MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PUEBLO BRASILEÑO
Carísimos hermanos y hermanas de Brasil:
Antes, incluso, de pisar tierra brasileña, tengo la alegría de llegar con mi voz a ese país, dirigiéndome a su pueblo, a través de la radio y de la televisión.
Mi mensaje, en este momento, es ante todo un cordialísimo saludo al pueblo brasileño en general y a cada brasileño en particular. Saludo a la Iglesia de Brasil en sus Pastores y fieles. Saludo a los gobernantes y responsables para el bien común. Saludo a las familias, con un pensamiento especial para los jóvenes y los niños. Saludo a los que sufren: los enfermos, los afligidos, los abandonados y los que se encuentran solos.
Me gustaría además declarar —¿pero será todavía necesario hacerlo?— que emprendo estas jornadas, sin la menor pompa humana. Sólo llevo una riqueza: un ilimitado afecto hacia la buena gente de Brasil; un profundo deseo de proclamarle la Buena Nueva, capaz de dar la felicidad posible en esta vida, germen de verdadera bienaventuranza; la buena voluntad de contribuir a consolidar la fe en los hijos de la Iglesia católica en ese país.
Desde el primer momento, quise hacer de este viaje una peregrinación a Fortaleza, donde se prepara el X Congreso Eucarístico Nacional. Cada ciudad visitada en esta antigua tierra de Santa Cruz, pasando por el santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, será una etapa en el camino hacia la meta final: el solemne acto de adoración al Santísimo Sacramento, misterio de fe y verdadero alimento para la vida eterna. Todo mi peregrinar por vuestra patria será para llegar, junto con Brasil, al altar de la Eucaristía.
Estoy seguro de encontrar las puertas abiertas a mi mensaje de paz y de esperanza, seguro de la acogida, sobre todo, de tantos y tantas que procuran vivir, a la luz del Evangelio, la bienaventuranza de aquellos "que tienen un corazón de pobre".
Por último, he de hacer una petición a todos cuantos en Brasil profesan la fe católica; pero la extiendo también a mis hermanos los cristianos de otras confesiones, a todos los que creen en Dios y a los que, aun sin el don de la fe, creen en los valores del espíritu. Pido que se unan a mí para confiar a Dios los caminos de estas jornadas, que inicio con la íntima convicción de corresponder a su adorable voluntad. Que pueda el Señor disponer y quiera aceptar, al final del largo itinerario, una abundante cosecha de excelentes frutos.
En la fervorosa espera del encuentro personal, reafirmando mi estima afectuosa a todo el querido Brasil, invoco sobre este país-continente la plenitud de las bendiciones divinas.
El Vaticano, 29 de junio de 1980
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