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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO


Sábado 16 de febrero de 1980

 

Queridos seminaristas:

1. En este día, dedicado a la fiesta de la Virgen de la Confianza, no podía faltar, después de la visita a la Pontificia Universidad Lateranense, un encuentro con vosotros, a quienes siento más particularmente cercanos a mi corazón y que representáis la esperanza de esta Iglesia de Roma.

Nos encontramos aquí en el corazón de la diócesis: junto a la Cátedra Episcopal, florece y trabaja un benemérito Instituto de ciencias sagradas, que se propone presentar y profundizar el Magisterio vivo del Romano Pontífice y de todo el Episcopado católico; e igualmente, a pocos pasos de la Basílica Lateranense, surge también el edificio que acoge a los futuros sacerdotes, a los futuros colaboradores del obispo. El seminario, pues, constituye la parte más delicada y sensible de este corazón. Efectivamente, sus muros albergan a los jóvenes que, queriendo dar a su vida una expresión generosa y comprometida, se proponen seguir más de cerca a Jesús Señor por los caminos del mundo, para ser dispensadores de los misterios divinos (cf. 7 Cor 4, 1).

Por esto, me siento feliz de estar en medio de vosotros, para efundir con vosotros hacia el Señor, más que las palabras la lozana vivacidad de los sentimientos y pensamientos, orientados hacia las necesidades de esta querida diócesis romana y de las demás diócesis a las que pertenecéis.

Juntamente con el cardenal Vicario, que me ayuda a llevar las responsabilidades pastorales de la comunidad eclesial, dirijo, un saludo agradecido ante todo al rector, a sus colaboradores y a todos vosotros, por la amable invitación; un saludo lleno de esperanza en vuestro futuro, y acompañado también de la exhortación a escuchar fiel y gozosamente al que os ha llamado con eficaz e irresistible acento: “Ven y sígueme” (cf. Mt 19, 21).

También dirijo un pensamiento especial a vosotros, jóvenes, que os reunís aquí frecuentemente para participar en encuentros de oración y reflexión, que puedan iluminar el altísimo ideal de daros totalmente al amor de Cristo (cf. Rom 10, 15) en la vida sacerdotal.

2. Detengámonos ahora en el pasaje de Isaías que se nos ha propuesto en la celebración de estas Vísperas solemnes, para sacar de él algunas consideraciones útiles.

Al comienzo del capítulo, el Profeta, con palabras que evocan una investidura sacerdotal, anuncia haber recibido un mensaje de consuelo para Israel (cf. Is 61, 1 ss.). Con Israel, convertido ya en un pueblo de sacerdotes, Dios hará una alianza eterna (cf. ib., 6-8), simbolizando así la realidad de la Iglesia, Pueblo de los redimidos. Frente a esta perspectiva mesiánica, irrumpe del corazón del Profeta un canto de alegría agradecida: “Yo me gozaré en Yavé, y mi alma saltará de júbilo en mi Dios” (Is 61, 10).

El gozo del alma en Dios, manifestado con estas palabras de Isaías, dirige inmediatamente nuestros pensamientos a María, que ha expresado particularmente su alegría en el canto del Magnificat. El gozo de María fue el gozo de la gracia, del don recibido, esto es, la vocación de ser llamada por Dios a una misión que representa ciertamente la cumbre de la dignidad y de la aspiración de la mujer. Por medio de ella debía realizarse el grande, insondable misterio, que el pueblo de Israel, interpretando el deseo y la espera de toda la humanidad, guardaba en su más profunda y viva tradición religiosa: la presencia del “Emmanuel”, es decir, de Dios con nosotros.

El gozo de María fue, pues, el gozo por la confianza que le demostraba Dios, al confiársele a sí mismo en la persona del Hijo Unigénito. Al llevar en su seno al Verbo Encarnado, y al darlo al mundo, Ella se convirtió en la depositaria singular de la confianza de Dios hacia el hombre, por lo que justamente María es honrada como la Madre de la Divina Confianza.

El gozo que María expresa y canta en el Magnificat ha sido el más grande que ha invadido y transformado el corazón humano; una alegría unida a la gratitud más viva y a la humildad más profunda. La humildad prepara y hace posible el don de Dios, la gratitud lo guarda, lo interioriza y le hace espacio. El don que Dios ofrece es siempre el de la salvación del hombre, hecho justo y partícipe de la santidad de Dios, a través de unas relaciones restablecidas de comunión amorosa, de filiación adoptiva, de participación en la naturaleza divina. Efectivamente, Isaías afirma con imagen expresiva: “Mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salud y me envolvió en manto de justicia” (Is 61, 10); en el Magnificat María canta el gozo de su maternidad divina, que es la salvación para todos: “Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen” (Lc 1, 47-50).

3. A todos vosotros, aquí reunidos, quiero desearos el mismo gozo que anunció Isaías y que vivió intensamente María: el goza del don salvífico de Dios que pasa a través de vuestra vocación personal, expresión irrepetible de su confianza paterna en vosotros. A vosotros que ya sois conscientes y estáis seguros de vuestra llamada, y del consiguiente compromiso responsable, deseo la alegría de una feliz posesión del don divino y de una suave experiencia de él; mientras, a cuantos, ya en el seminario, o fuera de él, están en búsqueda confiada del propio camino, les deseo la alegría de que escuchen serenamente la voz de Dios, y de que exploren el camino, realizado con la certeza de que el Señor colma de bienes a los hambrientos y socorre a sus siervos, por su propia misericordia (cf. Lc 1, 53-54).

Para dejaros poseer por esta alegría del Señor, de la que ha escrito San Pablo en las Cartas a los Romanos (15, 13) y a los Filipenses (4, 4), es necesario ser fieles y respetuosos a la gracia que Dios nos comunica, tomando conciencia cada vez más profundamente del don recibido y haciéndonos conscientes, al mismo tiempo, de nuestra indignidad: “Soy un hombre de labios impuros” (Is 6, 1); “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8).

En cuanto al sacerdocio, tanto nosotros que ya lo hemos recibido, como también vosotros que estáis en camino hacia él, ¿no podemos pensar, en conformidad con el ejemplo de María, que Dios nos ha concedido la confianza de un modo totalmente particular, y que también Cristo se confía a nosotros? Precisamente a través del sacerdocio, El nos ha revestido de una especialísima vestidura de salvación.

Queridos seminaristas y queridos jóvenes, para responder a esta confianza divina, esto es, a la gracia de la vocación, es necesario sobre todo confiar; la gracia del Señor es mayor que nuestra debilidad, es mayor que nuestra indignidad, precisamente como se expresa San Juan: “Nuestros corazones descansarán tranquilos en El, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios” (1 Jo 3, 19-20). Debemos confiar invenciblemente, de tal modo que merezcamos siempre la confianza del Señor; y María que es Madre de la confianza de Dios parac on nosotros, se convertirá así, al mismo tiempo, en Madre de nuestra confianza en El.

La piadosa invocación “Mater mea, fiducia mea”, tan querida a cuantos se han formado en este seminario, encierra en sí el más profundo y pleno sentido de nuestra relación con María, que es alabada y venerada precisamente mediante este aspecto de confianza, de estima y de esperanza. Efectivamente, “el eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo... se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia” (Redemptor hominis, 22).

4. Al terminar así nuestras reflexiones, me es grato sintetizar esta mi última exhortación en una expresión entrañable a la tradición mariana de vuestro seminario: “Aucti fiducia tui, fac ut spem Ecclesiae cumulemus”. Sostenidos y fortificados por tu confianza en nosotros y por nuestra confianza en ti, haz, oh María, que colmemos la esperanza de la Iglesia. Sí, queridos jóvenes, los caminos de la Iglesia son los de María; y una confianza cada vez más profunda en Ella, Madre de cada uno de los sacerdotes, os ayude a recorrer con gran fruto el camino de vuestra vocación, con verdadero consuelo de toda la Iglesia.

Con estos deseos y con gran afecta os imparto mi especial bendición apostólica.

 



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