CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CARDENAL ACHILLE SILVESTRINI CON MOTIVO DE UN ENCUENTRO
DE OBISPOS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS DE AMÉRICA Y OCEANÍA
A mi venerado hermano
Cardenal Achille Silvestrini
Prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales
Me complace saludar, por medio de usted, a los participantes en el encuentro de obispos y superiores religiosos de las Iglesias orientales católicas de América y Oceanía con la Congregación para las Iglesias orientales, que tendrá lugar en Boston del 7 al 12 de noviembre de 1999. Expreso mi agradecimiento en especial al cardenal Bernard Law, arzobispo de Boston, cuya generosa hospitalidad ha hecho posible ese encuentro.
Vuestra Congregación, prosiguiendo el encuentro análogo de los responsables de las Iglesias orientales católicas en Europa, celebrado en julio de 1997, y animada por los numerosos frutos que produjo dicho encuentro, vio la conveniencia de promover esta nueva oportunidad de estudio y evaluación conjuntos. Ese encuentro tiene como finalidad reunir a las diferentes Iglesias orientales para que reflexionen y oren en común, a fin de que, juntamente con la Congregación, reconozcan las características únicas de su presencia en América y Oceanía, y descubran caminos de compromiso para el futuro.
Se trata de una oportunidad particularmente valiosa para la Congregación, puesto que, al reunirse con los pastores de las Iglesias a las que sirve y al escuchar sus necesidades, vuestro dicasterio puede desempeñar mejor su papel de ayuda al Sucesor de Pedro en su ministerio de servicio. Sin embargo, se trata de un momento muy valioso también y sobre todo para las mismas Iglesias orientales, porque gracias al intercambio de experiencias y reflexiones podrán discernir la voz del Espíritu que guía a la Iglesia en su camino a través del tiempo.
Atentos al Espíritu, los obispos podrán identificar algunas líneas comunes de acción, para responder a las necesidades y las expectativas de sus propias comunidades y de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Una estrategia común es necesaria no sólo para que el anuncio del Evangelio tenga mayor fuerza y relevancia, sino también para que sea signo visible de la comunión de toda la Iglesia en la rica variedad de su patrimonio teológico, espiritual, litúrgico y canónico, un patrimonio del que se benefician todos sus miembros.
En vuestro trabajo de los próximos días, el Obispo de Roma, la Iglesia que preside en la caridad, os acompañará con sus oraciones. Pido al Señor que conceda a las Iglesias orientales católicas, con fidelidad a sus raíces históricas y un atento discernimiento de las realidades sociales en que viven y ejercen su ministerio, la valentía de avanzar por el camino profético que el Espíritu señala a los seguidores de Jesucristo en el umbral del tercer milenio cristiano.
Aquí quisiera confiar a vuestra reflexión común algunos criterios que surgieron durante la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997. Aunque atañen a la situación específica de América, esas observaciones pueden aplicarse muy bien a la Iglesia en Oceanía.
En mi exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America, escribí: «La inmigración a América es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelización hasta nuestros días. Dentro de este complejo fenómeno debe señalarse que, en los últimos tiempos, diversas regiones de América han acogido a numerosos miembros de las Iglesias orientales católicas que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio procedía, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones de Oriente medio» (n. 17). Esa inmigración afectó a todas las Iglesias orientales, incluidas las de otras regiones, como por ejemplo las de la India. Por eso, ha sido «necesaria pastoralmente la creación de una jerarquía católica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes» (ib.). Este marco nos permite abordar un tema que, en realidad, constituye el objetivo principal de ese encuentro: la "diáspora". Os animo a todos a estudiarlo a fondo.
El principio fundamental que debéis tener siempre presente en vuestras reflexiones también puede encontrarse en esa exhortación apostólica postsinodal: «Las normas emanadas por el concilio Vaticano II, que los padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales "tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares", ya que tienen la misión de dar testimonio de una antiquísima tradición doctrinal, litúrgica y monástica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que éstas son "más adecuadas a las costumbres de los fieles" y parecen "más aptas para procurar el bien de las almas"» (ib.). Así pues, las Iglesias orientales católicas están llamadas a mantener una doble fidelidad. En primer lugar, a las tradiciones que han recibido, para que puedan, a su vez, transmitirlas fielmente. A este propósito, son útiles los vínculos que las unen a sus propias Iglesias madres. En segundo lugar, fidelidad a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, los cuales, con sus alegrías y esperanzas, sus sufrimientos y penas, sus deseos y expectativas, aspiran a la verdad y a la plenitud de vida, cuya fuente se encuentra sólo en Dios. Es fidelidad a la búsqueda continua de un sentido más profundo de la vida, especialmente en las sociedades orientadas al consumo. Esta fidelidad es doble: a Dios y a su revelación ―que resplandece en las numerosas y diferentes tradiciones que vienen de los Apóstoles a través de los Padres (cf. Orientalium Ecclesiarum, 1)―, y al hombre y a su necesidad de Dios, según los diversos modos en que se expresa.
Durante vuestro trabajo común debéis reflexionar en la situación que se ha creado por la presencia de católicos orientales en territorios donde la mayoría de los católicos son de tradición latina. Como afirmé en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America: «Si la comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a través de la perfecta comunión entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales separadas, hay que alegrarse por la reciente implantación de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas allí desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Señor» (n. 17).
Por eso, os recuerdo que es necesario establecer y fomentar una relación cada vez más profunda de comunión fraterna entre las Iglesias orientales católicas y la Iglesia latina. De hecho, como puse de relieve en la exhortación apostólica Ecclesia in America, «no puede dudarse de que esta cooperación fraterna, a la vez que prestará una ayuda preciosa a las Iglesias orientales, de reciente implantación en América, permitirá a las Iglesias particulares latinas enriquecerse con el patrimonio espiritual de la tradición del Oriente cristiano» (n. 38).
Espero que todos los pastores de las Iglesias orientales católicas se sientan llamados a ser para los hombres y mujeres de sus países y culturas un signo concreto del amor, que es la característica distintiva de los discípulos de Cristo. Os pido que les transmitáis mi invitación a trabajar juntos para alcanzar la unidad que nace de la riqueza y la armonía de la variedad, de modo que puedan mostrar la riqueza abundante de la revelación de Dios y lleguen a descubrir modos prácticos para hacer posible la experiencia de comunión, siguiendo las líneas sugeridas por la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America (cf. n. 38). De esta manera, todos podremos gozar de los frutos producidos hasta ahora y, con auténtica preocupación por los demás y con entusiasmo, seremos capaces de continuar por el camino que se abre ante nosotros.
Este trabajo debe inspirarse en el misterio central de nuestra fe: la encarnación del Hijo de Dios. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es la expresión más alta de fidelidad a Dios y al hombre. Cristo encarnado, objeto de nuestra contemplación durante nuestra peregrinación hacia el Año santo, el gran jubileo del año 2000, debe guiar nuestros pasos e iluminar nuestro corazón. Vuestra reunión y la celebración común de la liturgia divina deben ser una ocasión de verdadero encuentro con Cristo, piedra angular y fundamento de todos nuestros proyectos y planes.
Implorando la intercesión de la santísima Virgen María, que acogió humildemente a Cristo en su seno y lo dio generosamente a todo el mundo, ruego al Padre que derrame el don de su Espíritu sobre todos los participantes en el encuentro y sobre sus respectivas Iglesias, para que resplandezcan como sacramento de Cristo resucitado, permitiendo a las nuevas generaciones de América y Oceanía «conocer a Jesucristo y, conociéndolo, seguirlo y encontrar en él su paz y su alegría» (cf. ib., 76).
Con estos sentimientos, le imparto cordialmente a usted y a todos los participantes en ese encuentro mi bendición apostólica.
Vaticano, 1 de noviembre de 1999, solemnidad de Todos los Santos.
JUAN PABLO II
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