ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS LEPROSOS EN ADZOPÉ
Leprosería de Adzopé, Costa de Marfil
Lunes 12 de mayo de 1980
Queridos amigos:
1. Vengo a haceros una visita y, en primer lugar, os saludo a todos y cada uno con respeto, con afecto.
Es el Obispo de Roma quien viene a veros, es decir, el Jefe espiritual de la comunidad católica de Roma, que tiene al mismo tiempo la misión de ser el centro de unidad entre los cristianos del mundo entero, de ser su Pastor, como los pastores del rebaño que no olvidan a ninguna oveja. En esta leprosería no todos son católicos; respeto sus sentimientos religiosos, su modo de dirigirse a Dios según su conciencia. Porque nadie está exento de pensar en Dios; y, ¿cómo olvidarle cuando la miseria nos aprisiona? Pero yo creo que tengo que decir algo bueno a todos. Porque Cristo Jesús, el Hijo de Dios, a quien sirvo y represento entre vosotros, se ha detenido con predilección ante el sufrimiento humano, la enfermedad, los achaques y, sobre todo ante ese tipo de enfermedad, o sea, la lepra, que aísla un poco de los demás, creando así un doble sufrimiento. Ciertamente, El vino para todos, a fin de que todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, justos y pecadores, sepan que el Reino de Dios está abierto para ellos, que el amor de Dios vela sobre ellos, que la vida de Dios les está destinada mediante la fe y la conversión. El Papa también se dirige a todo el pueblo, y si se encuentra principalmente con los jefes espirituales y civiles, es porque sus responsabilidades son mayores para el bien de mucha gente. Pero yo faltaría a mi misión si no pasara un tiempo considerable con aquellos a quienes Jesús ama especialmente, a causa de su desgracia, porque tienen necesidad de consuelo, de alivio, de curación, de esperanza. Yo he querido que mi última visita en África fuera para vosotros. Y, a través de vosotros, visito en espíritu y abrazo a todos los leprosos y enfermos de este país y de toda África.
2. Gracias a la medicina, gracias al celo de admirables precursores, gracias a la dedicación cotidiana de numerosos enfermeros y enfermeras, de amigos de toda clase que os ayudan, entre los cuales hay muchos religiosos, gracias también a los responsables civiles que han favorecido esta empresa, vuestra suerte ha podido mejorar, no solamente vuestra salud, sino todo vuestro conjunto, permitiéndoos frecuentemente vivir como en una población, como en familia. Ahora, la lepra ya no da miedo como antes, sobre todo si se la descubre y se la empieza a curar enseguida. Yo me uno a vosotros para dar gracias a todos esos amigos de los leprosos, que os consagran su vida. Sin saberlo quizá, o sin creerlo, hacen exactamente lo que Cristo ha pedido. ¡Que Dios les ayude y les recompense!
3. Pero estoy seguro también que reciben consuelo de vosotros. No solamente porque los queréis. sino porque admiran vuestra paciencia, vuestra serenidad, vuestro valor, la solidaridad que os une entre vosotros, el sentido familiar que conserváis. Porque no solamente sois unos asistidos, sino que vosotros mismos os preocupáis de cuidaros, hacéis todo lo posible para vivir, para caminar, para trabajar, con los medios modestos, con los miembros maltrechos que os deja la enfermedad. Esta esperanza es hermosa. Yo estoy emocionado por ello. Este deseo de vivir complace a Dios y yo os animo a que lo sigáis desarrollando. Sois, se podría decir, vuestros propios médicos.
4. Pero no vengo solamente a daros alientos humanos. Vengo para confirmar lo que sin duda os han dicho ya los sacerdotes, las hermanas, los laicos cristianos: en vuestra desgracia, Dios os ama. Vuestra enfermedad no se opone a su designio de amor. Y vosotros no tenéis absolutamente culpa alguna en ella. No la consideréis como una fatalidad. Miradla solamente como una prueba. El Cristo a quien nosotros adoramos, sufrió también El una prueba, la de la cruz, una prueba que le desfiguró, sin culpa alguna por su parte. Se puso en manos de Dios, su Padre. Y también se dirigió a El para pedirle que le librara de la prueba. Pero la aceptó e hizo de ella una ofrenda. Y su sufrimiento se convirtió, para innumerables hombres, para vosotros, para mí, en causa de salvación, de perdón, de gracia, de vida. Es un gran misterio que esa solidaridad en el sufrimiento sea el centro de nuestra religión. Los que son cristianos comprenden mi lenguaje. Vuestro sufrimiento aceptado, llevado con paciencia y amor al prójimo, ofrecido a Dios, viene a ser fuente de gracia para vosotros, a quienes el Señor reserva su paraíso, y también para muchos otros. Podéis también rezar por mí y por cuantos me confían sus desgracias.
¡Que Dios os ayude! ¡Que Dios os dé la paz!
5. Me dirijo ahora a quienes, entre vosotros, han abierto su alma a la fe en Jesucristo Salvador, y van a recibir el bautismo y la confirmación después de una preparación cuidadosa. ¡Qué gracia tan grande! Van a ser visiblemente incorporados a la familia de los cristianos, la Iglesia. Tras haber renunciado al demonio y a sus seducciones y proclamado su fe, van a recibir también, como nosotros, con el perdón de sus pecados, la vida de Cristo, para tener parte en su sacrificio y en su resurrección. El amor de Dios será derramado en sus corazones por el Espíritu Santo. Podrán recibir en alimento el pan sagrado, que es el Cuerpo de Cristo. Habitará en ellos Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y ellos, a su vez, se convertirán en testigos del amor de Cristo para sus hermanos que sufren.
¡Que Dios os bendiga, queridos hijos e hijas! ¡Que bendiga a todos los habitantes de esta leprosería! ¡Que bendiga a todos vuestros hermanos que sufren de lepra, así como a sus familias, a sus amigos y a cuantos les asisten!
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