MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA 2001
“La caridad no toma en cuenta el mal” (1 Cor 13,5)
1. “Mirad que subimos a Jerusalén” (Mc10, 33). Mediante estas palabras el Señor invita a los discípulos a recorrer junto a Él el camino que partiendo de Galilea conduce hasta el lugar donde se consumará su misión redentora. Este camino a Jerusalén, que los Evangelistas presentan como la culminación del itinerario terreno de Jesús, constituye el modelo de vida del cristiano, comprometido a seguir al Maestro en la vía de la Cruz. Cristo, también, dirige esta misma invitación de “subir a Jerusalén” a los hombres y mujeres de hoy. Y lo hace con particular fuerza en este tiempo de Cuaresma, favorable para convertirse y encontrar la plena comunión con Él, participando íntimamente en el misterio de su muerte y resurrección. Por tanto, la Cuaresma representa para los creyentes la ocasión propicia para una profunda revisión de vida. En el mundo contemporáneo, junto a generosos testigos del Evangelio, no faltan bautizados que, frente a la exigente llamada para emprender la “subida a Jerusalén”, adoptan una posición de sorda resistencia y, a veces, también de abierta rebelión. Son situaciones en las que la experiencia de la oración se vive de manera bastante superficial, de modo que la palabra de Dios no incide sobre la existencia. Muchos consideran insignificante el mismo Sacramento de la Penitencia y la Celebración eucarística del domingo simplemente un deber que hay que cumplir.
¿Cómo acoger la llamada a la conversión que Jesús nos dirige también en esta Cuaresma? ¿Cómo llevar a cabo un serio cambio de vida? Es necesario, ante todo, abrir el corazón a los conmovedores mensajes de la liturgia. El periodo que prepara la Pascua representa un providencial don del Señor y una preciosa posibilidad de acercarse a Él, entrando en uno mismo y poniéndose a la escucha de sus sugerencias interiores.
2.Hay cristianos que creen poder prescindir de dicho constante esfuerzo espiritual, porque no advierten la urgencia de confrontarse con la verdad del Evangelio. Ellos intentan vaciar y convertir en inocuas, para que no turben su manera da vivir, palabras como: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien” (Lc 6, 27). Tales palabras, para estas personas, resultan difíciles de aceptar y de traducir en coherentes comportamientos de vida. De hecho, son palabras que, si tomadas en serio, obligan a una radical conversión. En cambio, cuando se está ofendido y herido, se está tentado a ceder a los mecanismos psicológicos de la autocompasión y de la revancha, ignorando la invitación de Jesús a amar al propio enemigo. Sin embargo, los sucesos humanos de cada día sacan a la luz, con gran evidencia, cómo el perdón y la reconciliación son imprescindibles para llevar a cabo una real renovación personal y social. Esto vale en las relaciones interpersonales, pero también en las relaciones entre las comunidades y entre las naciones.
3. Los numerosos y trágicos conflictos que atenazan a la humanidad, tal vez causados también por malentendidas cuestiones religiosas, han hecho que profundos fosos de odio y de violencia surgieran entre pueblos y pueblos. En algunas ocasiones, esto se ha producido entre grupos y fracciones de una misma nación. De hecho, a veces asistimos con doloroso sentido de impotencia, al reflorecer de conflictos que creíamos definitivamente superados y se tiene la impresión que algunos pueblos viven atrapados en una espiral de imparable violencia, que continuará a cosechar víctimas y víctimas, sin una concreta perspectiva de solución. Y los auspicios de paz, que se elevan de todas las partes del mundo, resultan ineficaces: el compromiso necesario para encaminar la concordia deseada no logra afianzarse.
Frente a este inquietante escenario, los cristianos no pueden permanecer indiferentes. Es por ello que en el Año jubilar, apenas concluido, me he hecho eco de la petición de perdón de la Iglesia a Dios por los pecados de sus hijos. Somos conscientes que, por desgracia, las culpas de los cristianos han ofuscado el rostro inmaculado, pero confiando en el amor misericordioso de Dios que no tiene en cuenta el mal al ver el arrepentimiento, sabemos también que podemos continuamente retomar el camino llenos de esperanza. El amor de Dios encuentra su más alta expresión justo cuando el hombre, pecador e ingrato, es readmitido a la plena comunión con Él. Bajo esta óptica, la “purificación de la memoria” es ante todo una renovada confesión de la misericordia divina, una confesión que la Iglesia, en sus diferentes niveles, está llamada constantemente a hacer propia con renovada convicción.
4. El único camino de la paz es el perdón. Aceptar y ofrecer el perdón hace posible una nueva cualidad de relaciones entre los hombres, interrumpe la espiral de odio y de venganza, y rompe las cadenas del mal que atenazan el corazón de los contrincantes. Para las naciones en busca de reconciliación y para cuantos esperan una coexistencia pacífica entre los individuos y pueblos, no hay más camino que éste: el perdón recibido y ofrecido. ¡Cuan ricas de saludables enseñanzas resuenan las palabras del Señor: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos!” (Mt 5, 44-45). Amar a quien nos ha ofendido desarma al adversario y puede incluso transformar un campo de batalla en un lugar de solidaria cooperación.
Éste es un desafío que concierne a cada individuo, pero también a las comunidades, a los pueblos y a la entera humanidad. Afecta, de manera especial, a las familias. No es fácil convertirse al perdón y a la reconciliación. Reconciliarse puede resultar problemático cuando en el origen se encuentra una culpa propia. Si en cambio la culpa es del otro, reconciliarse puede incluso ser visto como una irrazonable humillación. Para dar semejante paso es necesario un camino interior de conversión; se precisa el coraje de la humilde obediencia al mandato de Jesús. Su palabra no deja lugar a dudas: no sólo quien provoca la enemistad, sino también quien la padece debe buscar la reconciliación (cfr. Mt 5, 23-24). El cristiano debe hacer la paz aún cuando se sienta víctima de aquel que le ha ofendido y golpeado injustamente. El Señor mismo ha obrado así. Él espera que el discípulo le siga, cooperando de tal manera a la redención del hermano.
En nuestro tiempo, el perdón aparece principalmente como dimensión necesaria para una auténtica renovación social y para la consolidación de la paz en el mundo. La Iglesia, anunciando el perdón y el amor a los enemigos, es consciente de introducir en el patrimonio espiritual de la entera humanidad una nueva forma de relacionarse con los demás, una forma ciertamente fatigosa, pero rica en esperanza. En esto, ella sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades, recurre a Él.
5. “La caridad no toma en cuenta el mal” (l Cor13,5). En esta expresión de la primera Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo recuerda que el perdón es una de las formas más elevadas del ejercicio de la caridad. El periodo cuaresmal representa un tiempo propicio para profundizar mejor sobre la importancia de esta verdad. Mediante el Sacramento de la reconciliación, el Padre nos concede en Cristo su perdón y esto nos empuja a vivir en la caridad, considerando al otro no como un enemigo, sino como un hermano.
Que este tiempo de penitencia y de reconciliación anime a los creyentes a pensar y a obrar bajo la orientación de una caridad autentica, abierta a todas las dimensiones del hombre. Esta actitud interior los conducirá a llevar los frutos del Espíritu (cfr Gal 5, 22) y a ofrecer, con corazón nuevo, la ayuda material a quien se encuentra en necesidad. Un corazón reconciliado con Dios y con el prójimo es un corazón generoso. En los días sagrados de la Cuaresma la "colecta" asume un valor significativo, porque no se trata de dar lo que nos es superfluo para tranquilizar la propia conciencia, sino de hacerse cargo con solidaria solicitud de la miseria presente en el mundo. Considerar el rostro doliente y las condiciones de sufrimiento de muchos hermanos y hermanas no puede no impulsar a compartir, al menos parte de los propios bienes, con aquellos que se encuentran en dificultad. Y la ofrenda de Cuaresma resulta todavía más rica de valor, si quien la cumple se ha librado del resentimiento y de la indiferencia, obstáculos que alejan de la comunión con Dios y con los hermanos.
El mundo espera de los cristianos un testimonio coherente de comunión y de solidaridad. Al respecto, las palabras del apóstol Juan son más que nunca iluminadoras: “Si alguno que posee bienes de la tierra y ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn 3, 17).
¡Hermanos y Hermanas! San Juan Crisostomo, comentando la enseñanza del Señor sobre el camino a Jerusalén, recuerda que Cristo no oculta a los discípulos las luchas y los sacrificios que les aguardan. Él mismo subraya cómo la renuncia al propio “yo” resulta difícil, pero no imposible cuando se puede contar con la ayuda que Dios nos concede “mediante la comunión con la persona de Cristo” (PG 58, 619s).
He aquí porque en esta Cuaresma deseo invitar a todos los creyentes a una ardiente y confiada oración al Señor, para que conceda a cada uno hacer una renovada experiencia de su misericordia. Sólo este don nos ayudará a acoger y a vivir de manera siempre más jubilosa y generosa la caridad de Cristo, que “no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad” (1 Cor 13, 5-6).
Con estos sentimientos invoco la protección de la Madre de la Misericordia sobre el camino cuaresmal de la entera Comunidad de los creyentes y de corazón imparto a cada uno la Bendición Apostólica.
Ciudad del Vaticano, 7 de enero de 2001
JOANNES PAULUS II
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