VISITA PASTORAL AL HOSPITAL ROMANO DE LA ISLA TIBERINA
ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS HERMANOS DE SAN JUAN DE DIOS
Domingo 5 de abril de 1981
1. He deseado este encuentro exclusivamente con vosotros, queridísimos religiosos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, porque me urgía expresaros, juntamente con la estima, la viva gratitud que siento por el servicio que vuestra congregación ha prestado a esta ciudad en el curso de estos cuatro siglos de historia. No repito lo que ya he dicho hace poco, aunque haya sido en síntesis. ¡Pero qué poema de caridad, de abnegación, de altruismo ha sido escrito por los Hermanos a partir de aquel 25 de marzo de 1581, "que fue el primer día en que dichos Hermanos comenzaron a curar a los pobres en esta ciudad", como se refiere textualmente en una "Memoria" de la época! Ni olvido la obra discreta, silenciosa y tan eficaz que desarrolláis en el Vaticano, desde que Pío IX, en 1874, os llamó para atender al "servicio farmacéutico por la noche".
Un compromiso tan amplio y generoso de dedicación al cuidado de los enfermos toma su origen y su estímulo del testimonio de ese humilde servidor de los pobres que fue San Juan de Dios, el cual solía firmarse "Yo hermano cero", según una interpretación probable de la enigmática sigla que solía poner al pie de sus cartas. Dios, para realizar sus maravillas, tiene necesidad de instrumentos que sean plenamente conscientes de la propia nulidad, porque sólo personas de este género saben abandonarse, sin oponer resistencia, a las iniciativas imprevisibles de su amor.
Vuestro fundador fue un instrumento tal, y Dios lo eligió para "confundir a los fuertes" (1 Cor 1, 27), y hacer de él padre de una tan numerosa y benemérita familia de almas llenas de generosidad.
2. Hijos queridísimos: Tenéis tras vosotros el patrimonio riquísimo de ejemplos virtuosos, que la larga falange de vuestros Hermanos ha ido acumulando en el curso de estos 400 años de presencia en Roma y en tantas otras partes del mundo. Cultivad en vosotros la legítima ambición de emular su testimonio de fe intrépida y de caridad sin límites. A este propósito, son significativas las palabras con las que el primer biógrafo de vuestro fundador describía el celo y el fervor de la comunidad primitiva, que se había reunido en el hospital de Granada. Con rasgos rápidos pero eficaces, anotaba: "Todos los sirvientes que aquí entran sirven de caridad por amor de Dios, y a ninguno se le da salario. Y así es mejor servida la casa que en parte del mundo, porque todos entran por salvar sus ánimas exercitándose en la caridad; y así cada uno hace lo que más puede, sin que sea menester reprehensión" (Francisco de Castro, Historia de la vida y sanctas obras de Juan de Dios, Granada 1585, cap. XXIII).
En un tiempo como el nuestro, en el que el cuidado del enfermo corre el peligro de pasar a segundo plano frente a la afirmación de otros valores considerados como prevalentes, urge más que nunca quién dé testimonio con el ejemplo y con la palabra de la dignidad superior de la persona, especialmente si es débil e indefensa. Las palabras de Cristo: "Estaba enfermo y me visitasteis" (Mt 25, 36), están ahí para recordar que esta dignidad subsiste en cada ser humano, aun cuando se trate del más miserable, y que jamás puede ser sacrificada con miras a una ganancia, aun cuando fuera la más relevante.
Conocéis la respuesta que San Juan dio al arzobispo de Granada, que le exhortaba a "limpiar el hospital", echando fuera a algunos enfermos indisciplinados y pendencieros. El biógrafo refiere que el santo "estuvo muy atento a todo lo que su perlado le dixo, y con mucha humildad y mansedumbre le dixo: Padre mío y buen perlado, yo solo soy el malo y el incorregible y sin provecho, y que merezco ser echado de la casa de Dios; y los pobres que están en el hospital son buenos, y yo no conozco vicio en ninguno dellos; y pues Dios sufre a malos y buenos, y sobre todos tiende su sol cada día, no será razón echar a los desamparados y afligidos de su casa" (o. c., cap. XX).
3. A ejemplo de una caridad evangélica tan consecuente e incontrastable se han formado innumerables Hermanos de vuestra Orden. Espontáneamente se recuerda aquí sobre todo la figura luminosa del Hermano Riccardo Pampuri, que será elevado a la gloria de los altares el próximo 4 de octubre. Los ejemplos de virtud de ésta y de tantas otras almas santas, que han militado en las filas de vuestra Orden, constituyen ese patrimonio precioso del que hablaba al comienzo. Cada uno de vosotros puede estar orgulloso de él, para sacar de él inspiración y estímulo en las pequeñas y grandes opciones, mediante las cuales está llamado a dar sentido a la propia vida.
Mi deseo es que cada uno de los religiosos de la Orden sepa sacar de tales ejemplos indicaciones concretas, capaces de orientar su acción en medio de los enfermos, elevando su significado a testimonio de esa presencia misteriosa, pero real, con la que Cristo continúa pasando entre los pacientes de hoy "haciendo el bien y sanando", como en otro tiempo pasaba entre los enfermos de Palestina (cf. Act 10, 38).
Con estos deseos, imploro sobre vosotros, sobre vuestros enfermos y sobre todas las personas que os son queridas, la abundancia de los consuelos celestiales, en prenda de las cuales os imparto de corazón mi bendición apostólica.
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