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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
AL PONTIFICIO COLEGIO MEXICANO DE ROMA

Jueves 13 de diciembre de 1979

 

Señores cardenales,
amadísimos hermanos en el Episcopado,
superiores y alumnos:

Permitidme que ante todo exprese mi más sincero aprecio y agradecimiento a los Señores Cardenales Miguel Darío Miranda y Ernesto Corripio Ahumada, así como a los hermanos obispos aquí presentes, por el especial rasgo de delicadeza que han querido tener al venir expresamente desde México para asistir a este encuentro.

Siento particular alegría al tener hoy la oportunidad de entretenerme, aunque sea durante breve tiempo, con la nutrida comunidad del Pontificio Colegio Mexicano de Roma, en el que veo como una prolongación espiritual de aquellas tierras, lejanas geográficamente, pero a mí siempre tan cercanas, y que tuve el placer de visitar en mi primer viaje apostólico fuera de Italia.

He querido venir a este Colegio precisamente para recordar aquella visita que, hace ya casi un año, hice a la querida Nación mexicana. Fueron días imborrables, durante los cuales el pueblo mexicano, reunido en grandes multitudes, dio una prueba tan elocuente de cordial y afectuosa cercanía al Vicario de Cristo, de gozo por la primera visita de un Papa, de comunión en torno a los valores religiosos y espirituales que su presencia significaba.

Todas aquellas manifestaciones de afecto y tantas otras posteriores, que se han repetido a lo largo del año, han renovado en mi ánimo sentimientos de vivo aprecio y gratitud. Son sentimientos que muy gustoso hago patentes en este lugar tan significativo de la presencia cualificada de la Iglesia de México en Roma.

En esta ciudad, sede del Papa y centro de la catolicidad, os encontráis vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, para completar vuestra formación eclesial y poneros luego al servicio de vuestros hermanos, con una más rica experiencia y preparación científica.

Quiero alentaros a aprovechar bien el tiempo que ahora se os concede, para responder a la confianza de vuestros respectivos Ordinarios que os han enviado aquí, para consolidaros en esa permanente docilidad a las enseñanzas del Magisterio que en este ambiente resuena con particular intensidad, para adecuaros cada vez más a esa figura de sacerdote que sabe inserirse en el mundo de hoy, plenamente consciente de las exigencias del momento actual y con una verdadera robustez interior que orienta y determina todas las actuaciones del propio servicio eclesial.

A este propósito, deseo repetiros lo que dije a vuestros hermanos sacerdotes en la basílica de Guadalupe: “Este servicio alto y exigente no podrá ser prestado sin una clara y arraigada convicción acerca de vuestra identidad como sacerdotes de Cristo, depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumentos de salvación para los hombres, testigos de un reino que se inicia en este mundo, pero que se completa en el más allá” (Discurso a los sacerdotes, 3; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de febrero de 1979, pág. 4).

Con esa percepción inequívoca acerca de vosotros mismos y de vuestra misión, alimentad en la oración y en la práctica de los Sacramentos la visión de fe que ha de renovaros incesantemente en la generosa entrega por la Iglesia y por el hombre hermano.

No podemos tampoco olvidar que este nuestro encuentro tiene lugar en la proximidad inmediata de la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, a la que cada mexicano profesa una ardiente devoción. Sea, pues, Ella la que os guíe y enseñe el camino de la alegre y pronta donación por la Iglesia y por los demás.

A Ella, ante cuya imagen tuve la dicha de orar en la nueva basílica, en ese “santuario del pueblo de México”, os encomiendo en una repetida plegaria, para que sepáis conformaros siempre a la imagen de Cristo sacerdote.

Con estos votos y esperanza, imparto con gran afecto a vosotros a vuestros Superiores, a las Religiosas que se prodigan por vosotros y a todos los miembros de la comunidad mexicana de Roma una especial Bendición.

 



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