ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON UN GRUPO DE LEPROSOS
Patio del arzobispado de Bahía
Lunes 7 de julio de 1980
Hijos e hijas queridísimos:
1. Vuestra presencia despierta en mi alma un sentimiento particular, algo de aquella emoción y de aquel afecto que Nuestro Señor Jesucristo experimentó, durante el ministerio de la vida pública, para con los enfermos que de todas las partes acudían a oír su palabra de salvación y ser curados de sus enfermedades.
Entre tantos episodios de curación narrados por los cuatro Evangelistas, vosotros recordáis ciertamente aquel que describe San Lucas: el hombre enfermo que con la cara en tierra le suplicaba: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: "Quiero; queda limpio". Y desaparecieron todas las señales de la enfermedad (cf. Lc 5, 12-13).
El humilde Vicario de Cristo está hoy en medio de vosotros con la misma intensidad de afecto con que el Maestro divino acogía y bendecía a las multitudes y, de modo especial, a las personas afectadas por la enfermedad que aflige también a vosotros.
2. Comentan muchos que la purificación externa del cuerpo era símbolo de una transformación interior: el renacer de una pureza, de una confianza, de un valor que viene de lo Alto. Al Papa le gustaría que su contacto con vosotros os produjese estos inapreciables sentimientos interiores. El os exhorta a no dejaros abatir ni por el miedo ni por la falta de confianza. A que no cedáis a la tentación del aislamiento. A que unáis la confianza en los progresos de la medicina a una actitud de constante y confiada oración.
3. En nombre de aquel mismo Jesús, a quien hoy represento ante vosotros, os exhorto también a que utilicéis bien y valoréis el sufrimiento que lleváis impreso en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu. Recordad siempre que el dolor nunca es vano, nunca es inútil. Al contrario, precisamente en el momento en que hiere vuestra existencia, limitándola en su afirmación humana, si es elevado a una dimensión sobrenatural, puede al mismo tiempo sublimar y rescatar esa existencia para un destino superior que va más allá de los límites de la situación personal para afectar a la sociedad entera, tan necesitada de quien sepa sufrir y ofrecerse por su salvación. Si aplicáis vuestro dolor por estas grandes intenciones, que superan el nivel puramente humano, colaboraréis con Cristo en el plan de salvación y seréis capaces de difundir a vuestro alrededor maravillosos ejemplos de fuerza moral, que solamente quien sufre con esta fe en el alma puede comunicar a los otros.
4. Confío mucho en vuestro recuerdo, en vuestro auxilio y en vuestra oración, no sólo para el buen éxito de este viaje apostólico en Brasil, sino también para todas las solicitudes que llevo en mi corazón de Pastor de la Iglesia universal.
Con estos pensamientos, saludándoos con benevolencia y manifestándoos mi alto aprecio por los que cuidan de vosotros y os asisten, os confío a la materna protección de la Santísima Virgen, de quien sé que sois muy devotos, y os concedo de todo corazón la bendición apostólica.
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