DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE SACERDOTES ITALIANOS DE BOLONIA,
ACOMPAÑADOS POR SU ARZOBISPO, EL CARDENAL POMA
Jueves 19 de abril de 1979
Señor cardenal:
Alegran el encuentro de esta mañana estos sacerdotes jóvenes de su archidiócesis, a los que usted ha impuesto las manos en el curso del último decenio. Me parece leer en su rostro el legítimo orgullo de un padre que se ve rodeado por una numerosa y fuerte corona de hijos, con los que sabe que puede contar para hoy y para mañana. A usted, pues, señor cardenal, y a estos sacerdotes suyos, vaya mi saludo cordial con una franca y sincera bienvenida.
Para mí es siempre motivo de alegría muy especial el poder dialogar con los sacerdotes, porque me parece que puedo entrar inmediatamente en sintonía con ellos a causa de los ideales, esperanzas, experiencias alegres y tristes; en una palabra, a causa de la vocación que por providencial disposición divina nos une. En estos casos, siento espontáneamente el deseo de escuchar los problemas de cada uno, preguntar sobre las iniciativas apostólicas, las dificultades encontradas, los resultados obtenidos, los proyectos para el futuro. Querría poder conversar, en comunión fraterna de espíritu, sobre el misterio de la elección divina, sobre la grandeza de la misión a que hemos sido llamados, sobre las responsabilidades formidables de que somos portadores. Hablar de esto para reavivar en nosotros la conciencia del papel insustituible que el sacerdocio ministerial debe desarrollar en servicio del Pueblo de Dios.
He escrito algunos pensamientos sobre esta nuestra fundamental función eclesial en la Carta que he dirigido a todos los sacerdotes con ocasión de la reciente celebración litúrgica del Jueves Santo. Confío que la hayáis acogido, hijos queridísimos, con la misma apertura de corazón con que yo la he escrito; y deseo que se detenga en ella vuestra reflexión atenta, inteligente, disponible, de manera que sirva a todos de consuelo y estímulo para perseverar gozosamente en la donación de sí mismo a Cristo v a la Iglesia
Ahora sólo querría hacer notar cómo son dos las exigencias particulares que siente el clero, sobre todo el clero joven: la exigencia de autenticidad y la de cercanía al hombre de nuestro tiempo. Son dos exigencias dignas de toda consideración, porque expresan una voluntad sincera de coherencia con la propia misión.
Hojeando el texto de la mencionada Carta, os habréis dado cuenta que he indicado el criterio más válido de autenticidad sacerdotal en la semejanza con Cristo, "Buen Pastor" (cf. núm. 5); y el modo más eficaz de actualizar una presencia "significativa" entre los hombres de hoy, en el compromiso de ofrecer a los otros el testimonio de una personalidad sacerdotal que sea para todos "un claro y límpido signo a la vez que una indicación" (cf. núm. 7). En efecto, no es cediendo a las sugestiones de un fácil aseglaramiento expresado o en el abandono del traje eclesiástico o en la asimilación de costumbres mundanas o tomando un oficio profano; no es éste el camino para acercarse eficazmente al hombre de hoy. Esta asimilación quizá podría dar la impresión, a primera vista, de una facilidad de contacto; pero, ¿para qué valdría, si hubiese de ser "pagada" con la pérdida de la función específica evangelizadora y santificadora que hace del sacerdote la sal de la tierra y la luz del mundo? El peligro de que la sal se vuelva insípida o de que la luz sea sofocada, ya lo admitió claramente como hipótesis Jesús en el Evangelio (cf. Mt 5, 13-16). ¿Para qué serviría un sacerdote "asimilado" al mundo de tal forma que se convirtiera en elemento disfrazado del mismo y no ya en fermento transformador?
Estas son —estoy seguro de ello—también vuestras convicciones; y por eso el poder contemplar un grupo tan hermoso y prometedor de sacerdotes jóvenes. estrechados en torno a su obispo, me llena el alma de satisfacción. Así, pues, al reiteraros el agradecimiento por esta visita en la que adivino el testimonio de una voluntad intensa de comunión cada vez más estrecha con el Sucesor de Pedro, os aseguro gustosamente un recuerdo especial junto al altar del Señor, y en su nombre os doy a todos mi paterna bendición apostólica, extensiva a vuestras familias y a las almas confiadas a vuestro generoso ministerio.
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