina, que supera todo límite humano y resplandece en la oscuridad del mal y del pecado. La Iglesia nos impulsa a acercarnos con confianza a Cristo, quien, con su muerte y su resurrección, revela plena y definitivamente las extraordinarias riquezas del amor misericordioso de Dios.
2. Durante la aparición del Resucitado que tuvo lugar la tarde de Pascua no estaba presente el apóstol Tomás. Informado sobre ese extraordinario acontecimiento, e incrédulo ante el testimonio de los demás Apóstoles, pretende comprobar personalmente la veracidad de lo que afirman.
Ocho días después, es decir, en la octava de Pascua, precisamente como hoy, se repite la aparición: Jesús mismo sale al encuentro de la incredulidad de Tomás, ofreciéndole la posibilidad de palpar con su mano los signos de su pasión, e invitándolo a pasar de la incredulidad a la plenitud de la fe pascual.
Ante la profesión de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28), Jesús pronuncia una bienaventuranza que ensancha el horizonte hacia la multitud de los futuros creyentes: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). La experiencia pascual del apóstol Tomás fue más grande que su misma petición. En efecto, no sólo pudo constatar la veracidad de los signos de la pasión y la resurrección, sino que, a través del contacto personal con el Resucitado, también comprendió el significado profundo de la resurrección de Jesús y, habiéndose transformado íntimamente, confesó abiertamente su fe plena y total en su Señor resucitado y presente en medio de los discípulos. Por tanto, en cierto sentido, pudo «ver» la realidad divina del Señor Jesús, muerto y resucitado por nosotros. El Resucitado mismo es el argumento definitivo de su divinidad y, a la vez, de su humanidad.
3. También todos nosotros estamos invitados a ver con los ojos de la fe a Cristo vivo y presente en la comunidad cristiana. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Judas Tadeo, me alegra poder estar finalmente en medio de vosotros, en vuestra hermosa parroquia. Os saludo a todos con gran afecto. Esta visita se retrasó un poco por una enfermedad, pero al fin ha llegado y lo ha hecho en el día más solemne posible. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, a vuestro celoso párroco, don Gabriele Zuccarini, y a los sacerdotes que colaboran con él en el cuidado pastoral de vuestra comunidad.
Saludo, asimismo, a las religiosas del instituto Hermanas de la Misericordia y a las Hijas de la Caridad de la Preciosísima Sangre. Extiendo mi saludo a los habitantes del barrio, especialmente a los que no han podido estar presentes aquí. Pienso, en particular, en los enfermos, en los ancianos y en quienes, por diversos motivos, atraviesan alguna dificultad.
Amadísimos hermanos y hermanas, en vuestra parroquia, donde durante los últimos años ha aumentado el número de las personas ancianas o solas y ha comenzado el asentamiento de una segunda generación joven de familias, es muy necesaria una labor capilar de nueva evangelización. En efecto, el desafío pastoral consiste en ayudar a todas las familias y, sobre todo a las más jóvenes, a descubrir la riqueza del Evangelio y a perseverar en los compromisos de la fe cristiana.
Os encomiendo en particular a vosotros, queridos fieles miembros de los numerosos grupos parroquiales, la tarea de ser portadores de esperanza, llevando el Evangelio a vuestros hermanos que viven en el barrio. No esperéis que vengan a vosotros; salid vosotros a su encuentro, confiando en el poder de la Palabra que lleváis. En efecto, la misión ciudadana, con sus múltiples iniciativas actualmente en curso, llama a cada cristiano de Roma a redescubrir el mandato misionero que Jesús resucitado ha encomendado a todos los bautizados a través del ministerio de los Apóstoles. Según las noticias que me dan el cardenal vicario y los obispos auxiliares de los diversos sectores, son muchas las personas dispuestas a tomar parte en la misión ciudadana. Son personas que se presentan para participar activamente en la nueva evangelización de Roma.
4. Sin embargo, la evangelización que propone la misión ciudadana será tanto más eficaz cuanto más sea sostenida y acompañada por la oración la obra de los misioneros. Por tanto, me congratulo con vosotros por las numerosas iniciativas de oración y adoración eucarística semanal, también nocturna, que realizáis en esta hermosa comunidad. La oración es el alma de la misión. Amadísimos hermanos y hermanas, perseverad en la oración, porque el contacto con Dios asegura la autenticidad de la actividad apostólica.
En los evangelios leemos que Jesús mismo, aun prodigándose en favor de numerosos hombres y mujeres, se retiraba a orar a solas durante largos períodos (cf. Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 6, 12; 9, 18; 11, 1; Jn 6, 15; etc.). Debemos imitarlo y encontrarlo en los momentos de soledad y silencio dedicados a la oración. Estos providenciales momentos de recogimiento espiritual os ayudarán a todos a ser auténticos misioneros del Evangelio en esta gran ciudad.
5. «En el grupo de los creyentes, todos tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
La comunidad apostólica de Jerusalén, descrita en los Hechos de los Apóstoles, es modelo de toda comunidad cristiana. También nosotros, que ya vivimos en el umbral del tercer milenio cristiano, debemos llegar a ser cada vez más un solo corazón y una sola alma, tanto en la acción litúrgica como en la actividad apostólica y en el testimonio de la caridad. Debemos comprometernos a testimoniar con gran fuerza la resurrección de Jesús (cf. Hch 4, 33), en comunión con los sucesores de los Apóstoles.
«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe», acaba de recordarnos la primera carta de san Juan (1 Jn 5, 4). Mediante la fe, que se vive en la observancia de los mandamientos, también nosotros estamos llamados a derrotar las fuerzas del mal para preparar ya desde ahora, con nuestro apostolado, la manifestación plena del reino de Dios.
Con las palabras del Salmo responsorial, queremos exultar por las maravillas que Dios sigue realizando también en nuestro tiempo. En efecto, en la Pascua de su Hijo, muerto y resucitado, sale al encuentro de cada hombre, manifestándole las infinitas riquezas de su misericordia sin límites. «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117, 24). Amén. Aleluya.
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