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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL LLEGAR A ROMA

 Aeropuerto de Fiumicino, Roma
Lunes 12 de mayo de 1980

 

Laus Deo!

Estas breves palabras, que me vienen espontáneamente a los labios, después de mi viaje al continente africano, quieren interpretar el profundo sentimiento de gratitud y honor al Señor, que experimento ahora en mi espíritu, al recordar los múltiples encuentros, los conmovedores espectáculos de fe, las singulares experiencias pastorales, que he vivido cotidianamente en el tan breve período de 10 días. De verdad debo dar gracias al Señor de todo corazón que me ha dado ocasión una vez más de conocer de cerca porciones elegidas de su única Iglesia, aportando a los queridísimos hermanos y a los hijos que habitan en las tierras que he visitado, ese ánimo que debo llevarles en virtud del mandato recibido de Cristo (cf. Lc 22, 32: Confirma fratres tuos!). Por mi parte —según esa admirable ley de intercambio, intrínseca a la comunión eclesial— he recibido de ellos motivos de aliento para mi ministerio.

Efectivamente, he podido saborear una íntima alegría al llevar a esas poblaciones la Palabra del Señor, como hicieron, hace 100 años, los misioneros; y esta alegría se ha acrecentado al haber podido observar la madurez a que han llegado ya esas Iglesias, a pesar de su fundación relativamente reciente. Su testimonio de fe y su amor por toda la Iglesia de Cristo, esparcida por el mundo, me han confortado profundamente. No puedo silenciar la impresión profunda que he sacado al advertir la vitalidad de ese continente, que conserva intactos no pocos valores morales fundamentales, como los de la hospitalidad, de la familia, del sentido comunitario, de la vida como don inestimable, a la que se reserva siempre una acogida generosa y alegre.

Cuando, en la audiencia general del 26 del pasado marzo, hice la comunicación oficial del viaje, que ahora concluye felizmente, quise poner de relieve su carácter apostólico, y dije que sólo movía mis pasos la intención de corresponder a mi misión de Pastor. En coherencia con ese anuncio, puedo afirmar ahora que así ha sido realmente mi visita: me he acercado a muchas almas; he podido darme cuenta de las condiciones de vida de tantas poblaciones; he podido comprobar con viva satisfacción —a base de un "test", diría, bastante amplio y representativo— el magnífico trabajo que se ha hecho en el pasado y se continúa haciendo todavía para el incremento del Reino de Dios. África está íntimamente nutrida por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, está consagrada a la gloria de su nombre, está abierta al soplo de su Espíritu, Laus Deo!

Mi agradecimiento se dirige, después, a todos los que, en cada uno de los países donde he estado, han preparado, con exquisita delicadeza, la acogida más adecuada y cuidadosa. Por tanto, quiero nombrar a todas las autoridades civiles y religiosas de esos países, y en particular a los hermanos obispos, de los que he admirado tanto la actividad individual como el trabajo colegial en el seno de las Conferencias Episcopales, a los sacerdotes y a los religiosos, a los misioneros y misioneras, a los representantes y miembros de los Movimientos católicos laicales, a las familias cristianas, a todos los fieles. Lo que han hecho por mí, lo que me han demostrado con sus gestos, con sus palabras y con sus atenciones permanecerá imborrable en mi memoria como signo y estímulo de sincera gratitud. África tiene un gran futuro por delante; mi deseo para ese inmenso continente es que sepa proseguir con afirmación creciente el camino por las sendas de la paz, de la laboriosidad, de la solidaridad interna e internacional.

Finalmente, debo daros las gracias a cada uno de los aquí presentes. Señor Primer Ministro, le estoy muy agradecido por las deferentes palabras que me ha dirigido en el momento en que he pisado el amado y siempre hospitalario suelo de Italia. Y a vosotros, hermanos cardenales y obispos, Excelentísimos Embajadores de los países acreditados ante la Santa Sede, señor alcalde de Roma, quiero manifestaros que considero vuestra venida hasta aquí como una adhesión cordial a la iniciativa de mi viaje y a sus finalidades; sé que también habéis orado por su éxito. Por esto, tengo más de una razón para daros las gracias públicamente y para invitaros, además, a dirigir conmigo este sentimiento a Aquel que es dador espléndido de todo bien y el único que puede dar el incremento necesario a las empresas humanas (cf. 1 Cor 3, 6-7),

Laus Deo! Y después de haber oído sus palabras, Sr. Primer Ministro, quiero añadir: Paz a los hombres, paz a la amadísima Italia, paz al mundo.

 



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