MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL MOVIMIENTO ESPERANZA Y VIDA
1. María, Madre Inmaculada, en este lugar de gracia donde es invocada por millones de hijos, especialmente por los que pasan por momentos de prueba, acoge hoy con un amor especial a vosotras viudas, venidas a Lourdes desde muy diferentes países. Como mujeres, sabéis mejor que nadie que esta Mujer “bendita entre todas las mujeres” puede comprender plenamente lo que vosotras vivís como experiencia de amor y de sufrimiento. Es natural que dirijáis a Ella vuestra mirada y vuestro corazón para encontrar en su ejemplo y en su amor de Madre las verdaderas respuestas a vuestra vida y las más altas inspiraciones para el apostolado de vuestro Movimiento “Esperanza y vida”.
Con mucho gusto me uno a vosotras espiritualmente, y con vosotras me arrodillo ante Nuestra Señora de Lourdes, para orar por vosotras, por vuestras familias y por todas las viudas que, por todo el mundo, comparten vuestra condición.
2. Según el Apóstol Pablo en la Carta a Timoteo, las viudas constituyeron, en la primera generación cristiana, un grupo muy vivo del que la Iglesia se preocupó mucho, siguiendo el ejemplo de Cristo. Los textos que hablan de ello os son muy familiares. ¿Quién no se acuerda del gesto de compasión y de ternura del Señor para con la viuda de Naím, a la que devolvió vivo a su hijo que acababa de morir? (cf. Lc 7, 11-15), ¿o la mirada llena de admiración de Cristo a la generosidad de la pobre viuda (cf. Lc 21, 1-4)? Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que el haber abandonado a las viudas provocó en la Iglesia primitiva tensiones y fue la ocasión de dar a los diáconos la responsabilidad (cf. Act 6, 1). Esta atención a las viudas en las diferentes comunidades cristianas ha sido percibida siempre como un ejercicio particular de la caridad evangélica, dado que estas mujeres vivían una realidad humana y espiritual profundamente marcada por el misterio de la cruz. La Iglesia de hoy, por su parte, intenta renovar su preocupación y su servicio al mundo de las viudas.
3. Las circunstancias en las que hoy viven las viudas son distintas, pero conllevan siempre dos realidades fundamentales: el amor que condujo a estas mujeres al matrimonio, con toda la alegría y esperanza que ello comporta, y la muerte, que se llevó de su lado al compañero de su existencia, al que les unen lazos de amor y de fidelidad, que encuentran una prolongación en el cariño por los hijos. Cuando la muerte del marido acontece después de prolongados años de vida familiar, la viudez —no obstante el sufrimiento que comporta— está llena de ricas experiencias y de recuerdos que, junto a la fe, pueden ayudar a la vida de la mujer viuda. Pero hay casos en los que la muerte del marido sobreviene de manera imprevista o violenta cuando el joven hogar está todavía en plena formación, y la joven mujer, que había puesto toda su esperanza en el amor compartido, siente un desarraigo profundo. Intentar comprender los dramas interiores, el dolor, la soledad, el desánimo que acompañan la vida afectiva y espiritual de estas viudas, es hacerse capaces de abrirles, con sabiduría y respeto, los caminos que les ofrece la Iglesia, y preservarlas así de los peligros que, a veces, las amenazan.
Es necesario comprender también las circunstancias exteriores y difíciles que muchas de ellas tienen que afrontar, especialmente si son madres de familia. De repente, se encuentran solas, obligadas a trabajar y a educar a sus hijos, sobrecargadas psíquica y físicamente. Son situaciones que deben conducir a los Pastores y a los fieles a mirar con simpatía a estas mujeres valientes y a estarles cercanos.
Es necesario ver también lo que las viudas pueden aportar no sólo a sus propias familias, sino también a las comunidades cristianas y a la sociedad humana. La madurez provocada por la prueba, las responsabilidades múltiples, la experiencia, constituyen una valiosa riqueza de la que muchos pueden beneficiarse.
4. El apoyo fundamental que una viuda necesita es el de una comunidad que le ayude a asumir y valorar su nueva condición de vida, que le apoye en los momentos difíciles, que ilumine su camino, para afrontar con serenidad el designio de Dios sobre ella: ya sea un nuevo matrimonio, ya la libre aceptación de su estado de viudez, para vivirla con plenitud, o la consagración de su vida a Dios en este estado de vida particular. La pertenencia a una comunidad fundada en la fe favorece el crecimiento espiritual y la búsqueda humilde y sincera de la voluntad de Dios. Ella puede impedir también a la viuda recurrir a un nuevo matrimonio precipitado o infeliz.
Vuestro Movimiento, mediante los encuentros, los retiros, el boletín, os da una valiosa ayuda. Pero es toda la comunidad cristiana la que tiene que preocuparse por la situación de las viudas, a fin de que tengan las ayudas y apoyos necesarios. A este propósito me permito recordar a mis hermanos en el sacerdocio, pero también a todos los cristianos, las palabras de Santiago: “La religión pura y sin tacha delante de Dios nuestro Padre es visitar a los huérfanos y viudas en sus dificultades, y mantenerse limpio de este mundo” (Sant 1, 27).
5. La mayor preocupación debe ser la de sostener a las viudas en la vida de su propia familia según la misión que Dios ha confiado desde el principio a todas las familias. Un cuidado especial hay que prestar a los hijos. La mujer debe ejercer con ellos al mismo tiempo la ternura y cariño maternales y la fuerza y la seguridad paternas. Las viudas se constituyen en verdaderas cabezas de familia: las autoridades civiles deben reconocer y respetar plenamente esta condición, evitando que sus derechos sean lesionados gravemente.
La Exhortación Apostólica Familiaris consortio (núms. 22-24) habla de manera especial del lugar de las mujeres en la comunidad familiar. La experiencia que viven a este respecto las mujeres viudas debe enriquecer la de las otras mujeres; hecho del que ha de tener cuenta la pastoral familiar. De este modo, la plenitud de la personalidad femenina se podrá manifestar en el mundo y en la Iglesia.
Pero, al mismo tiempo, las familias de las viudas deben dar sentido y alegría a sus vidas. Es grande la responsabilidad de los hijos adultos de madres viudas! A ellos corresponde la primera y principal responsabilidad de velar por ellas. “Si alguno no se preocupa de los suyos, sobre todo de los que viven con él, ése ha renegado de la fe, es peor que un infiel” (1 Tim 5, 5). Aprovecho la ocasión para recordar especialmente a los hijos de madre viuda el deber filial tan importante que constituye uno de los mandamientos de la ley divina: “Honra a tu padre y a tu madre”. Con demasiada frecuencia se puede constatar, sobre todo en los países ricos, la triste situación de las viudas ancianas que no pueden quedarse en casa de sus hijos, y pasan sus últimos años en la soledad, interrumpida por algunas visitas, aunque las residencias de ancianos que las acogen sean confortables.
6. “La verdadera viuda, dice el Apóstol Pablo, pone su esperanza en el Señor” (cf. 1 Tim 5, 5). Con la mirada en el más allá, dirigida hacia la casa del Padre en la que su esposo ya ha entrado, las mujeres viudas pueden ser portadoras de esta esperanza en un mundo que con frecuencia la ha perdido o la ha colocado en los ídolos efímeros, incapaces de saciar la sed de amor y de comunión que anidan en el corazón humano. “Esperanza y vida”: éstas son las mismas palabras con las que vosotras habéis querido definir vuestra Movimiento; y esto es ya un fuerte testimonio para muchos.
Vosotras tenéis, más que cualquiera, la misión de testimoniar vuestra fe en la vida, ya que conocéis su destino trascendente y su dimensión de eternidad. Y continuáis al misma tiempo al servicio de la vida, intentando hacerla florecer en cada uno de los miembros de vuestra familia. Esta es una tarea que la muerte de vuestro esposo no trunca, sino que transforma.
7. La viuda, continúa el Apóstol “persevera noche y día en la plegaria y en la oración” (cf. 1 Tim 5, 5). Es una magnífica llamada a cultivar con profundidad vuestra vida interior hasta lograr un contacto vital e íntimo con Cristo, el Esposo de la Iglesia y de las almas, que habita en vosotras y en el que encontraréis todos los que le están unidos mediante la comunión de los santos. El os transmite su propia vida, y con ella la fuerza y la alegría. La Virgen Santísima se presenta a vosotras como modelo y educadora de la verdadera oración; Ella que “conservaba todas estas palabras, meditándola en su corazón” (Lc 2, 51).
Sí, hay en vosotras una notable capacidad de oración. Quizás, por las circunstancias mismas de vuestra vida, tenéis largos momentos de soledad; y algunas pueden sentirse tentadas a llenar este vacío pesado con actividades semejantes a las que no recuerda San Pablo en la Carta a Timoteo (cf. 1 Tim 5, 13). Pero, esta soledad exterior, con frecuencia resuelta por el absorbente trabajo y por los múltiples servicios, puede también transformarse en oración más frecuente, alimentada por la lectura de la Sagrada Escritura y expresada en la participación eucarística y en otras celebraciones de fe. El sencillo y hermoso rezo del rosario puede ser para vosotras compañía inestimable, lo mismo que la oración de las Horas (cf. Familiaris consortio, núms. 60-61).
8. Finalmente, la Iglesia os impulsa —y vuestro Movimiento insiste en ello— a poner vuestra caridad al servicio del prójimo, participando así en la misión de Jesucristo de construir su Iglesia y la nueva humanidad que Él quiere ofrecer a su Padre. El apostolado es la expresión de la madurez de vuestra vida. El ministerio de la evangelización confiado a las familias cristianas, debe recibir de vosotras un nuevo impulso (cf. Familiaris consortio, núms. 52. 53. 54). Sois especialmente capaces de percibir la soledad y el dolor. Acompañad a los que se encuentran solos, y vosotras mismas os sentiréis menos solas. Dad vuestro consuelo a los que sufren y vosotras mismas seréis consoladas, Dad testimonio de una caridad activa y vuestra vida resplandecerá de paz y alegría.
Volvamos de nuevo nuestra mirada a la Santísima Virgen María, Os pongo en sus manos y os confío a vosotras, a vuestras familias, a vuestro Movimiento, a su corazón de Madre. No tenéis otro refugio más seguro y más caluroso; en Ella encontraréis la ternura del corazón de Dios que palpita por vosotras. Como señal de este mismo amor, os imparto mi bendición apostólica.
Vaticano 17 de mayo, 1982.
JUAN PABLO II
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