ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS HOMBRES DE CULTURA
Río de Janeiro
Martes 1 de julio de 1980
Antes de pronunciar el discurso escrito dijo:
Señoras y señores: En el vasto campo de encuentro entre la Iglesia y el mundo de la cultura muchos temas podrían prestarse al diálogo esta noche. Hemos de limitarnos necesariamente, y claro está que debemos circunscribirnos a los que se presentan como de mayor interés para el querido Brasil que estoy visitando y vosotros representáis, y para la Iglesia que yo represento en mi calidad de Sucesor de Pedro y Obispo de Roma. No obstante su carácter universal y en cierto modo trascendente, la cultura humana tiene también necesariamente un aspecto histórico y social. Por tanto, lo que ahora os diré quiere ser sobre todo una base de diálogo, y por ello me limito a consideraciones de orden general. También me gustaría que nuestro diálogo sé concretara y adaptara al momento actual de la cultura de vuestro país. Brasil se precia de contar en su pasado con personas de gran importancia y talla culturalmente hablando; por citar unos nombres me limito a Machado de Assis, Ruy Barbosa, Carlos Chagas padre, Osvaldo Cruz, González Dias, Jackson de Figueiredo, etc. El diálogo, cuando lo es realmente, enriquece mutuamente a quienes toman parte en él. En el caso del diálogo entre la Iglesia y la cultura, esto se puso en evidencia durante el último Concilio Ecuménico, sobre todo en la Constitución Gaudium et spes y en los Decretos sobre la actividad misionera de la Iglesia y la libertad religiosa".
Seguidamente pronunció el discurso escrito.
1. Me alegra poder encontrarme con vosotros, eminentes personalidades de la cultura de la nación brasileña. Deseo saludaros a cada uno cordialmente, manifestaros mi sincero aprecio y mi profundo respeto. Bien sabéis cuánto y por qué razones la Iglesia estima y promueve, en lo que es de su competencia, toda forma auténtica de cultura y cómo trata de mantener comunión y diálogo con ella.
El lugar del encuentro entre la Iglesia y la cultura es el mundo y, en él, el hombre, que es un "ser en el mundo", sujeto de desarrollo, para la una y para la otra, mediante la Palabra y la gracia de Dios por parte de la Iglesia y mediante el propio hombre, con todos sus recursos espirituales y materiales, por parte de la cultura.
La verdadera cultura es la humanización, mientras que la no-cultura y las falsas culturas son deshumanizadoras. Por eso mismo, en la elección de la cultura el hombre compromete su destino.
La humanización, es decir, el desarrollo del hombre, se efectúa en todos los campos de la realidad en la que el hombre está situado, y se sitúa: en su espiritualidad y corporeidad, en el universo, en la sociedad humana y divina. Se trata de un desarrollo armónico, en el cual todos los sectores de los que forma parte el ser hombre, se enlazan unos con otros: la cultura no se refiere ni únicamente al espíritu ni únicamente al cuerpo, y tampoco únicamente a la individualidad, ni a la sociabilidad o universalidad. La reducción ad unum da lugar siempre a culturas deshumanizadoras, en las cuales el hombre es espiritualizado o es materializado, es disociado o es despersonalizado. La cultura debe cultivar al hombre y a cada hombre en la extensión de un humanismo integral y pleno en el cual todo el hombre y todos los hombres son promovidos en la plenitud de cada dimensión humana. La cultura tiene como fin esencial promover el ser del hombre y proporcionarle los bienes necesarios para el desarrollo de su ser individual y social.
2. Todas las diversas formas de promoción cultural, radican en la cultura animi, según la expresión de Cicerón: la cultura de pensar y de amar, por la cual el hombre se eleva a su suprema dignidad, que es la del pensamiento, y se exterioriza en su más sublime donación, que es la del amor.
La auténtica cultura animi es cultura de libertad, que emana de las profundidades del espíritu, de la claridad del pensamiento y del generoso desinterés del amor. Fuera de la libertad no puede haber cultura. La verdadera cultura de un pueblo, su plena humanización, no se pueden desarrollar en un régimen de coerción: "La cultura —dice la Constitución conciliar Gaudium et spes, 59— por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios".
La cultura no debe sufrir ninguna coerción por parte del poder, sea político o económico, sino ser ayudada por el uno y por el otro en todas las formas de iniciativa pública y privada conformes con el verdadero humanismo, con la tradición y con el espíritu auténtico de cada pueblo.
La cultura que nace libre debe además difundirse en un régimen de libertad. El hombre culto tiene el deber de proponer su cultura, pero no puede imponerla. La imposición contradice a la cultura, porque contradice a ese proceso de libre asimilación personal por parte del pensamiento y del amor que es peculiar de la cultura del espíritu. Una cultura impuesta no solamente contrasta con la libertad del hombre, sino que obstaculiza el proceso formativo de la propia cultura, la cual, en su complejidad, desde la ciencia hasta la forma de vestirse, nace de la colaboración de todos los hombres.
La Iglesia reivindica en favor de la cultura, por ello en favor del hombre, tanto en el proceso de desarrollo cultural, como en el hecho de su propagación, una libertad análoga a la que en la Declaración conciliar Dignitatis humanae reclama para la libertad religiosa, fundada esencialmente sobre la dignidad de la persona humana, y conocida tanto por medio de la Palabra de Dios como a través de la razón (cf. núm. 2).
Al mismo tiempo que respeta la libertad, la cultura debe promoverla; esto es, debe tratar de equipararla con las virtudes y hábitos que contribuyen a formar lo que San Agustín llamaba la libertas maior; es decir, la libertad en su pleno desarrollo, la libertad en un estado moralmente adulto, capaz de opciones autónomas frente a las tentaciones procedentes de cualquier forma de amor desordenado de sí mismo. La cultura plena comprende la formación moral, la educación para las virtudes de la vida individual, social y religiosa. "No hay duda —decía en mi reciente discurso a la UNESCO— de que el hecho cultural primero y fundamental es el hombre espiritualmente maduro, es decir, el hombre plenamente educado, el hombre capaz de educarse por sí mismo y de educar a los otros. No hay duda tampoco de que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral" (núm. 12, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 15 junio de 1980, pág. 12). ...
3. La cultura, cultivo del hombre en todas sus facultades y expresiones, no es solamente promoción del pensamiento o de la acción, sino es también formación de la conciencia. A causa de la educación imperfecta o nula de la conciencia, el puro conocimiento puede dar origen a un humanismo orgulloso puramente terrestre; la acción y el placer pueden originar seudoculturas de una productividad incontrolada, en beneficio del poderío nacional o del consumismo privado, que tienen como consecuencia funestos peligros de guerra y gravísimas crisis económicas.
La promoción del conocimiento es indispensable, pero es insuficiente cuando no va acompañada por la cultura moral.
La cultura animi debe promover juntamente la instrucción y la educación, debe instruir al hombre en el conocimiento de la realidad, pero al mismo tiempo educarlo para ser hombre en la totalidad de su ser y de sus relaciones; Ahora bien, el hombre no puede ser plenamente lo que es, no puede realizar totalmente su humanidad, si no vive la transcendencia de su propio ser sobre el mundo y su relación con Dios. A la elevación del hombre contribuye no solamente la promoción de su humanidad sino también la apertura de su humanidad a Dios. Hacer cultura es dar al hombre, a cada hombre y a la comunidad de los hombres, dimensión humana y divina, es ofrecer y comunicar al hombre esa humanidad y esa divinidad que manan del Hombre perfecto, del Redentor del hombre, Jesucristo.
En la obra de la cultura Dios hizo alianza con el hombre, se hizo él mismo operador cultural para el desarrollo del hombre. "Dei agricultura estis" exclama San Pablo. "Vosotros sois arada de Dios" (1Cor 3, 9). No tengáis miedo, señores, de abrir las puertas de vuestro espíritu, de vuestras sociedad, de vuestras instituciones culturales, a la acción de Dios, que es amigo del hombre y actúa en el hombre y por el hombre para que éste crezca en su humanidad y en su divinidad, en su ser y en su realeza sobre el mundo.
En la alianza que, a través de la cultura humana se estableció entre Dios y el hombre, éste debe imitar a Dios en su infinito amor. La obra cultural es obra de amor, obra que procede de ese amor social cuya necesidad apunté en mi primera Encíclica, Redemptor hominis (cf. núm. 16). Hay carencia de amor social cuando, por falta de estima para con los demás, no se respeta la pluralidad de las culturas legítimas, sino que se quiere imponer la propia cultura, que no es ni única ni exclusiva, a poblaciones económicas y políticamente más débiles. Recordemos lo que dice el Concilio: "Numerosos países económicamente pobres, pero ricos en sabiduría, podrán prestar ayuda a los otros en este sentido" (Gaudium et spes, 15).
4. La unidad cultural de un país geográficamente extenso como el vuestro y en él que se amalgamaron numerosas tradiciones y diversos procesos históricos no nace de una unificación de la cultura, sino de una pluralidad unificada por el respeto mutuo, por el reconocimiento de las peculiaridades culturales, por el diálogo que enriquece a unos, con los valores y las experiencias de los otros.
5. Creo cumplir un elemental deber de justicia si recuerdo, al llegar a este punto, la obra cultural sin pretensiones pero ejemplar, que ha sido la de Iglesia en este país.
En esta obra encontramos todos los aspectos de la cultura que hasta ahora hemos apuntado. En efecto, desde los primeros años, a través de sus misioneros, la Iglesia comenzó a transmitir a los aborígenes, junto con la revelación del Evangelio, el conocimiento de las cosas. Este consistía, indudablemente, en la instrucción y en la alfabetización; pero no es menos de apreciar el esfuerzo por aprovechar los elementos básicos de la cultura indígena, sin deformarlos ni adulterarlos. A lo largo de los siglos, por medio de las misiones entre indios y tribus salvajes, por medio de escuelas y universidades, de hospitales y asilos, a través de sus medios de comunicación social, la Iglesia continúa dando una contribución válida a la obra cultural. A este respecto, creo importante subrayar que el mensaje de la Iglesia no fue ajeno tampoco a la armonía y al equilibrio con que se produjo la mezcla de las más diversas razas.
Tomando la cultura en su sentido más amplio, debemos decir de Brasil lo que el Documento de Puebla dice de América Latina en general: la Iglesia se encontró históricamente en la raíz de la cultura de este país.
6. Una obra que respeta la cultura originaria de un pueblo, permitiendo su desarrollo y difusión y facilitando el diálogo con otras culturas, es la alfabetización.
Leemos en la Populorum progressio: "Un analfabeto es un espíritu subalimentado. Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es encontrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede progresar juntamente con los demás" (núm. 35).
Junto a esta y otras formas de subalimentación del espíritu, es necesario considerar el grave estado de depresión en que se encuentran enteras poblaciones por causa de sus condiciones económicas. Los pueblos económicamente más ricos e industrialmente más desarrollados generaron el consumismo, que se encuentra en la base de los desequilibrios cada vez más acentuados entre pueblos ricos y pueblos pobres, entre las poblaciones de un mismo Estado. A esto me referí en mi Encíclica Redemptor hominis (cf. núm. 16).
El amor social vivificado por la caridad debe poner remedio a tales situaciones. Construid juntos, señores, una civilización de la verdad y del amor; cread una cultura que promueva cada vez más al hombre y facilite su evangelización, le ayude a crecer en su dimensión humana y divina, a reconocer el valor del propio ser, el sentido de su existencia, a conocer y amar a Cristo, en quien Dios se reveló plenamente cada hombre y a cada pueblo.
Después continuó el diálogo, respondiendo a las preguntas con las siguientes aclaraciones:
Para responder en vuestra lengua a vuestras preguntas, sería necesario tener un texto escrito y, sobre todo, disponer de más tiempo. Contestaré brevemente a las preguntas no en el orden en que las habéis formulado, sino como se han ido escalonando en mi espíritu. Ya el mero hecho de haber preguntado es un testimonio que puede considerarse más elocuente que mi discurso, y sobre esto quisiera añadir algo más. He de decir que vivimos en una época necesitada de testimonios, y un testimonio puede tener más valor que todos los razonamientos. Pues cierto racionalismo presente en todas las épocas, parece que en la nuestra trata de completarse y hasta sustituirse con otra dimensión, lo humano, que quizá es menos intelectual y más existencial a la vez, según las categorías de la existencia humana. Y por ello me permito añadir un pequeño comentario metodológico a este testimonio vuestro, que ha sido tan valioso para todos nosotros y sobre todo para mí.
Partiendo de la última pregunta, diré que se trata evidentemente de la famosa correlación entre teoría y práctica. Se dice: "Sí, la teoría es estupenda; pero en cuanto a la práctica sobre todo en la social, la Iglesia o, mejor, el mundo cristiano está en falta". Con la misma frecuencia se dice: "la praxis materialista, marxista, es mucho más eficiente". Pero hay que evaluar esta eficiencia; porque si se quiere evaluar la praxis y su eficiencia según dimensiones socio-económicas y socio-políticas solamente, puede afirmarse que el cristianismo, el Evangelio y la misma doctrina social de la Iglesia no dan frutos directos. Pero pienso que es preciso evaluar bien otros frutos y de qué frutos se trata; y estoy convencido de que a casi 90 años de la Rerum novarum, se podría constatar que ha habido una revisión profunda, movida por los criterios de la doctrina social de la Iglesia; una revisión de los dos sistemas materialistas que orientan nuestra época y al mismo tiempo constituyen en sus consecuencias el peligro de nuestra época, es decir, el capitalismo y el marxismo o comunismo materialista. Y pienso que si la humanidad quiere conjurar las últimas consecuencias de esta contraposición, hay que ponerse a revisar estos dos sistemas desde la raíz, o sea volver a examinar críticamente dos siglos más o menos de la civilización humana, sobre todo de la occidental, de la cultura, filosofía y desarrollo de las ciencias y las técnicas, si se quiere restablecer el equilibrio y resolver este problema que preocupa a la humanidad contemporánea. Esta respuesta no entra plenamente en la praxis. Y acaso se pueda decir de nuevo que desde el punto de vista de la praxis esto es demasiado poco. Pero pienso que ha de ser una praxis adecuada no sólo al hombre "praxológico", sino a su dimensión política, económica y social; al hombre integral.
Respecto al problema de Galileo, he de decir que el mérito es del Concilio Vaticano II y sobre todo del capitulo o, mejor aún, epígrafes de la Gaudium et spes sobre la relación entre ciencia y fe, ciencia y revelación. Es un capitulo muy conocido que no puedo citar aquí integralmente; pero las personas interesadas en el tema pueden leer de nuevo la parte que habla de la correlación verdadera y justa entre ciencia, investigación y resultados de ésta, de una parte, y religión, revelación sobre todo, de otro lado. En general puede afirmarse que el capítulo subraya las posibilidades y competencias que competen a la ciencia en su campo.
Ha habido otras dos preguntas que quiero recordar.
Me parece que el problema de la cultura cristiana y el pluralismo cultural está en relación con el problema del diálogo. Claro es que hay diversidad de culturas y tradiciones culturales, y pienso que cultura y cristianismo no son la misma cosa. El cristiano, la fe, la Iglesia no se identifican con ninguna cultura ni interlocutor. Hay culturas que se manifiestan anticristianas y antirreligiosas, que eliminan el cristianismo y la religión a priori. Pero existe el problema de que el cristianismo, la fe y también la experiencia cristiana lleguen a encontrar un punto de contacto con estas culturas que son ateas, antirreligiosas. Recuerdo que cuando se organizó la primera sesión del Sínodo de los Obispos cuyo tema, entre otros, era el ateísmo, la Secretaría de Estado recibió una carta de un grupo de trapenses en que se afirmaba que los trapenses contemplativos son capaces de comprender a los ateos y la causa porque lo son. Puede decirse que el cristianismo, la fe, la Iglesia pueden entrar en contacto con las culturas y corrientes culturales ateas; pueden tratar de comprenderlas e interpretarlas. Por tanto, de parte nuestra no se trata de eliminar las culturas que no nos aceptan; nosotros procuramos comprender también la cultura de inspiración atea.
Trataré de responder a la otra pregunta. Pienso que algunas situaciones son como una provocación para el cristiano. Una situación en que no se respete la dignidad humana, cuando la condición social de un cierto número de personas no es humana, para un cristiano es una provocación: se ve interpelado, acuciado por la situación, por la Providencia a cambiar tal situación. Pero pienso que el dictamen sobre la verdad interior de tal situación (estas personas, ¿se hallan realmente en condiciones infrahumanas?, ¿es verdad que estas personas han perdido o han de perder su humanidad y dignidad humana en lo intimo, en el corazón?), el dictamen debe ser muy cauto. Me parece que muchas personas que viven en situaciones socialmente deplorables, y ello nos ha de interpelar, con mucha frecuencia conservan su humanidad y dignidad humana y hasta incluso una cierta superioridad desde el punto de vista humano, en comparación con personas que se hallan en condiciones social y materialmente más favorables, normales, etc.
Aquí nos encontramos con el misterio de los pobres de espíritu; y quiero decir a ustedes que mañana por la mañana, cuando visite una favela, hablaré de los "pobres de espíritu", del contenido de estas palabras del discurso de la montaña, palabras de Jesús, y trataré de interpretarlas; la pobreza según criterios sociales, socio-económicos y socio-culturales, no comporta necesariamente falta de humanidad y dignidad humana. Ello no quiere decir que se puedan descuidar estas situaciones; hay que cambiarlas; nos interpelan, nos inquietan; y en este sentido no nos podemos eximir de obligaciones. Existen deberes muy diferentes con los que la humanidad y dignidad humana puede mantenerse y salvaguardarse a pesar de vivir en condiciones ínfimas. Es bien sabido que existen experiencias distintas acaso de aquellas en que pensamos ustedes y yo: por ejemplo, las experiencias de campos de concentración, realidad que he vivido durante años; yo no he estado personalmente en un campo de concentración, pero muchos de mis compatriotas han pasado por ellos. Evidentemente allí la situación a priori, la situación programática se encaminaba a deshumanizar; claro es que algunas personas no pudieron resistir, pero otras resistieron admirablemente y salvaron su humanidad y dignidad humana.
No es el mismo problema, pero cabe la comparación y analogía. Pienso que asimismo personas que viven en condiciones deshumanas y deshumanizantes pueden conservar la dignidad humana, su humanidad; y aquí creo yo que tocamos el problema fundamental, el de la relación entre materia y espíritu en nuestra humanidad, en nuestra identidad de seres humanos. O sea, ¿en qué medida nos condiciona la materia, el cuerpo, las situaciones materiales de la vida diaria?, ¿en qué medida somos superiores y trascendentes a estos condicionamientos? No estoy seguro de que sea ésta la respuesta a vuestra pregunta; he procurado responder según la había entendido yo.
Es evidente que la fórmula propuesta al cristiano por el Concilio Vaticano II es tratar de hacer cada vez más humana la vida humana sobre la tierra, hacerla más digna del hombre en todas sus dimensiones. Ello afecta al hombre en sí y a las condiciones de la vida humana, se refiere a ambos puntos a la vez. Este es el programa del cristianismo y del Concilio, es el Evangelio. Pienso que en estos polos podemos encontrar respuesta a la pregunta que nos debe interpelar; de todos modos quiero deciros que en estos temas me encuentro como en algo muy mío, es un problema que me interesa mucho.
Señoras y señores: Os pido disculpéis el que este encuentro haya sido relativamente corto. Yo estaba acostumbrado en mi país a reuniones con intelectuales y profesores que duraban mucho. Nos reuníamos por la noche y la conversación se prolongaba hasta la mañana. Llegado un momento, yo solía decir que aquella era la "hora canónica". Se lo repito ahora; pienso que la "hora canónica" ha llegado para mí, por las ocupaciones y deberes de mañana. Y debo pediros absolución general...
El prof. Chagas me pide la bendición. De todo corazón, señoras y señores; podemos terminar con un Padrenuestro en latín, y luego les bendeciré.
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