DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS DE LA MISIÓN DE SAN GABRIEL
Kisangani, Zaire,
Martes 6 de mayo de 1980
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Con ocasión de esta visita a la misión de San Gabriel, querría deciros una palabra de admiración y de ánimo, que valga también para todos los puestos de misión, diseminados por este país y en los otros países de África. Me hubiera gustado visitar algunos más, de los alrededores de las grandes ciudades, como éste, o de en medio de las aldeas del bosque o de la selva. La rapidez del viaje no lo permite. Que, por lo menos, sepan todos hasta qué punto aprecia el Papa este magnífico servicio de evangelización y se lo agradece en nombre de la Iglesia.
1. Lo primero de todo, mi saludo al personal dedicado a estos puestos de misión. Son los celosos sacerdotes, venidos de fuera en gran parte. Son los religiosos, a quienes se les llama con el nombre tan expresivo de hermanos y cuya entrega diaria, humilde y eficaz desde los inicios de la evangelización, quiero subrayar: por su competencia en tantos campos, han contribuido extraordinariamente a la implantación y al funcionamiento práctico y pedagógico de estos puntos de misión. Son las religiosas, cuya vida consagrada irradia la presencia del Señor y que, gracias a la facilidad de sus contactos con las familias, realizan un magnífico trabajo de educación, de caridad y de promoción humana. Son también los laicos que colaboran en todas estas tareas.
Algunos miembros de estas misiones viven como un destacamento de avanzada, en un sector de evangelización absolutamente nuevo; muchas veces, viven hoy en equipo, y su casa, con la capilla y las diversas instalaciones, es un punto de reunión para los cristianos dispersos en los barrios o en los poblados de los alrededores. Al saludar en especial a los de San Gabriel, con quienes tengo la dicha de reunirme aquí, junto con sus feligreses, saludo afectuosamente a todos los demás y les doy las gracias.
2. Voy a confiaros con sencillez algunos pensamientos que brotan en mí corazón.
Al ver un puesto de misión lo primero que me viene a la memoria es la modestia de los comienzos: modestia, muchas veces en los efectivos misioneros, modestia de las comunidades cristianas, modestia de los medios pedagógicos y materiales. De hecho, la vida de estos evangelizadores y de sus primeros discípulos está muy cercana de la pobreza del Evangelio y de la sencillez de las primeras comunidades cristianas que nos describen los Hechos de los Apóstoles (cf. Act 13; 14...). Pablo, Bernabé y tantos otros discípulos llegaban con las manos vacías, sin otra cosa que compartir que la Buena Nueva, el fervor de su amor y la asistencia del Espíritu Santo. Sí, queridos amigos, la fe y la caridad de que estáis penetrados, es lo que constituye vuestra originalidad, vuestra riqueza, vuestro dinamismo.
3. Y aquí quiero recordar especialmente a todos aquellos que, en ciertos puestos difíciles de misión, conocen la experiencia de la perseverancia e incluso del escondimiento en la soledad y el olvido. Pues vosotros no os contentáis con pasar: vosotros permanecéis en medio de aquellos cuya vida habéis adoptado. Ahí permanecéis pacientemente, aunque os sea necesario mucho tiempo para sembrar el Evangelio y no podáis ver aún la germinación y la floración. La lámpara de vuestra fe y de vuestra caridad brilla entonces con más pureza. Pero nada de lo que es entregado así puede perderse. Todos los apóstoles están vinculados por una misteriosa solidaridad. Vosotros preparáis el terreno donde otros segarán. Seguid siendo fieles servidores.
En todo caso, no habéis ahorrado esfuerzo. Habéis emprendido y proseguido esta iniciativa apostólica al precio de grandes fatigas, morales e incluso físicas, hasta quedar extenuados a veces, bajo un clima al que no estabais habituados y en unas condiciones precarias de vida. Pienso especialmente en vosotros cuando leo las páginas de San Pablo —de quien he tomado el nombre— sobre las tribulaciones del ministerio apostólico, de las que hace una lista impresionante (cf. 2 Cor 4, 7-18; 6, 1-10). Os deseo, queridos amigos, que conozcáis también su esperanza y su alegría, en la espera de la recompensa del Señor.
4. Vuestro trabajo apostólico avanza por los caminos ordinarios y necesarios de la evangelización. Lo primero, tomar contacto, manifestar el amor del Señor hacia todos, no sólo una atención benevolente, sino un amor concreto que no descuida las distintas formas de la ayuda mutua, trátese de la escuela, el dispensario, proyectos agrícolas o cualquier forma de promoción humana. De hecho, todos saben que estáis ahí, primeramente, para responder al hambre de Dios, a la necesidad de su Palabra que ilumina y reconforta los corazones, los eleva y suscita la renovación de los hombres y de la sociedad. Esa es la parte importante de vuestro ministerio: testimonio y anuncio del Evangelio, catequesis de quienes piden ser iniciados en la fe, larga preparación para los sacramentos, sobre todo del Bautismo y de la Eucaristía, exhortación a la oración, formación de las conciencias en las responsabilidades humanas y cristianas.
5. Rápidamente seríais desbordados si quisierais acaparar todas las tareas. Y no haríais entonces una verdadera fundación de la Iglesia. En seguirla procuráis que se os unan discípulos, catequistas, animadores, que lleguen a ser a su vez evangelizadores, un poco como San Pablo, que designaba lo que entonces se llamaba los "ancianos", poniendo su confianza en el Señor (cf. Act 14, 23). En esto estriba la vitalidad de la misión.
El servicio puramente evangélico que queréis prestar a estos pueblos por cuya salvación habéis sacrificado todo, debe tender, en efecto, a que los hijos de estos pueblos adquieran su madurez cristiana, eclesial, y guíen por sí mismos la obra comenzada.
6. El magnífico trabajo que realizáis merece la solidaridad de toda la Iglesia local y de las iglesias hermanas de todo el mundo.
Me siento especialmente dichoso de estar aquí y dirigirme, desde aquí, a todos los miembros de los puestos de misión. Es, por así decir, un momento de encuentro consigo mismo, para mí y para toda la Iglesia que yo represento. Sí, la Iglesia se encuentra consigo misma en vosotros, misioneros —zaireños, africanos o venidos de lejos—, porque toda ella debe ser en todo momento "misionera". Así se extiende en amplitud y profundidad la acción de la "sal" y de la "levadura" de la que habla el Evangelio.
7. El encargo que yo he heredado del Apóstol Pedro es el de unir a todos los cristianos. Es también el de mantener el celo misionero. ¡Que el Señor os bendiga y bendiga a todos los puestos de misión como el vuestro!
Que bendiga a todos los miembros de esta misión: padres, niños, jóvenes, ancianos, y especialmente a todos los que sufren. Encomiendo vuestra comunidad a la Virgen María, nuestra Madre, hacia la que nos encamina espontáneamente el nombre del ángel Gabriel, patrón de esta parroquia. Que la paz de Cristo esté siempre con vosotros. Con mi afectuosa bendición apostólica.
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