MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CONGRESO MARIOLÓGICO Y MARIANO
INTERNACIONAL DE ZARAGOZA
Señor Cardenal Legado,
Venerables Hermanos en el Episcopado,
Amadísimos hijos en Cristo,
¡La paz del Señor sea siempre con vosotros!
Es para mí motivo de gran satisfacción asociarme, como en una única demostración de gratitud y afecto filial hacia la Madre de Dios, con todos cuantos os habéis reunido estos días en Zaragoza, en torno a la Virgen del Pilar, para participar en los dos Congresos Internacionales, ahí celebrados: el VIII Mariológico y el XV Mariano.
Y en vosotros, Congresistas, saludo también cordialmente a todos los hijos de la Iglesia, estudiosos o peregrinos que, atraídos por la presencia siempre acogedora de María, han venido a Zaragoza para robustecer el espíritu.
Un saludo especial y entrañable quiero dirigir hoy a todos los hijos de la noble nación española, cuya distinguida piedad mariana y cuyo fervor por cuanto significa honor para la Madre de Dios tienen pulsación propia, desde época inmemorial, a ritmo con su historia y su creciente patrimonio espiritual.
1. En efecto, desde los primeros siglos del cristianismo aparece en España el culto a la Virgen, como consta por algunos monumentos de la antigüedad de los que se conservan preciosos testimonios. Ese culto se vio enriquecido y renovado por la labor incansable de los grandes Santos, gloria de la España visigótica, como Isidoro de Sevilla, Ildefonso de Toledo, Braulio de Zaragoza y otros; a ello contribuyó sobremanera la liturgia de aquel tiempo, que celebró con especial devoción las fiestas marianas, creando también para ellas bellísimas oraciones y plegarias.
Esta devoción se acrecentó en la Edad Media, como lo atestiguan el gran número de ermitas, iglesias, monasterios y santuarios dedicados a Nuestra Señora y donde se veneraron imágenes que aún hoy siguen escuchando voces de alabanza y confidencias del pueblo fiel. La literatura y el arte, la hagiografía y la vida de la Iglesia se han dado cita, como en un certamen de familia, para unirse a María en un canto perenne del Magníficat; pregón de esa unión familiar con la Virgen y su figura en la historia de la salvación, es el rezo del Santo Rosario, propagado por los hijos de Santo Domingo de Guzmán. No os oculto mi admiración y mi emoción, cuando he visto palpitante, en tierras del Nuevo Continente, la devoción a la Virgen que junto con la luz del evangelio sembraron allá los españoles. Esta devoción mariana no ha decaído a lo largo de los siglos en España, que se reconoce como “ tierra de María ”. Los numerosos santuarios diseminados como hitos de luz por todas las regiones españolas, cuyo símbolo es en estos momentos la Basílica del Pilar, son todavía testigos de la fe viva y de la devoción del pueblo español a la Virgen María, así como su expresión de vida cristiana que yo, como Supremo Pastor y Sucesor de San Pedro, quiero bendecir y alentar.
Vosotros, queridos Congresistas, sois hoy los testigos cualificados de esa devoción a María, que forma parte del rico patrimonio espiritual de la Iglesia.
2. Al tiempo que os recuerdo todo esto, que puede ser estímulo para acrecentar vuestra vida de piedad, no quiero dejar pasar esta oportunidad sin animaros a continuar por ese camino y por el de la renovación interior, base de la renovación cristiana y eclesial.
El culto mariano, come enseñó mi Predecesor de feliz memoria, el Papa Pablo VI en el gran documento Marialis Cultus, subordinado al culto a Cristo Salvador y en conexión con El, es una poderosa fuerza de renovación interior; porque el culto verdadero incluye la imitación, como nos recuerda el Vaticano II (cf. Lumen gentium, 67), y María, que es la primera cristiana, nos lleva y nos acerca más a Cristo. Ella es modelo para todos los fieles; y lo es porque nos mueve a imitarla en las actitudes fundamentales de la vida cristiana: actitud de fe, esperanza, caridad y obediencia. María es el ejemplo de ese culto espiritual, que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda al Señor. Su fiat, aceptando la realización de la Encarnación, fue luego permanente y definitivo en su vida; por lo mismo, nos manifiesta una actitud ejemplar para todos los seguidores de Jesús, que se precian de adorar al Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24). Cuando saludamos a María como la llena de gracia (cf. Lc 1, 28)debe brotar en nuestros corazones el deseo eficaz de vernos adornados y enriquecidos con el tesoro de la gracia y de la amistad divinas. Como María llevó en su seno al Salvador, así también nosotros debemos llevarlo espiritualmente en nuestro corazón, como dice San Agustín (Serm. 180, 3; Morin, Ser. post Maurinos reperti, Roma 1930, pág. 211). Todo esto contribuye a la auténtica renovación interior y a que reflejemos en nosotros la imagen de Jesús, para lo que fuimos predestinados según los designios divinos, como nos enseña San Pablo.
En el XV Congreso Internacional Mariano habéis estudiado la figura de María y la misión de la Iglesia. Efectivamente, según una feliz expresión teológica, María y la Iglesia están estrechamente unidas, por voluntad de Dios en el plan de la redención: ambas engendran a Cristo aquí, en esta tierra (Isaac de Stella, Serm. 51; ML 194, 1863). María dio el Salvador al mundo, realizando primero en sí misma el tipo de la Iglesia; y ésta, a su vez, siguiendo a María, continúa manifestándolo al mundo, a plasmarlo en el corazón de los hombres. Una Iglesia fiel a la acción del Espíritu Santo, al igual que María, tiene que dar testimonio de la unión en la fe y en la caridad, en Cristo Jesús. El espíritu mueve a los miembros del cuerpo eclesial a la comunión y exige a su vez de ellos una conducta coherente con la dignidad de la vocación cristiana, una conciencia activa de que hay una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos (cf. Ef 4, 1 ss.). De ahí que en medio de la diversidad de “ dones ” se ha de tener presente esa unidad de fe y caridad, fundamento y culmen de la edificación eclesial bajo la animación del Espíritu divino y la guía de la Jerarquía, a la que está confiado el cuidado de la grey (cf. 1 Pe 5, 1 s.) en medio de las diversas esferas de la existencia humana (cf. Redemptor hominis, 21.
Consiguientemente, todos los miembros de la comunidad cristiana, impulsados por el Espíritu de Dios y siguiendo su vocación eclesial, deben ser dentro de la sociedad artífices de la unión de los hombres entre sí, promotores del diálogo, de la reconciliación, de la justicia social y de la paz. A través de la presencia de los cristianos y de su testimonio, la Iglesia realiza su vocación de “germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano” (Lumen gentium, 9).
Clausuráis hoy esas jornadas de las que debe quedar grabado en el recuerdo de todos que María es la personificación del verdadero discípulo de Jesús, que encuentra su identidad más profunda en el servicio a la Iglesia, en trasmitir a todos los hombres el mensaje de salvación.
María, Madre de la Iglesia, está siempre presente, con el ejemplo de su entrega a los planes de Dios y con su intercesión maternal, en las tareas evangelizadoras y en la preocupación de la Iglesia por las tareas de los hombres. “La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia –como dije en otra ocasión– tiene su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre... Y en esto reconoce la Iglesia la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre” (Redemptor hominis, 22.
Toda la Iglesia debe sentirse pues obligada, especialmente en nuestro tiempo, a iluminar con los valores evangélicos la vida de los hombres en todas sus expresiones: cultura, formas de pensamiento, juicios de valor que configuran la vida social, estructuras sociales, políticas y económicas. María nos inspira con su sencillez evangélica, con la pureza de su alma y con su consagración incondicional a la persona y a la obra de su Hijo (cf. Lumen gentium, 56), cómo debe ser vivido y presentado a los hombres de hoy su misterio para que influya en la renovación de la vida cristiana.
3. Mi exhortación a vosotros en estos momentos es ésta: sed testigos vivos, luminosos, de la auténtica devoción mariana promovida por la Iglesia en la línea marcada por el Concilio Vaticano II, en particular, cuando nos recuerda a todos: obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, que la devoción a la Virgen debe proceder de la fe verdadera por la que somos movidos a reconocer las excelencias de la Madre de Dios, a amarla con piedad de hijos y a imitar sus virtudes (cf. Lumen gentium, 67).
Necesitamos conocer mejor a María. Necesitamos, sobre todo, imitar su actitud espiritual y sus virtudes, base de la vida cristiana. De esta manera reflejaremos en nosotros la imagen de Jesús. ¡Id con María a Jesús! Ella os recordará de continuo lo que dijo en las bodas de Caná: “ Haced lo que El os diga! ” (Jn 2, 5).
A todos, finalmente, os doy mi Bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así sea.
JUAN PABLO II
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana