ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES Y A LAS RELIGIOSAS
Basílica de San Bernardino (L'Aquila)
Sábado 30 de agosto de 1980
Queridísimos hermanos e hijos:
Al llegar al momento culminante de mi peregrinación y después de haber elevado fervientes plegarias por las intenciones más urgentes de la cristiandad en la hora presente, me complace pasar unos momentos con vosotros, queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y dirigentes de las Asociaciones católicas de las iglesias de Abruzo y Molisa, aquí, ante la urna de San Bernardino con sus restos incorruptos y venerados, en esta espléndida basílica que la piedad y el amor del pueblo de Aquila erigieron en su honor a los 30 años solamente de su feliz tránsito.
Antes de dirigiros mi saludo, quiero confiaros la emoción espiritual que me invade el corazón al pensar que la construcción de este templo, signo de devoción ininterrumpida al santo religioso, fue iniciada e impulsada por otro santo, Juan de Capistrano, gran apóstol y defensor de Europa, muy venerado en Polonia por su actividad pastoral profunda y reformadora. Pues, como ya sabéis, desde Cracovia hizo un llamamiento apremiante a los ciudadanos de Aquila para que erigieran un monumento digno a su hermano y maestro, elevado al honor de los altares por el Papa Nicolás V en 1450, a los seis años de la muerte. San Bernardino y San Juan de Capistrano están íntimamente unidos entre sí en la veneración y fe de los polacos.
Y ahora expreso mi agradecimiento y complacencia al reverendísimo p. John Vaughn, ministro general de la Orden de Frailes Menores, que me ha acogido en el umbral de esta basílica en nombre de las cuatro grandes familias franciscanas, con palabras de ferviente bienvenida; al mismo tiempo y con igual afecto y satisfacción sincera, expreso mi gratitud a mons. Vincenzo Fagiolo, arzobispo de Chieti y Presidente de la Conferencia Episcopal de Abruzo y Molisa, que con palabras cordiales y animadas de fe profunda ha querido presentar la adhesión y comunión espiritual de vuestros corazones y de vuestras preocupaciones y propósitos con los del humilde Vicario de Cristo.
Gracias, sacerdotes y religiosos, por vuestro trabajo, afanes y servicio, que mantienen la acción pastoral de evangelización y testimonio indispensables al crecimiento de la Iglesia de Cristo. Desempeñáis vuestra misión con dedicación intensa y ejemplar, conscientes de estar al servicio de una causa sublime para la qué Cristo Señor elige incesantemente continuadores suyos. Mantened viva la conciencia de la grandeza de la misión recibida y de la necesidad de responder a ella constantemente. Es un servicio elevado y entusiasmante que exige honda convicción sobre la propia identidad sacerdotal, es decir, de hombres depositarios y administradores de los misterios de Dios, instrumentos insustituibles de perdón y gracia, ministros de un Reino eterno que brindan la palabra, la mano y el corazón a Jesús Redentor del hombre.
Al abrazar con igual afecto y participación personal a cada uno deseándoos madurez espiritual cada vez más rica con entrega alegre y bondad, consentidme que dirija un saludo particular de felicitación a tres familias religiosas femeninas notoriamente beneméritas de esta ciudad. Pues han sido fundadas para responder a exigencias y necesidades determinadas y, además, reciben motivación y orientación de los ideales franciscanos del caudal reformador bernardiniano, que ha ofrecido siempre a Aquila aguas puras y refrescantes de ejemplaridad evangélica y recuperación espiritual. Por ello y con especial sentimiento de cordialidad, dedico un saludo a las religiosas Misioneras Franciscanas del Niño Jesús, que celebran este año el primer centenario de fundación, a las religiosas Misioneras Catequistas de la Doctrina Cristiana y a las religiosas Celadoras del Sagrado Corazón. No puedo tampoco dejar de mencionar con afecto a las Clarisas, presentes aquí en gran parte, del monasterio del Santísimo Sacramento, erigido en Aquila por el mismo San Juan de Capistrano.
Ahora invito a todos a dirigir la atención y admiración a la figura sacerdotal y apostólica del gran "decidor" del Renacimiento, fascinante —según opinión asimismo de los expertos— por su idioma italiano inimitable y lleno de color, que llevó a la conversión y a las bienaventuranzas evangélicas a tantas muchedumbres de fieles, a la vez que poma la paz en familias y ciudades en nombre de Jesús Salvador: en él encontramos motivos de consuelo y aliento para nuestra misión particular de consagrados, evangelizadores y testigos cualificados; a él dirigimos los latidos de nuestro corazón de hijos convencidos y gozosos de la Iglesia.
Por inescrutable designio de la Providencia, San Bernardino terminó su activa jornada terrena entre las murallas de esta ciudad, la víspera serena de la Ascensión del Señor de 1444, mientras sus hermanos cantaban a coro la antífona "Pater manifestavi nomen tuum hominibus quos dedisti mihi" (Jn 17, 6), como para sellar con lema expresivo una vida enteramente gastada en el anuncio de la salvación. Esta frase evangélica que el Santo acostumbraba repetir cada día y que ha sido acertadamente recogida por la iconografía insertándola en la aureola que le rodea la cabeza, asume valor emblemático y encierra en sí todo el significado de la acción apostólica del gran predicador.
El, que quería hablar con claridad suma y con valentía en toda circunstancia (cf. San Bernardino da Siena: Prediche, libr. ed. Fior., 1964, pág. 219), nos da ejemplo de fidelidad a la verdad y adhesión a la Palabra revelada, actitud que debe resplandecer de manera prioritaria en todo el que quiera desempeñar la tarea eclesial de transmitir —también en el silencio del claustro y en el ejercicio diario de la consagración escondida— el designio amoroso de Dios respecto del hombre.
Mucho gustaba al Santo la frase del Salmo "Declartaio sermonum tuorum illuminat et intellectum dat parvulis" (Sal 119 [118], 130), y señalaba como deber ineludible la obligación de hablar abiertamente "para que quien escuche se vaya contento e iluminado, y no confuso" (op. cit., pág. 45). Un tal amor a la la verdad y claridad en la exposición debe sostener nuestro servicio catequético y evangelizador, para no desviarnos por senderos de interpretaciones humanas y concesiones acomodaticias al espíritu del mundo, que nos alejan así de la fe, única que asegura la victoria (cf. 1 Jn 5. 4).
Claro está que la verdad debe garantizarse y acreditarse con el testimonio de la vida. "Es necesario —afirmaba el Santo— que vayas en pos de Cristo tú que quieres ser predicador" (op. cit., pág. 46). Tal ejemplaridad de comportamiento exigida al "decidor" de la palabra revelada, no puede separarse de la adhesión humilde y sincera al Magisterio eclesiástico que obliga "a abandonar la herejía y sostener lo que sostiene la Iglesia y los Santos Doctores, y no oponerse jamás a aquello que ha sido establecido" (op. cit., pág. 47). Sin obediencia de corazón a quien —a pesar de estar cubierto de debilidad y fragilidades— ha recibido el mandato de garantizar la pureza de la doctrina, no puede haber ejercicio auténtico del ministerio de la Palabra en el seno de la Iglesia. Hoy en día es urgente la exigencia de tal obediencia confiada, que no tiene su justificación en una adhesión a la voluntad de los hombres, sino sólo en la entrega confiada al Señor y a su acción en la Iglesia.
Nuestra obra de evangelizadores, en fin, la debe dictar y sostener el amor a Cristo Señor y a las almas. No es posible empeñarse a fondo en esta tarea sublime, sin la fuerza que nace del amor generoso, espiritual, totalitario que resplandezca ante el mundo como luz vivísima. En este sentido, San Bernardino es de una actualidad grande y vigente, tanto por su ejemplo como por su límpida enseñanza.
Queridos hermanos: Confiemos totalmente nuestro servicio, que tiene el objetivo supremo de convencer a los hombres del amor del Padre celestial, a la Madre de Dios y Madre nuestra, tan amada y celebrada por nuestro santo, que .tiene para Ella expresiones de ternura singular y la exalta de modo admirable en su misión de dispensadora de la gracia.
Con esta perspectiva de esperanza., y confianza invoco sobre vosotros la. plenitud de dones celestes e imparto de corazón a vosotros y a cuantos amáis, mi bendición afectuosa.
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Seguidamente rezó la plegaria siguiente:
Oh Dios que nos has dado en San Bernardino de Siena un modelo de predicador de tu Palabra: Concede que en todos los lugares a donde va a volver renazca, con su presencia, la vida cristiana, se aplaquen las violencias y sea acogido el «Evangelio de la paz» Te lo pedimos en el Nombre Santísimo de Jesús, Redentor del hombre, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Y al final y añadió:
Imparto esta bendición a todas vuestras comunidades, a las familias religiosas femeninas y a los varios grupos de apostolado seglar. Si bien es verdad que he hablado de la misión del predicador, todos sabemos que se trata de una misión universal compartida por todo el Pueblo de Dios, sacerdotes, religiosos, religiosas y también seglares. Que esta bendición dé fruto en la misión de toda la Iglesia de Abruzo, de toda la Iglesia italiana en sus distintas dimensiones de actuación sacerdotal, ministerio sacerdotal, profesión religiosa y apostolado de los religiosos, y sobre todo de las familias franciscanas, y también en la misión apostólica tan fundamental e indispensable de los laicos. Con estos deseos invito a mis hermanos en el Episcopado a impartir la bendición apostólica, pidiendo la intercesión de nuestro Santo, cuya memoria celebramos hoy a los seis siglos de su nacimiento.
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