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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA
XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. Jn 1,38-39)

 

Muy queridos jóvenes:

1. Me dirijo a vosotros con alegría, continuando el largo diálogo que, con motivo de las Jornadas Mundiales de la Juventud, estamos realizando. En comunión con todo el pueblo de Dios que camina hacia el Gran Jubileo del año 2000, quiero invitaros este año a fijar la mirada en Jesús, Maestro y Señor de nuestra vida, mediante las palabras que encontramos en el Evangelio de Juan: «Maestro, ¿dónde vives? Venid y veréis» (cfr. 1,38-39).

En los próximos meses, en todas las Iglesias locales os encontraréis con vuestros pastores para reflexionar sobre estas palabras evangélicas. Después, en agosto de 1997, viviremos juntos la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud a nivel internacional en París, en el corazón del continente europeo. En aquella metrópolis, desde siglos encrucijada de pueblos, de arte y de cultura, los jóvenes de Francia se están preparando con gran entusiasmo para acoger a sus coetáneos provenientes de todos los rincones del planeta. Siguiendo la Cruz del Año Santo, el pueblo de las jóvenes generaciones que creen en Cristo será una vez más icono vivo de la Iglesia peregrina por los caminos del mundo. En los encuentros de oración y reflexión, en el diálogo que une superando las diferencias de lengua y de raza, en el intercambio de ideales, problemas y esperanzas, experimentará vitalmente la promesa de Jesús: «Donde están dos o tres ?reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

2. Jóvenes de todo el mundo, ¡en el camino de la vida cotidiana podéis encontrar al Señor! ¿Os acordáis de los discípulos que, acudiendo a la orilla del Jordán para escuchar las palabras del último de los grandes profetas, Juan el Bautista, vieron como indicaba que Jesús de Nazaret era el Mesías, el Cordero de Dios? Ellos, llenos de curiosidad, decidieron seguirle a distancia, casi tímidos y sin saber que hacer, hasta que él mismo, volviéndose, preguntó: «¿Qué buscáis?», suscitando aquel diálogo que dio inicio a la aventura de Juan, de Andrés, de Simón «Pedro» y de los otros apóstoles (cfr. Jn 1,29-51).

Precisamente en aquel encuentro sorprendente, descrito con pocas y esenciales palabras, encontramos el origen de cada recorrido de fe. Es Jesús quien toma la iniciativa. Cuando Él está en medio, la pregunta siempre se da la vuelta: de interrogantes se pasa a ser interrogados, de «buscadores» nos descubrimos «encontrados»; es Él, de hecho, quien desde siempre nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10). Ésta es la dimensión fundamental del encuentro: no hay que tratar con algo, sino con Alguien, con «el que Vive». Los cristianos no son discípulos de un sistema filosófico: son los hombres y las mujeres que han hecho, en la fe, la experiencia del encuentro con Cristo (cfr. 1Jn 1,1-4).

Vivimos en una época de grandes transformaciones, en la que declinan rápidamente ideologías que parecía que podían resistir el desgaste del tiempo, y en el planeta se van modificando los confines y las fronteras. Con frecuencia la humanidad se encuentra en la incertidumbre, confundida y preocupada (cfr. Mt 9,36), pero la Palabra de Dios no pasa; recorre la historia y, con el cambio de los acontecimientos, permanece estable y luminosa (cfr. Mt 24,35). La fe de la Iglesia está fundada en Jesucristo, único salvador del mundo: ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13,8). La Palabra remite a Cristo, porque a Él se dirigen las preguntas que brotan del corazón humano frente al misterio de la vida y de la muerte. Él es el único que puede ofrecer respuestas que no engañan o decepcionan.

Trayendo a la memoria vuestras palabras en los inolvidables encuentros que he tenido la alegría de vivir con vosotros en mis viajes apostólicos por todo el mundo, me parece descubrir en ellas, de forma insistente y viva, la misma pregunta de los discípulos: «Maestro, ¿dónde vives?». Aprended a escuchar de nuevo, en el silencio de la oración, la respuesta de Jesús: «Venid y veréis».

3. Muy queridos jóvenes, como los primeros discípulos, ¡seguid a Jesús! No tengáis miedo de acercaros a Él, de cruzar el umbral de su casa, de hablar con Él cara a cara, como se está con un amigo (cfr. Ex 33,11). No tengáis miedo de la «vida nueva» que Él os ofrece: Él mismo, con la ayuda de su gracia y el don de su Espíritu, os da la posibilidad de acogerla y ponerla en práctica.

Es verdad: Jesús es un amigo exigente que indica metas altas, pide salir de uno mismo para ir a su encuentro, entregándole toda la vida: «quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Esta propuesta puede parecer difícil y en algunos casos incluso puede dar miedo. Pero – os pregunto – ¿es mejor resignarse a una vida sin ideales, a un mundo construido a la propia imagen y semejanza, o más bien buscar con generosidad la verdad, el bien, la justicia, trabajar por un mundo que refleje la belleza de Dios, incluso a costa de tener que afrontar las pruebas que esto conlleva?

¡Abatid las barreras de la superficialidad y del miedo! Reconociéndoos hombres y mujeres «nuevos», regenerados por la gracia bautismal, conversad con Jesús en la oración y en la escucha de la Palabra; gustad la alegría de la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; recibid el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía; acogedlo y servidle en los hermanos. Descubriréis la verdad sobre vosotros mismos, la unidad interior y encontraréis al «Tú» que cura de las angustias, de las preocupaciones, de aquel subjetivismo salvaje que no deja paz.

4. «Venid y veréis». Encontraréis a Jesús allí donde los hombres sufren y esperan: en los pequeños pueblos diseminados en los continentes, aparentemente al margen de la historia, como era Nazaret cuando Dios envió su Ángel a María; en las grandes metrópolis donde millones de seres humanos frecuentemente viven como extraños. Cada ser humano, en realidad, es «conciudadano» de Cristo.

Jesús vive junto a nosotros, en los hermanos con los que compartís la existencia cotidiana. Su rostro es el de los más pobres, de los marginados, víctimas casi siempre de un modelo injusto de desarrollo, que pone el beneficio en el primer puesto y hace del hombre un medio en lugar de un fin. La casa de Jesús está donde un ser humano sufre por sus derechos negados, sus esperanzas traicionadas, sus angustias ignoradas. Allí, entre los hombres, está la casa de Cristo, que os pide que sequéis, en su nombre, toda lágrima y que les recordéis a los que se sienten solos que nadie está solo si pone en Él su esperanza (cfr. Mt 25,31-46).

5. Jesús vive entre los que le invocan sin haberlo conocido; entre los que, habiendo empezado a conocerlo, sin su culpa, lo han perdido; entre los que lo buscan con corazón sincero, aún perteneciendo a situaciones culturales y religiosas diferentes (cfr. Lumen gentium, 16). Discípulos y amigos de Jesús, haceos artífices de diálogo y de colaboración con todos los que creen en un Dios que gobierna con infinito amor el universo; convertíos en embajadores de aquel Mesías que habéis encontrado y conocido en su «casa», la Iglesia, de forma que otros muchos de vuestros coetáneos puedan seguir sus huellas, iluminados por vuestra fraterna caridad y por la alegría de vuestra mirada que ha contemplado a Cristo.

Jesús vive entre los hombres y las mujeres «que se honran con el nombre de cristianos» (cfr. Lumen gentium, 15). Todos los pueden encontrar en las Escrituras, en la oración y en el servicio al prójimo. En la vigilia del tercer milenio, cada día es más urgente reparar el escándalo de la división entre los cristianos, reforzando la unidad por medio del diálogo, de la oración común y del testimonio. No se trata de ignorar las divergencias y los problemas utilizando un cierto relativismo, porque sería como cubrir la herida sin curarla, con el riesgo de interrumpir el camino antes de haber llegado a la meta de la plena comunión. Al contrario, se trata de actuar – guiados por el Espíritu Santo – con vistas a una real reconciliación, confiando en la eficacia de la oración pronunciada por Jesús la vigilia de su pasión: «Padre, que sean uno como nosotros somos uno» (cfr. Jn 17,22). Cuánto más os unáis a Jesús, mayor será vuestra capacidad de unión; y en la medida en que realicéis gestos concretos de reconciliación, entraréis en la intimidad de su amor.

Jesús vive concretamente en vuestras parroquias, en las comunidades en las que vivís, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales a los que pertenecéis, así como en otras formas contemporáneas de agregación y de apostolado al servicio de la nueva evangelización. La riqueza de tanta variedad de carismas es un beneficio para toda la Iglesia e impulsa a cada creyente a poner las propias fuerzas al servicio del único Señor, fuente de salvación para toda la humanidad.

6. Jesús es «la Palabra del Padre» (cfr. Jn 1,1), donada a los hombres para desvelar el rostro de Dios y dar sentido y orientación a sus pasos inciertos. Dios, que «muchas veces y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el mundo» (Hb 1,1-2). Su Palabra no es imposición que desquicia las puertas de la conciencia; es voz persuasiva, don gratuito que, para llegar a ser salvífico en la vida concreta de cada uno, pide una actitud disponible y responsable, un corazón puro y una mente libre.

En vuestros grupos, queridos jóvenes, multiplicad las ocasiones de escucha y de estudio de la Palabra del Señor, sobre todo mediante la lectio divina: descubriréis en ella los secretos del Corazón de Dios y sacaréis fruto para el discernimiento de las situaciones y la transformación de la realidad. Guiados por la Sagrada Escritura, podréis reconocer en vuestras jornadas la presencia del Señor, y entonces el «desierto» podrá convertirse en «jardín», donde la criatura podrá hablar familiarmente con su Creador: «Cuando leo la Sagrada Escritura, Dios vuelve a pasear en el Paraíso terrenal» (S. Ambrosio, Epístola, 49,3).

7. Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía, en la cual se realiza de modo total su presencia real y su contemporaneidad con la historia de la humanidad. Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en camino hacia Emaús y, como ellos, decidle al Resucitado que se revela en el gesto de partir el pan: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc 24,29). Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, siempre permanezca con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza. Que nunca os falte, queridos jóvenes, el Pan Eucarístico en las mesas de vuestra existencia. ¡De este pan podréis sacar fuerza para dar testimonio de vuestra fe!

Alrededor de la mesa eucarística se realiza y se manifiesta la armoniosa unidad de la Iglesia, misterio de comunión misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos, sin exclusiones o diferencias de raza, lengua, edad, clase social o cultura. Queridos jóvenes, contribuid generosa y responsablemente a edificar continuamente la Iglesia como familia, lugar de diálogo y de recíproca acogida, espacio de paz, de misericordia y de perdón.

8. Queridos jóvenes, iluminados por la Palabra y fortificados con el pan de la Eucaristía, estáis llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas.

Pero ¿por qué se reconocerá que sois verdaderos discípulos de Cristo? Porque «os amaréis los unos a los otros» (Jn 13,35) siguiendo el ejemplo de su amor: un amor gratuito, infinitamente paciente, que no se niega a nadie (cfr. 1Cor 13,4-7). Será la fidelidad al mandamiento nuevo que certificará vuestra coherencia respecto al anuncio que proclamáis. Ésta es la gran «novedad» que puede asombrar al mundo desgraciadamente todavía herido y dividido por los violentos conflictos, a veces evidentes y claros, otras, sutiles y escondidos. En este mundo vosotros estáis llamados a vivir la fraternidad, no como una utopía, sino como posibilidad real; en esta sociedad estáis llamados a construir, como verdaderos misioneros de Cristo, la civilización del amor.

9. El 30 de septiembre de 1997 celebraremos el centenario de la muerte de Santa Teresa de Lisieux. Sin duda que en su patria su figura llamará la atención de los jóvenes peregrinos, porque Santa Teresa es una santa joven que hoy propone de nuevo este simple y sugerente anuncio, lleno de estupor y de gratitud: Dios es Amor; cada persona es amada por Dios, que espera que cada uno lo acoja y lo ame. Un mensaje que vosotros, jóvenes de hoy, estáis llamados a acoger y gritar a vuestros coetáneos: «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34).

De la juventud de Teresa del Niño Jesús brota su entusiasmo por el Señor, la gran sensibilidad con la que ha vivido el amor, la audacia no ilusoria de sus grandes proyectos. Con la atracción de su santidad, confirma que Dios también concede a los jóvenes, con abundancia, los tesoros de su sabiduría.

Recorred con ella el camino humilde y sencillo de la madurez cristiana, en la escuela del Evangelio. Permaneced con ella en el «corazón» de la Iglesia, viviendo radicalmente la opción por Cristo.

10. Queridos jóvenes, en la casa donde vive Jesús encontrad la presencia dulce de la Madre. En el seno de María el Verbo se hizo carne. Aceptando la misión que le fue asignada en el plan de salvación, la Virgen se ha convertido en modelo de todos los discípulos de Cristo.

A Ella encomiendo la preparación y la celebración de la XII Jornada Mundial de la Juventud, así como las esperanzas y deseos de los jóvenes que, en cada rincón del mundo, repiten con Ella: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (cfr. Lc 1,38) y van al encuentro de Jesús para habitar en su casa, preparados para anunciar después a sus coetáneos, como los Apóstoles: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41).

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno, al mismo tiempo que, acompañándoos con la oración, os bendigo.

Castel Gandolfo, 15 de agosto de 1996, fiesta de la Asunción de la Virgen María al cielo.

IOANNES PAULUS PP. II



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