SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Y TRASLADO DE LA URNA CON EL CUERPO DEL BEATO JUAN XXIII
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 3 de junio de 2001
1. "Se llenaron todos de Espíritu Santo" (Hch 2, 4)
Así sucedió en Jerusalén, en Pentecostés. Hoy, congregados en esta plaza, centro del mundo católico, revivimos el clima de aquel día. En nuestro tiempo, al igual que en el Cenáculo de Jerusalén, la Iglesia está impulsada por un "viento impetuoso". Experimenta el soplo divino del Espíritu, que la abre a la evangelización del mundo.
Por una feliz coincidencia, en esta solemnidad tenemos la alegría de acoger, junto al altar, los venerados restos mortales del beato Juan XXIII, que Dios modeló con su Espíritu, haciendo de él un admirable testigo de su amor. Este venerado predecesor mío falleció hace treinta y ocho años, el 3 de junio de 1963, precisamente mientras en la plaza de San Pedro oraba una gran multitud de fieles, reunidos espiritualmente en torno a su cabecera. A aquella plegaria se une esta celebración, y, a la vez que conmemoramos la muerte de este beato Pontífice, alabamos a Dios que lo dio a la Iglesia y al mundo.
Como sacerdote, como obispo y como Papa, el beato Angelo Roncalli fue docilísimo a la acción del Espíritu, que lo guió por el camino de la santidad. Por eso, en la comunión viva de los santos queremos celebrar la solemnidad de Pentecostés en singular sintonía con él, recordando algunas de sus profundas reflexiones.
2. "La luz del Espíritu Santo irrumpe desde las primeras palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles. (...) El viento impetuoso del Espíritu divino precede y acompaña a los evangelizadores, penetrando en el alma de quienes los escuchan y extendiendo la Iglesia católica hasta los confines de la tierra, transcurriendo a través de todos los siglos de la historia" (Discursos, mensajes y coloquios de Su Santidad Juan XXIII, II, p. 398).
Con estas palabras, pronunciadas en Pentecostés de 1960, el Papa Juan XXIII nos ayuda a captar el incontenible impulso misionero propio del misterio que celebramos en esta solemnidad. La Iglesia nace misionera, porque nace del Padre, que envió a Cristo al mundo; nace del Hijo que, muerto y resucitado, envió a los Apóstoles a todas las naciones; y nace del Espíritu Santo, que infunde en ellos la luz y la fuerza necesarias para cumplir esa misión.
También en su dimensión misionera originaria la Iglesia es imagen de la santísima Trinidad: refleja en la historia la sobreabundante fecundidad propia de Dios, manantial subsistente de amor que engendra vida y comunión. Con su presencia y su acción en el mundo, la Iglesia propaga entre los hombres este misterioso dinamismo, difundiendo el reino de Dios, que es "justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17).
3. El concilio Vaticano II, que el Papa Juan XXIII anunció, convocó e inauguró, fue consciente de esta vocación de la Iglesia.
Se puede afirmar que el Espíritu Santo fue el protagonista del Concilio, desde que el Papa lo convocó, declarando que había acogido como venida de lo alto una voz íntima que escuchó en su corazón (cf. constitución apostólica Humanae salutis, 25 de diciembre de 1961, n. 6). Aquella "brisa ligera" se convirtió en un "viento impetuoso", y el acontecimiento conciliar tomó la forma de un nuevo Pentecostés. "Con la doctrina y el espíritu de Pentecostés —afirmó el Papa Juan XXIII— es como el gran acontecimiento del Concilio ecuménico cobra vida y vigor" (Discursos, mensajes y coloquios, p. 398).
Amadísimos hermanos y hermanas, si hoy recordamos ese tiempo singular de la Iglesia es porque el gran jubileo del año 2000 se situó en continuidad con el concilio Vaticano II, recogiendo numerosos aspectos tanto de doctrina como de método. Y el reciente consistorio extraordinario ha reafirmado su actualidad y su riqueza para las nuevas generaciones cristianas. Todo esto constituye para nosotros un nuevo motivo de gratitud con respecto al beato Papa Juan XXIII.
4. En el marco de esta celebración, que a Pentecostés añade un acto solemne de veneración, quisiera subrayar de modo particular que el don más valioso que el Papa Juan XXIII ha dejado al pueblo de Dios es él mismo, es decir, su testimonio de santidad.
También puede aplicarse a su persona lo que él mismo afirmó de los santos, a saber, que cada uno de ellos "es una obra maestra de la gracia del Espíritu Santo" (ib., p. 400). Y al pensar en los mártires y en los Pontífices enterrados en San Pedro, añadía palabras que conmueven al volver a escucharlas hoy: "A veces las reliquias de sus cuerpos se reducen a poco, pero siempre palpita aquí su recuerdo y su oración". Y exclamaba: "¡Oh, los santos, los santos del Señor, que por doquier nos alegran, nos animan y nos bendicen!" (ib., p. 401).
Estas expresiones del Papa Juan XXIII, avaladas por el ejemplo luminoso de su vida, muestran muy bien la importancia de la elección de la santidad como camino privilegiado de la Iglesia al comienzo del nuevo milenio (cf. Novo millennio ineunte, 30-31). En efecto, la generosa voluntad de colaborar con el Espíritu en la santificación propia y en la de los hermanos es condición previa e indispensable para la nueva evangelización.
5. La evangelización requiere la santidad y esta, a su vez, necesita la savia de la vida espiritual: la oración y la unión íntima con Dios mediante la Palabra y los sacramentos; en suma, necesita la vida personal y profunda en el Espíritu.
A este propósito, ¡cómo no recordar también la rica herencia espiritual que nos dejó el beato Juan XXIII en su Diario del alma! En sus páginas se puede admirar de cerca el esfuerzo diario con que él, ya desde los años del seminario, quiso corresponder plenamente a la acción del Espíritu Santo. Se dejó modelar por el Espíritu día a día, tratando con paciente tenacidad de conformarse cada vez más a su voluntad. Aquí reside el secreto de la bondad con que conquistó al pueblo de Dios y a tantos hombres de buena voluntad.
6. Encomendándonos a su intercesión, queremos pedir hoy al Señor que la gracia del gran jubileo se irradie sobre el nuevo milenio mediante el testimonio de santidad de los cristianos. Profesamos con confianza que esto es posible. Es posible por la acción del Espíritu Paráclito que, según la promesa de Cristo, permanece siempre con nosotros.
Animados por una firme esperanza, digamos con las palabras del beato Juan XXIII: "Oh, Espíritu Santo Paráclito, (...) haz fuerte y continua la oración que elevamos en nombre del mundo entero; apresura para cada uno de nosotros el tiempo de una profunda vida interior; impulsa nuestro apostolado, que quiere llegar a todos los hombres y a todos los pueblos. (...) Mortifica nuestra presunción natural, y llévanos a las regiones de la santa humildad, del verdadero temor de Dios y de la generosa valentía. Que ningún vínculo terreno nos impida cumplir nuestra vocación; que ningún interés, por nuestra indolencia, disminuya las exigencias de la justicia; y que ningún cálculo reduzca los espacios inmensos de la caridad en las estrecheces de los pequeños egoísmos. Que en nosotros todo sea grande: la búsqueda y el culto de la verdad; la disposición al sacrificio hasta la cruz y la muerte; y, por último, que todo corresponda a la extrema oración del Hijo al Padre celestial; y a la efusión que de ti, oh Espíritu Santo de amor, el Padre y el Hijo quisieron hacer sobre la Iglesia y sobre sus instituciones, sobre cada alma y sobre los pueblos" (Discursos, mensajes y coloquios, IV, p. 350).
Veni, Sancte Spiritus, veni! Amen.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana