VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A SU LLEGADA AL AEROPUERTO LEONARDO DA VINCI
DE FIUMICINO
Lunes 8 de octubre de 1979
En el momento en que después de las emociones imborrables de más de una semana de celebraciones litúrgicas, encuentros y coloquios, piso de nuevo el suelo de la querida Italia, surge de mi espíritu un sentimiento de profunda gratitud gozosa y conmovida hacia el Señor, que me ha concedido en su bondad providente una vez más encontrarme personalmente con tantos hermanos e hijos y con hombres tan representativos y autorizados, hombres de buena voluntad.
Los breves días de mi permanencia en Irlanda me han permitido conocer de cerca esa nación, admirar sus antiguas tradiciones de fe, los testimonios de adhesión a la Sede Apostólica y captar sus preciosos valores morales. Estoy contento de haber aceptado la invitación de los obispos irlandeses para celebrar con todos aquellos fieles el primer centenario de la aparición mariana de Knock, para rendir así un tributo de gratitud filial a María, que en cada país ofrece signos evidentes y tangibles de su patrocinio materno, de su amorosa asistencia, que hemos invocado sobre todo por la paz y reconciliación en esa querida isla.
Mi encuentro después con la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde hay representantes y, por decirlo así, están reunidos los pueblos del mundo, se inserta en la continuidad ideal del que realizó, ahora hace 14 años, en el ámbito y signo de una misión perseverante de paz, mi inolvidable predecesor Pablo VI. También yo he querido, secundando con gusto la invitación del Secretario General de esa Organización, dar a las naciones la certeza de que la Iglesia está cerca de los que trabajan por la paz, que quiere inspirar y sostener sus esfuerzos, con el único deseo de prestar un servicio a la humanidad. Efectivamente, la Iglesia quiere esa paz que resulta de la noción veraz del hombre, del respeto a sus derechos y de la asunción de sus deberes, que se basa, en definitiva, sobre la justicia; la Iglesia nunca cesará de invitar a pensar en los destinos futuros de la convivencia humana y del mundo con una mentalidad siempre renovada y convertida.
Finalmente, secundando el deseo del Presidente de los Estados Unidos de América y de los dignísimos miembros del Episcopado, he permanecido algunos días en el territorio de su gran país, al que compete ciertamente una tarea eminente y una grave responsabilidad —precisamente a causa del alto nivel de bienestar y de progreso técnico-social alcanzado— en orden a la construcción de un mundo justo y digno del hombre. Se ha tratado ante todo de un contacto eclesial con los fieles, con los Pastores, para reanimar sus espíritus y acrecentar su valentía para pensar y vivir "según Dios y no según los hombres" (Mc 8, 33).
La acogida devota y exultante de los fieles y de todo el pueblo de los Estados Unidos ha dejado en mi ánimo el deseo de un contacto cada vez más directo y familiar con esos queridísimos hijos.
Al término de estas breves alusiones, expreso mi viva y agradecida complacencia, ante todo al Señor Presidente del Consejo, por las nobles y fervientes palabras con que ha querido ofrecerme la bienvenida a la tierra de Italia. También dirijo, con profundo respeto, mi justo agradecimiento a los eminentísimos cardenales, a las ilustres personalidades del Estado y del Gobierno italiano, a los distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático con su dignísimo Decano a la cabeza, a las personalidades de la Curia Romana y, finalmente, a cuantos han querido reservarme esta acogida jubilosa para hacerme más agradable la hora del regreso con su amable presencia.
Siento, por fin, el grato deber de manifestar mi satisfacción agradecida a los dirigentes de las Compañías Aéreas, a los pilotos y tripulaciones de los aviones, y a todos los que han cooperado, con dedicación generosa, al éxito total de este viaje mío.
Mientras presento una vez más a Cristo Señor, Príncipe de la Paz, las aspiraciones y los propósitos de convivencia serena, de colaboración fraterna y de solidaridad humana y cristiana de los pueblos de la tierra, invoco con mi bendición apostólica las efusiones divinas de gracia y misericordia sobre los que estáis aquí presentes y sobre los queridísimos hijos de la Urbe y de toda la humanidad.
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