DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
EN EL 450 ANIVERSARIO DE LA "CONFESIÓN DE AUGSBURGO"
Miércoles 25 de junio de 1980
Mi atención se dirige hoy a una fecha memorable en la historia de la cristiandad occidental. Hace 450 años, los predecesores de nuestros hermanos y hermanas de confesión luterana presentaron al Emperador Carlos V y a la asamblea nacional alemana un escrito, con la intención de dar testimonio de su fe en "la Iglesia una, santa, católica y apostólica". Este escrito ha entrado en la historia de la cristiandad con el nombre de "Confesión de Augsburgo" (o augustana). Como "documento confesional" constituye aún hoy un texto fundamental para la profesión de fe y la vida eclesial de los cristianos luteranos y no solamente para ellos.
Una mirada retrospectiva hacia las circunstancias históricas 450 años atrás y, todavía más, hacia la evolución posterior, nos llena de pena y dolor. Tenemos que reconocer que, a pesar del noble propósito y firme compromiso de todos los participantes, no se logró evitar la amenazante separación entre la Iglesia católica romana y los representantes de la Reforma evangélica. La última vigorosa tentativa de reconciliación en la asamblea de Augsburgo fracasó. Bien pronto se llegaría a la separación visible.
Con tanta mayor gratitud vemos hoy siempre más claramente que, si bien entonces la construcción del puente no pudo llegar a término, importantes pilares del mismo, en medio de la agitación de los tiempos, han permanecido incólumes. El ya no reciente e intenso diálogo con los luteranos, al cual el Concilio Vaticano II nos exhortaba a la par que mostraba el camino, ha permitido que descubriéramos nuevamente cuán profunda y sólidamente están planteados los fundamentos de nuestra fe común.
Al considerar la historia de las separaciones en la cristiandad, nos volvemos conscientes hoy más que nunca de las consecuencias trágicas y escandalosas que tienen los fracasos y las culpas humanas por un largo futuro, al oscurecer de tal manera la voluntad de Cristo y dañar en consecuencia a la credibilidad de la Buena Noticia. El Concilio Vaticano II nos ha recordado que existe una relación intrínseca entre la renovación permanente de la Iglesia por la fuerza del Evangelio y la realización y restauración de su unidad.
Querría animar a todos los fieles, y especialmente a los teólogos, y rogarles insistentemente, que, en fidelidad a Cristo y a su Evangelio, en fidelidad a la "antigua Iglesia", a los Padres y Concilios que nos son comunes, busquen lo que nos une con los hermanos y hermanas de confesión luterana y redescubran así la común substancia de la fe. El mundo de este siglo XX que concluye está marcado por el signo de un hambre indescriptible. El mundo tiene hambre y sed de una profesión de fe y de un testimonio de Cristo en palabras y en hechos. Hambre y sed de Aquel que solo puede saciar una y otra.
Saludo de todo corazón a los cristianos que hoy y en los próximos días estarán reunidos en Augsburgo para dar testimonio de Jesucristo como Salvador del mundo, como Alfa y Omega de toda realidad, ante una humanidad torturada por la angustia y el pesimismo. Y quiero saludar igualmente a todos los cristianos que, con la misma ocasión del 450 aniversario de la Confesión de Augsburgo, se reúnen en diversas partes del mundo, a fin de extraer nuevas fuerzas para una profesión de fe llena de esperanza, en el presente y en el futuro, del Evangelio de la creación divina, de la redención por Jesucristo y de la vocación para formar un solo Pueblo de Dios, La voluntad de Cristo y los signos de los tiempos nos impulsan a dar un testimonio común en la creciente plenitud de la verdad y el amor.
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