DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA NUEVA PARROQUIA DE SANTA CATALINA,
DOCTORA DE LA IGLESIA
Domingo 14 de septiembre de 1980
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. Estoy realmente contento de encontrarme aquí, en Siena, ciudad de Santa Catalina y de que seáis vosotros los primeros a quienes dirijo mi gozoso y paterno saludo. Sé que este templo de Acquacalda, donde nos encontramos, es el primero dedicado a la gran Santa después de su proclamación como Doctora de la Iglesia. Mi encuentro, pues, con la noble ciudad de Siena no podía tener mejores comienzos. Os presento mi primer saludo. Y porque sé que entre vosotros está presente también cierto número de enfermos, a ellos quiero dirigir en seguida mi palabra.
2. Queridos enfermos: me resulta grato aseguraros mi viva solidaridad y comunión en el Señor. Vosotros ciertamente sabéis por los Evangelios cuánta preferencia, cuánto amor y cuántas solicitudes bien concretas tuvo Jesús por aquellos a quienes encontraba en vuestras condiciones. El sencillamente "pasó haciendo el bien y curando" (Act 10, 38) a cuantos estaban en las más diversas situaciones de tribulación. Sobre todo, luego. El mismo fue "varón de dolores" (Is 53, 3) y ofreció su pasión y muerte como rescate por nuestros pecados. Por esto, es un consuelo especial recordar que tenemos un Sumo Sacerdote que sabe "compadecerse de nuestras flaquezas, habiendo sido tentado en todo a semejanza nuestra" (Heb 4, 15). Y todos nosotros, cristianos, debemos ver a esta luz nuestros sufrimientos, hasta el punto de estar en disposición de repetir, con San Pablo, que llevamos "siempre en el cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Cor 4, 10). Pues bien, quisiera exhortaros a estos grandes y fundamentales componentes de nuestra identidad, que es la de bautizados antes aún de ser la de pacientes; en efecto, valen para todos las palabras del mismo Apóstol: "Como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación" (2 Cor 1, 5). Al mismo tiempo acoged mis mejores deseos para vuestra total curación, según la voluntad de Dios.
3. Mi saludo jubiloso se dirige después a todos los fieles presentes de las parroquias de la ciudad y de la diócesis de Siena. Veo en vosotros a los primeros representantes de la comunidad diocesana, que me da aquí su cordial bienvenida, y os agradezco a todos vuestra entusiasta acogida. Mirando al noble pasado de vida y santidad cristiana, que tan luminosamente ha marcado a Siena en especial con las figuras insignes de Catalina y Bernardino, me viene espontáneamente, ante todo, alabar al Señor por las maravillas de su gracia, que libremente elige y misteriosamente obra en quien está dispuesto a vibrar al unísono con ella. Pero, en segundo lugar, me resulta igualmente natural y obligado invitaros y exhortaros a todos a estar siempre a la altura de estas auténticas glorias del testimonio evangélico. La Iglesia de hoy, más aún el mundo de hoy, tienen ahora y siempre necesidad de él. Para no hundirse en lo relativo y en lo caduco, en el odio y en la autodestrucción, la sociedad de hoy tiene más que nunca necesidad de sólidos fundamentos, de testigos enérgicos, de lámparas sobre el candelero. Y esto debemos ser los bautizados, cada uno de nosotros. Vosotros sabéis que el título de "santos", que ahora reservamos sólo a unos pocos, en la primerísima generación cristiana, como nos atestigua San Pablo, designaba a todos los creyentes en Cristo Jesús, no tanto para contraponerlos como para distinguirlos del mundo que los rodeaba. Pues bien, según lo que escribe el Apóstol a los Filipenses, sea nuestro compromiso "brillar como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida" (Flp 2, 15 s.). Ciertamente no faltan las ocasiones y los ambientes para esta finalidad: desde la familia a la sociedad civil, desde la escuela al trabajo.
Y puesto que esta tarea nos es imposible sin la corroborante gracia divina, pidamos al Señor para que nos dé la fuerza de la fe, de la esperanza y del amor, juntamente con un vivo sentido de pertenencia eclesial.
En prenda de estos deseos mi bendición apostólica, que de todo corazón imparto a todos vosotros, especialmente a los enfermos, y a todos vuestros seres queridos.
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