MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL OBISPO DE SAINT-FLOUR (FRANCIA)
CON MOTIVO DEL MILENARIO DE LA ELECCIÓN DEL PAPA SILVESTRE II
A mons. RENÉ SÉJOURNÉ
Obispo de Saint-Flour
1. Hace mil años, el 2 de abril, Gerberto era elegido Papa con el nombre de Silvestre II. Con ocasión de la conmemoración de ese acontecimiento, quiero unirme con el pensamiento y con la oración a todos los que lo celebrarán en la diócesis de Saint-Flour, y en particular a los participantes en las Jornadas de estudio organizadas por la Asociación de Cantal. En la ciudad de Aurillac se encontraba el monasterio benedictino fundado por san Gerardo, que acogió al joven pastor Gerberto, y lo formó como hombre y como cristiano.
2. El monje Gerberto, hombre notable, brilló singularmente en su siglo. La amplitud de sus conocimientos, sus cualidades pedagógicas, su erudición sin par, su rectitud moral y su sentido espiritual lo convirtieron en un auténtico maestro. Los emperadores y los Papas recurrieron a él. Gerberto, humanista sabio y filósofo erudito, verdadero promotor de la cultura, puso su inteligencia al servicio del hombre. Formó su mente y su corazón, buscando siempre la verdad, mediante la lectura de obras profanas y la meditación de la Escritura. Todo le interesaba; si ignoraba, aprendía; si sabía, transmitía.
Con su espíritu de apertura y su gran generosidad, Gerberto supo poner sus conocimientos y sus cualidades morales y espirituales al servicio del hombre y de la Iglesia. Nos recuerda que la inteligencia es un don maravilloso del Creador, para que el hombre sea cada vez más responsable de los talentos recibidos, y sirva a los demás, realizando así su verdadera vocación.
3. Gerberto, hombre de Iglesia activo y fiel, se dedicó al servicio de sus hermanos. Como pastor auténtico, defendió los intereses de la Iglesia, luchó contra la simonía y protegió los monasterios de las diferentes tentativas de invasión. Como hombre de unidad y paz, sabía reprender paternalmente a los que se alejaban del bien, denunciaba los abusos y perdonaba, llegando incluso a retirarse con tal de no poner en peligro la unidad. Con celo apostólico, favoreció la implantación de la Iglesia en Hungría y en Polonia. A su modo, Gerberto fue un reformador, y la conciencia que tenía de su ministerio lo impulsó a ser un Papa con espíritu misionero, deseoso de anunciar el Evangelio con su palabra y con toda su vida. En el umbral del tercer milenio, mientras prosiguen la violencia y las guerras, y los cristianos todavía están desunidos, la figura de Gerberto nos invita a buscar incansablemente la paz y la unidad, por el camino del diálogo, anhelando la verdad y el perdón. A este respecto, como afirmé en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, el jubileo debe ser «la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan» (n. 16).
4. Gerberto manifestó siempre su deseo de buscar la verdad y su voluntad de servirla. Mostró que todo hombre está invitado a recorrer el camino que inicia «con la capacidad de la razón de elevarse por encima de lo contingente para ir hacia lo infinito» (Fides et ratio, 24). Para Gerberto, como para todo creyente, la verdad se revela en Jesucristo, Palabra eterna en la que todo ha sido creado, y Palabra encarnada que revela al Padre (cf. ib., 34). Y esta Palabra, en la que creemos, ilumina nuestro conocimiento del hombre y de la historia, y nos permite descubrir la salvación y la felicidad a las que estamos llamados.
Ciertamente, las cuestiones actuales son diferentes de las que afrontaba Gerberto, pero su actitud intelectual y espiritual invita a los pastores y a los fieles de nuestros días a buscar la verdad, a encontrar la fuerza interior en la oración, a preocuparse por la búsqueda moral y a ponerse al servicio de los hombres. Quiera Dios que los cristianos tengan ese mismo deseo, es decir, que no busquen aparecer a los ojos de los hombres, sino ser ejemplos y modelos, testimoniando así que Cristo es la fuente de la felicidad.
5. La Iglesia se prepara para celebrar el gran jubileo del año 2000, recordando que Cristo, alfa y omega, nos guía hacia el Padre misericordioso. No podemos olvidar que el primer cambio de milenio trajo consigo muchas esperanzas. Deseo destacar que Silvestre II unió sus esfuerzos a los del emperador Otón III para gobernar la cristiandad, del mismo modo que el Papa Silvestre I había colaborado con el emperador Constantino. Por tanto, debemos considerar que la preocupación por la unidad y la armonía entre los pueblos era una característica del pensamiento de Gerberto, y que debe inspirar siempre la acción de la Iglesia y de los responsables de la vida social. La paz es una tarea común, y la Iglesia quiere contribuir a ella, puesto que es un servicio al hombre y, por tanto, a Dios. Mientras nuestro mundo, sometido a cambios cada vez más numerosos, aspira a una paz profunda, Gerberto nos ha dejado un mensaje que monseñor Paul Lecoeur, obispo de Saint-Flour y su lejano predecesor, en su carta pastoral con ocasión del milenario del nacimiento del Papa Silvestre II resumía así: «Pacificar, reunir y unir en Cristo». Esta paz debe realizarse en los ámbitos más diversos, ya que el campo de actividad de los hombres es muy variado. Es posible, si el hombre tiene como punto de referencia el Evangelio y los valores humanos y morales fundamentales, respetando a todas las personas.
6. Por eso, la acción pastoral de Gerberto, y no sólo la de su pontificado, relativamente corto, impresiona por su multiplicidad y actualidad. Puede apreciarse a través de su servicio en las actividades de la Iglesia, sus esfuerzos de renovación, su solicitud por la comunión y su sentido del diálogo. Todos estos aspectos los subrayó el concilio Vaticano II con vistas a una nueva evangelización. Que la figura de Gerberto, el primer Papa francés, nos ilumine a todos en nuestro servicio a la Iglesia y a nuestros hermanos, para la gloria de Dios y la salvación del mundo. Encomendándolo a la intercesión de la Madre de Dios y de san Floro, primer evangelizador y patrono de su diócesis, le imparto de corazón a usted, así como a todos sus diocesanos y a quienes participen en esta conmemoración, la bendición apostólica.
Vaticano, 7 de abril de 1999
JUAN PABLO II
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