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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA IGLESIA DE ROMA CON MOTIVO DE LA CUARESMA

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. La Iglesia comienza la Cuaresma. Como todos los años, entramos en este período comenzando por el miércoles de ceniza, para prepararnos durante 40 días al triduo sagrado de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. La Cuaresma se relaciona también con aquel ayuno de 40 días que constituyó en la vida terrestre de Cristo la introducción a la revelación de su misión de Mesías y Redentor. La Iglesia durante la Cuaresma desea animarse a sí misma acogiendo con interés especial la misión de su Señor y Maestro en todo su valor salvífico. Por eso escucha con la máxima atención las palabras de Cristo, que anuncia inmutablemente el Reino de Dios, independientemente del desarrollo de las vicisitudes temporales en los diversos campos de la vida humana. Y su última palabra es la cruz sobre el monte Calvario: esto es, el sacrificio ofrecido por su amor para reconciliar al hombre con Dios. .

En el tiempo de Cuaresma todos debemos mirar a la cruz con especial atención para comprender de nuevo su elocuencia. No podemos ver en ella solamente un recuerdo de los acontecimientos ocurridos hace casi dos mil años. Debemos comprender la enseñanza de la cruz tal como habla a nuestro tiempo, al hombre de hoy: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13, 8).

En la cruz de Jesucristo se expresa una viva llamada a la metánoia, a la conversión: «Arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Y debemos aceptar esta llamada como dirigida a cada uno de nosotros y a todos, de manera particular con ocasión del período de la Cuaresma. Vivir la Cuaresma significa convertirse a Dios mediante Jesucristo.

2. El mismo Cristo nos indica en el Evangelio el rico programa de la conversión. Cristo —y después de El la Iglesia— nos propone también, en el tiempo de la Cuaresma, los medios que sirven para esta conversión. Se trata, ante todo, de la oración; después de la limosna y del ayuno. Es preciso aceptar estos medios e introducirlos en la vida en proporción a las necesidades y a las posibilidades del hombre y del cristiano de nuestro tiempo. La oración es siempre la condición primera y fundamental del acercamiento a Dios. Durante la Cuaresma debemos orar, debemos esforzarnos por orar más; buscar el tiempo y lugar para orar. Ella es, en primer lugar. la que nos hace salir de la indiferencia y nos vuelve sensibles a las cosas de Dios y del alma. La oración educa también nuestras conciencias, y la Cuaresma es un tiempo particularmente adecuado para despertar y educar la conciencia. La Iglesia nos recuerda precisamente en este período la necesidad inderogable de la confesión sacramental, para que todos podamos vivir la resurrección de Cristo no sólo en la liturgia, sino también en nuestra propia alma.

La limosna y el ayuno, como medios de conversión y de penitencia cristiana, están estrechamente ligados entre sí. El ayuno significa un dominio sobre nosotros mismos; significa ser exigentes en las relaciones con nosotros mismos; .estar prontos a renunciar a las cosas —y no sólo a los manjares—, sino también a goces y placeres diversos. Y la limosna —en la acepción más amplia y esencial— significa la prontitud a compartir con los otros alegrías y tristezas, a dar al prójimo, en particular al necesitado; a repartir no sólo los bienes materiales, sino también los dones del espíritu. Y precisamente por este motivo debemos abrirnos a los demás, sentir sus diversas necesidades, sufrimientos, infortunios, y buscar —no sólo en nuestros recursos, sino sobre todo en nuestros corazones, en nuestro modo de comportarnos y de actuar— los medios para adelantarnos a sus necesidades o llevar alivio a sus sufrimientos y desventuras.

Así, pues, el dirigirse a Dios mediante la oración va unido con el dirigirse al hombre. Siendo exigentes con nosotros mismos y generosos con los otros, manifestamos nuestra conversión de modo concreto y al mismo tiempo social. A través de una plena solidaridad con los hombres, con los que sufren y especialmente con los necesitados, nos unimos con Cristo paciente y crucificado.

3. Entramos, pues, en el tiempo cuaresmal en conformidad con la tradición secular de la Iglesia. Entramos en este período en conformidad con la tradición particular de la Iglesia de Roma. Nos contemplan las generaciones de los discípulos y confesores de Cristo que le dieron aquí testimonio singular de fidelidad, no escatimando ni su propia sangre. Nos los recuerdan sus catacumbas y los más antiguos santuarios de Roma. Los recuerda toda la historia de la Ciudad Eterna.

Entramos en este período, comenzando por el miércoles de ceniza, día en que la Iglesia pone sobre nuestra cabeza la ceniza, en señal de la caducidad de nuestro cuerpo y de nuestra existencia temporal, advirtiéndonos en la liturgia: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás».

Aceptemos con humildad este signo penitencial, para que pueda renovarse, con mucha más fuerza, en el corazón y en la conciencia de cada uno de nosotros el misterio de Cristo crucificado y resucitado, de modo que también nosotros podamos «vivir una vida nueva» (Rom 6, 4).

El Vaticano, 28 de febrero de 1979.

 



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