MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA SECRETARIA GENERAL DE LA IV CONFERENCIA INTERNACIONAL
DE LAS NACIONES UNIDAS SOBRE LA MUJER*
A la señora Gertrude Mongella,
secretaria general de la IV Conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer
1. Con mucho gusto le doy la bienvenida al Vaticano en este momento en que usted y sus colaboradoras están comprometidas en la preparación de la IV Conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer, que se celebrará en Pekín el próximo mes de septiembre. Allí la atención de la comunidad internacional se concentrará sobre algunas cuestiones importantes y urgentes que atañen a la dignidad, al papel y a los derechos de la mujer. Su visita me permite expresarle mi profundo aprecio por sus esfuerzos encaminados a hacer de la Conferencia cuyo tema es: Acción por la igualdad, el desarrollo y la paz, una ocasión para reflexionar serena y objetivamente sobre estas metas vitales, y sobre el papel que la mujer ha de desempeñar a fin de alcanzarlas.
La Conferencia ha suscitado grandes expectativas en amplios sectores de la opinión pública. Consciente de que está en juego el bienestar de millones de mujeres en todo el mundo, la Santa Sede, como usted sabe, ha participado activamente en las reuniones preparatorias y regionales con vistas a la Conferencia. En este proceso, la Santa Sede ha discutido tanto sobre cuestiones locales como globales de particular interés para la mujer, no sólo con otras delegaciones y organizaciones sino también y especialmente con las mujeres mismas. La delegación de la Santa Sede, compuesta en su mayor parte por mujeres, ha escuchado con gran interés y estima las esperanzas y los temores, las preocupaciones y las exigencias de mujeres de todo el mundo.
2. Las soluciones para las cuestiones y los problemas planteados ante la Conferencia, para ser correctas y permanentes, no pueden basarse sólo en el reconocimiento de la dignidad inherente e inalienable de la mujer, y en la importancia de su presencia y de su participación en todos los ámbitos de la vida social. El éxito de la Conferencia dependerá de si ofrece una visión verdadera de la dignidad y de las aspiraciones de la mujer, una visión capaz de inspirar y apoyar respuestas objetivas y realistas a los sufrimientos, las luchas y las frustraciones que siguen formando parte de la vida de numerosísimas mujeres.
De hecho, el reconocimiento de la dignidad de todo ser humano es el fundamento y la base del concepto de los derechos humanos universales. Para los creyentes, esa dignidad y los derechos que brotan de ella están cimentados sólidamente en la verdad de la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios. La Carta de las Naciones Unidas se refiere a esta dignidad de la misma manera, reconociendo la igualdad de derechos del hombre y la mujer (cf. Preámbulo, apartado 2), un concepto fundamental en casi todos los instrumentos internacionales sobre derechos humanos. Si el potencial y las aspiraciones de numerosas mujeres de todo el mundo no se hacen realidad, se debe en gran parte al hecho de que, no se defienden sus derechos humanos, reconocidos en esos instrumentos. En este sentido, la Conferencia puede lanzar una advertencia precisa, invitando a los gobiernos y a las organizaciones a trabajar efectivamente para garantizar legalmente la dignidad y los derechos de la mujer.
3. Como ponen de relieve la mayoría de las mujeres, igualdad de dignidad no significa ser idéntica al hombre. Esto sólo empobrecería a la mujer y a toda la sociedad, deformando o perdiendo la riqueza única y los valores propios de la feminidad. En la visión de la Iglesia, la mujer y el hombre han sido llamados por el Creador a vivir en profunda comunión entre sí, a conocerse recíprocamente, a entregarse a sí mismos y actuar juntos tendiendo al bien común con las características complementarias de lo que es femenino y masculino.
Al mismo tiempo, no debemos olvidar que, en el nivel personal, cada uno experimenta su dignidad no como el resultado de la afirmación de sus derechos en el plano jurídico e internacional, sino como la consecuencia natural de una específica atención material, emotiva y espiritual recibida en el corazón de su propia familia. Ninguna respuesta a las cuestiones que atañen a la mujer puede olvidar su papel en la familia o tomar a la ligera el hecho de que toda vida nueva está confiada totalmente a la protección y al cuidado de la mujer que la lleva en su seno (cf. carta encíclica Evangelium vitae, 58). Para respetar este orden natural, es necesario oponerse a la falsa concepción según la cual el papel de la maternidad es opresivo para la mujer, y que un compromiso con su familia, particularmente con sus hijos, le impide alcanzar la plenitud personal, y a las mujeres en su conjunto les impide influir en la sociedad. Así se perjudica no sólo a los hijos, sino también a la mujer e incluso a la sociedad, cuando se la hace sentir culpable de querer permanecer en su casa para educar y cuidar a sus hijos. Por el contrario habría que reconocer, aplaudir y apoyar con todos los medios posibles la presencia de la madre en la familia, tan importante para la estabilidad y el crecimiento de esta unidad básica de la sociedad. De la misma manera, la sociedad necesita recordar a los esposos y padres sus responsabilidades familiares, y debe esforzarse por crear una situación en la que no se vean obligados por las circunstancias económicas a salir siempre de su casa en busca de trabajo.
4. Además, en el mundo actual, donde numerosos niños afrontan crisis que amenazan no sólo su desarrollo a largo plazo, sino también su propia vida, es urgente restablecer y reafirmar la seguridad que proporcionan los padres responsables —madre y padre— en el ámbito de la familia. Los hijos necesitan el ambiente positivo de una vida familiar estable, que asegure su desarrollo hacia la madurez humana, las niñas en igualdad con los niños. La Iglesia ha mostrado históricamente tanto con palabras como con hechos, la importancia de educar a las niñas, proporcionándoles asistencia sanitaria, particularmente donde de otro modo no podrían gozar de estos beneficios. Cumpliendo la misión de la Iglesia y apoyando los objetivos de la Conferencia sobre la mujer, impulsaremos a las instituciones y organizaciones católicas de todo el mundo a seguir preocupándose y a prestar atención especial a las niñas.
5. En el mensaje de este año para la Jornada mundial de la paz, sobre el tema: La mujer, educadora para la paz, escribí que el mundo necesita urgentemente «escuchar las aspiraciones de paz que ellas (las mujeres) expresan con palabras y gestos y, en los momentos más dramáticos, con la elocuencia callada de su dolor» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1995, n. 4; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1994, p. 4). De hecho, debería ser evidente que «cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el modo mismo de comprenderse y organizarse la sociedad» (ib., n. 9). Se trata de un reconocimiento del papel único que la mujer desempeña para humanizar la sociedad y conducirla hacia los objetivos positivos de la solidaridad y la paz. De ningún modo la Santa Sede pretende limitar la influencia y la actividad de la mujer en la sociedad. Por el contrario, sin apartarla de su función en la familia, la Iglesia reconoce que la contribución de la mujer al bienestar y al progreso de la sociedad es incalculable; la Iglesia considera que las mujeres pueden hacer mucho más para salvar a la sociedad del virus mortal de la degradación y la violencia, que hoy registran un aumento dramático.
No deberían existir dudas de que sobre la base de su igual dignidad con el hombre, «las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1995, n. 9). En verdad en algunas sociedades, la mujer ha dado grandes pasos en esta dirección, participando de un modo más decisivo, no sin haber superado numerosos obstáculos, en la vida cultural, social, económica y política (cf. ib., n. 4).
La Conferencia de Pekín puede ayudar a consolidar este desarrollo positivo y esperanzador, en particular exhortando a todos los países a superar situaciones que impiden reconocer respetar y apreciar a la mujer en su dignidad y competencia. Es preciso cambiar profundamente las actitudes y la organización de la sociedad para facilitar la participación de la mujer en la vida pública y, al mismo tiempo, tomando las medidas necesarias para que tanto la mujer como el hombre puedan cumplir sus obligaciones especiales con respecto a la familia. En algunos casos ya se han realizado cambios para permitir que la mujer tenga acceso a la propiedad y a la administración de sus bienes. No se debería descuidar tampoco las dificultades especiales y los problemas que afronta la mujer que vive sola o que es jefe de familia.
6. De hecho, el desarrollo y el progreso implican tener acceso a los recursos y a las oportunidades, igual acceso no sólo entre los países menos desarrollados, los que están en vías de desarrollo y los más ricos, y entre las clases sociales y económicas, sino también entre hombres y mujeres (cf. concilio Vaticano II, constitución sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 9). Hay que hacer mayores esfuerzos para eliminar la discriminación contra la mujer en áreas que incluyen la educación, la asistencia sanitaria y el empleo. Donde se excluye sistemáticamente de estos bienes a determinados grupos o clases, y donde las comunidades o países carecen de infraestructuras sociales básicas y oportunidades económicas, las mujeres y los niños son los primeros que experimentan la marginación. Y aún así, donde abunda la pobreza, o frente a la devastación de conflictos y guerras, o la tragedia de la emigración, forzada o por otras causas, muy a menudo es la mujer la que conserva las huellas de la dignidad humana, defiende la familia y preserva los valores culturales y religiosos. La historia se escribe casi exclusivamente como una narración de las conquistas del hombre, cuando de hecho, en su mayor parte ha sido plasmada más a menudo por la acción decidida y perseverante de la mujer en busca del bien. En otra ocasión he escrito acerca de la obligación del hombre con respecto a la mujer en el ámbito de la vida y la defensa de la vida (cf. carta apostólica Mulieris dignitatem, 18). Es muy necesario aún hablar y escribir acerca de la gran deuda que tiene el hombre con respecto a la mujer en todos los otros campos del progreso social y cultural. La Iglesia y la sociedad humana han sido, y siguen siendo, inmensamente enriquecidas por la presencia y los dones únicos de la mujer, especialmente por las que se han consagrado al Señor y, en él, se han entregado al servicio de los demás.
7. No cabe duda de que la Conferencia de Pekín prestará atención a la terrible explotación de mujeres y niñas que existe en todas partes del mundo. La opinión publica sólo está comenzando a hacer inventario de las condiciones inhumanas en las que mujeres y niños se ven a menudo obligados a trabajar, especialmente en las áreas menos desarrolladas del mundo con un sueldo mínimo o incluso sin él, y sin derechos ni seguridad laborales. ¿Y qué decir de la explotación sexual de mujeres y niños? La trivialización de la sexualidad, especialmente en los medios de comunicación, y la aceptación en algunas sociedades de una sexualidad sin freno moral ni responsabilidad, son perjudiciales sobre todo para la mujer, pues aumenta los desafíos que ha de afrontar para defender su dignidad personal y su servicio a la vida. En una sociedad que sigue este camino, es muy fuerte la tentación de recurrir al aborto como una solución para el resultado no deseado de la promiscuidad sexual y la irresponsabilidad. Y aquí, una vez más, es la mujer la que soporta el mayor peso. A menudo abandonada a sus propias fuerzas, o presionada para que acabe con la vida de su hijo antes de que nazca, debe soportar después el peso de su conciencia, que le recuerda siempre que ha quitado la vida a su hijo (cf. Mulieris dignitatem, 14).
Una solidaridad radical con la mujer exige que se afronten las causas que impulsan a no desear al hijo. Jamás habrá justicia, incluyendo la igualdad, el desarrollo y la paz, tanto para la mujer como para el hombre si no existe la determinación firme de respetar, proteger, amar y servir a la vida, a toda vida humana, en cualquier estadio y situación (cf. Evangelium vitae, 5 y 87). Es bien sabido que ésta es una preocupación fundamental de la Santa Sede, y se reflejará en las posiciones que tomará su delegación en la Conferencia de Pekín.
8. El desafío que afrontan la mayor parte de las sociedades consiste en apoyar, más aún, en fortalecer el papel de la mujer en la familia y, al mismo tiempo, hacer lo posible para que use todos sus talentos y ejerza todos sus derechos en la construcción de la sociedad. Sin embargo, una mayor presencia de la mujer en las fuerzas laborales, en la vida pública y, en general, en los procesos para tomar decisiones que marcan el camino de la sociedad, en plena igualdad con el hombre, seguirá siendo problemática mientras los costos estén a cargo del sector privado. En esta área el Estado tiene un deber de subsidiariedad, que ha de ejercer a través de apropiadas iniciativas legislativas y de seguridad social. En la perspectiva de políticas de libre mercado sin control, existen pocas esperanzas de que la mujer pueda superar los obstáculos que encuentre en su camino.
La Conferencia de Pekín afronta numerosos desafíos. Esperamos que, en su desarrollo, la Conferencia evite los escollos del individualismo exagerado, con el relativismo moral que lo acompaña, o, en el lado opuesto, los escollos de un condicionamiento social y cultural que no permite que la mujer llegue a tomar conciencia de su propia dignidad, con consecuencias drásticas para el propio balance de la sociedad y con continuo dolor y desesperanza por parte de tantas mujeres.
9. Señora secretaria general, espero y pido a Dios que los participantes en la Conferencia aprecien la importancia de lo que se ha de decidir en ella, así como sus implicaciones para millones de mujeres de todo el mundo. Se requiere una gran sensibilidad para evitar el riesgo de tomar iniciativas que estén lejos de solucionar las necesidades de la vida concreta y satisfacer las aspiraciones de la mujer, a quien la Conferencia quiere servir y promover. Ojalá que, con la ayuda de Dios todopoderoso, usted y todas las personas implicadas trabajen con claridad de mente y rectitud de corazón, para que se alcancen más plenamente los objetivos de igualdad, desarrollo y paz.
Vaticano, 26 de mayo de 1995.
JUAN PABLO II
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 22, p.20.
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