MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2003
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Desde el inicio, quise poner mi pontificado bajo el signo de la especial protección de María. En diversas ocasiones he invitado a toda la comunidad de los creyentes a revivir la experiencia del Cenáculo, donde los discípulos «perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de (...) María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14). Ya en mi primera Encíclica, Redemptor hominis, escribí que sólo en un clima de oración ferviente es posible «recibir al Espíritu Santo, que desciende sobre nosotros, y convertirnos de este modo en testigos de Cristo hasta los últimos confines de la tierra, como los que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés» (n. 22).
La Iglesia toma cada vez mayor conciencia de que es «madre» como María. Ella es «la cuna —afirmé en la bula Incarnationis mysterium, con ocasión del Gran Jubileo del año 2000— en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos» (n. 11).
Por este camino espiritual y misionero desea proseguir, acompañada siempre por la Virgen santísima, Estrella de la nueva evangelización, aurora luminosa y guía segura de nuestro caminar (cf. Novo millennio ineunte, 58).
María y la misión de la Iglesia en el Año del Rosario
2. En octubre del año pasado, al entrar en el vigésimo quinto año de mi ministerio petrino, como prolongación ideal del Año jubilar, convoqué un Año especial dedicado al redescubrimiento de la oración del Rosario, tan querida en la tradición cristiana; un año que se debe vivir bajo la mirada de María, la cual, según el misterioso designio divino, con su «sí» hizo posible la salvación de la humanidad y desde el cielo sigue protegiendo a los que acuden a ella especialmente en los momentos difíciles de la existencia.
Es mi deseo que el Año del Rosario constituya para los creyentes de todos los continentes una ocasión propicia para profundizar en el sentido de la vocación cristiana. En la escuela de la Virgen y siguiendo su ejemplo, toda comunidad podrá cultivar mejor su dimensión «contemplativa» y «misionera».
La Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra precisamente al final de este particular Año mariano, si se prepara bien, podrá dar un impulso más generoso a este compromiso de la comunidad eclesial. El recurso confiado a María con el rezo diario del Rosario y la meditación de los misterios de la vida de Cristo pondrán de relieve que la misión de la Iglesia se debe sostener, ante todo, con la oración. La actitud de «escucha», que sugiere la plegaria del rosario, acerca a los fieles a María, la cual «conservaba estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). La recurrente meditación de la palabra de Dios es un entrenamiento para vivir «en comunión vital con Jesús a través —podríamos decir— del corazón de su Madre» (Rosarium Virginis Mariae, 2).
Iglesia más contemplativa: el Rostro de Jesús contemplado
3. Cum Maria contemplemur Christi vultum! Me vuelven a menudo a la mente estas palabras: contemplar el «rostro» de Cristo con María. Cuando hablamos del rostro de Cristo nos referimos a sus rasgos humanos, en los que resplandece la gloria eterna del Hijo unigénito del Padre (cf. Jn 1, 14): «La gloria de la divinidad resplandece en el rostro de Cristo» (ib., 21).
Contemplar el rostro de Cristo lleva a un conocimiento profundo y comprometedor de su misterio. Contemplar a Jesús con los ojos de la fe impulsa a penetrar en el misterio de Dios-Trinidad. Dice Jesús: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Con el Rosario nos encaminamos por este itinerario místico «en compañía y a ejemplo de su santísima Madre» (Rosarium Virginis Mariae, 3). Más aún, María misma se convierte en nuestra maestra y guía. Bajo la acción del Espíritu Santo, nos ayuda a adquirir la «tranquila audacia» que capacita para transmitir a los demás la experiencia de Jesús y la esperanza que sostiene a los creyentes (cf. Redemptoris missio, 24).
¡Contemplemos siempre a María, modelo insuperable! En su espíritu todas las palabras del Evangelio encuentran un eco extraordinario. María es la «memoria» contemplativa de la Iglesia, que vive con el deseo de unirse más profundamente a su Esposo para influir aún más en nuestra sociedad. ¿Cómo reaccionar ante los grandes problemas, ante el dolor inocente y ante las injusticias perpetradas con arrogante insolencia? Siguiendo dócilmente el ejemplo de María, que es nuestra Madre, los creyentes aprenden a reconocer en el aparente «silencio de Dios» la Palabra que resuena en el silencio por nuestra salvación.
Iglesia más santa: el Rostro de Cristo imitado y amado
4. Todos los creyentes están llamados, por el bautismo, a la santidad. El Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen gentium, subraya que la vocación universal a la santidad consiste en la llamada de todos a la perfección de la caridad.
Santidad y misión son aspectos inseparables de la vocación de todo bautizado. El esfuerzo por llegar a ser más santos está estrechamente vinculado al de difundir el mensaje de la salvación. «Todo fiel —recordé en la Redemptoris missio— está llamado a la santidad y a la misión» (n. 90).
Contemplando los misterios del Rosario, el creyente se siente impulsado a seguir a Cristo y a compartir su vida hasta poder decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Si todos los misterios del Rosario constituyen una significativa escuela de santidad y de evangelización, los misterios de luz ponen de relieve aspectos singulares de nuestro «seguimiento» evangélico. El Bautismo de Jesús en el Jordán recuerda que todo bautizado es elegido para llegar a ser en Cristo «hijo en el Hijo» (Ef. 1, 5; cf. Gaudium et spes, 22). En las bodas de Caná, María invita a la escucha obediente de la palabra del Señor: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). El anuncio del Reino y la invitación a la conversión son una clara consigna para todos a emprender el camino de la santidad. En la Transfiguración de Jesús, el bautizado experimenta la alegría que le espera. Al meditar en la institución de la Eucaristía, vuelve repetidamente al Cenáculo, donde el Maestro divino dejó a sus discípulos el tesoro más precioso: él mismo en el Sacramento del altar.
Las palabras que la Virgen pronuncia en Caná constituyen, en cierto modo, el fondo mariano de todos los misterios de luz. En efecto, el anuncio del Reino que se acerca, la llamada a la conversión y a la misericordia, la Transfiguración en el Tabor y la institución de la Eucaristía, encuentran en el corazón de María un eco singular. María mantiene sus ojos fijos en Cristo, conserva como un tesoro cada una de sus palabras y nos indica a todos cómo ser auténticos discípulos de su Hijo.
Iglesia más misionera: el Rostro de Cristo anunciado
5. En ninguna época la Iglesia ha tenido tantas posibilidades de anunciar a Jesús como hoy, gracias al desarrollo de los medios de comunicación social. Precisamente por esto, la Iglesia está llamada a reflejar el Rostro de su Esposo con una santidad más resplandeciente. En este esfuerzo, nada fácil, sabe que la sostiene María. De ella «aprende» a ser «virgen», totalmente dedicada a su Esposo, Jesucristo, y «madre» de muchos hijos que engendra para la vida inmortal.
Bajo la mirada vigilante de la Madre, la comunidad eclesial crece como una familia renovada por la fuerte efusión del Espíritu y, dispuesta a aceptar los desafíos de la nueva evangelización, contempla el rostro misericordioso de Jesús en los hermanos, especialmente en los pobres y necesitados, en los alejados de la fe y del Evangelio. En particular, la Iglesia no teme proclamar ante el mundo que Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6); no teme anunciar con alegría que la «buena noticia tiene su centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único Salvador del mundo» (Rosarium Virginis Mariae, 20).
Urge preparar evangelizadores competentes y santos; es necesario que no decaiga el fervor en los apóstoles, especialmente para la misión «ad gentes». El Rosario, si se redescubre y valora plenamente, presta una ayuda espiritual y pedagógica ordinaria y fecunda para formar al pueblo de Dios a trabajar en el vasto campo de la acción apostólica.
Una valiosa consigna
6. La tarea de la animación misionera debe seguir siendo un compromiso serio y coherente de todo bautizado y de toda comunidad eclesial. Una función más específica y peculiar compete, ciertamente, a las Obras Misionales Pontificias, a las que expreso mi gratitud por todo lo que generosamente están llevando a cabo.
A todos quisiera sugerir que intensifiquen el rezo del santo Rosario, de forma individual y comunitaria, para obtener del Señor las gracias que la Iglesia y la humanidad más necesitan. Mi invitación se dirige a todos: niños y adultos, jóvenes y ancianos, familias, parroquias y comunidades religiosas.
Entre las numerosas intenciones, no quisiera olvidar la de la paz. La guerra y la injusticia tienen su origen en el corazón «dividido». «Quien interioriza el misterio de Cristo —y el Rosario tiende precisamente a eso— aprende el secreto de la paz y hace de él un proyecto de vida» (Rosarium Virginis Mariae, 40). Si el Rosario marca el ritmo de nuestra existencia, podrá transformarse en instrumento privilegiado para construir la paz en el corazón de los hombres, en las familias y entre los pueblos. Con María podemos obtenerlo todo de su Hijo Jesús. Sostenidos por María, no dudaremos en dedicarnos con generosidad a la difusión del anuncio evangélico hasta los confines de la tierra.
Con estos sentimientos, os bendigo a todos de corazón.
Vaticano, 12 de Enero de 2003, Fiesta del Bautismo del Señor.
JUAN PABLO PP. II
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