VIAJE APOSTÓLICO A EXTREMO ORIENTE
VISITA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN CAMPO DE REFUGIADOS
Luzón, Campo de tránsito de Morong
Sábado 21 de febrero de 1981
Queridos hermanos y hermanas:
1. Estoy contento de estar con vosotros hoy, de poder hablaros de la preocupación que la Iglesia entera siente por todos aquellos que se han visto obligados, debido a circunstancias desafortunadas que escapan a su control, a huir de su tierra natal. Me gustaría que esta ocasión fuera un símbolo de la solidaridad de la Iglesia con todos los refugiados, un símbolo de la visita que me gustaría hacer, si fuera posible, a cada uno de los campos o asentamientos de refugiados del mundo. En este momento de la historia en que estamos viendo con alarma cómo un número cada vez mayor de personas se ve forzado a abandonar su hogar, agradezco a Dios esta oportunidad de encontrarme con vosotros, para aseguraros, a cada uno de vosotros, mi profunda preocupación y mi unidad con vosotros en la oración.
2. Aprovecho esta ocasión para expresar mi admiración por todos aquellos que han participado en los diferentes programas de ayuda a los refugiados: a los Gobiernos —incluyendo al de Filipinas— que han acogido a los refugiados temporalmente a las personas individuales y a las organizaciones que han proporcionado la indispensable ayuda financiera, y particularmente a aquellos países que han proporcionado residencia permanente para los desplazados y les han ayudado en el lento y doloroso proceso de alcanzar el estilo de vida de una nueva cultura y sociedad. También es digno de mención el meritorio trabajo de la Suprema Comisión para los Refugiados, que se enfrenta con una dificilísima, pero enormemente necesaria tarea. Todos estos esfuerzos son ciertamente en contables, pues dan testimonio del valor inviolable y la dignidad de todo ser humano. Al mismo tiempo, son un signo de esperanza, pues reflejan una conciencia despierta de la humanidad ante el grito del pobre y del indefenso.
No puedo dejar de mencionar la importante contribución de las Iglesias locales de todo el mundo, una contribución que se inspira en el espíritu evangélico de caridad. Pienso concretamente en todo el personal voluntario que trabaja en los campos y centros de recepción, hombres y mujeres que han ofrecido hospitalidad en circunstancias a menudo muy fatigosas y difíciles. Dirijo una especial palabra de aliento y elogio a estos voluntarios y a las organizaciones que representan, así como a todos aquellos que trabajan día tras día y semana tras semana asistiendo a los refugiados en su proceso de adaptación a las nuevas situaciones.
3. El hecho de que la Iglesia lleve a cabo esfuerzos relativamente amplios en favor de los refugiados, especialmente en los últimos años, no ha de ser motivo de sorpresa para nadie. Ciertamente esta tarea forma parte de la misión de la Iglesia en el mundo. La Iglesia es siempre consciente de que el mismo Jesucristo fue un refugiado, que de niño tuvo que huir con sus padres de su tierra natal para escapar de la persecución. Por eso la Iglesia se siente llamada en todos los tiempos a ayudar a los refugiados. Y lo seguirá haciendo hasta donde alcancen sus limitados medios.
En esta parte de Asia el número de los desastres naturales y de las catástrofes humanas ha sido elevado. Ha habido terremotos, tifones, inundaciones y guerras civiles, por nombrar sólo algunos. La Iglesia extiende su mano a las víctimas de estas diferentes calamidades, y trata de trabajar en estrecha colaboración con aquellos gobiernos y organizaciones internacionales empeñadas en las mismas actividades de socorro. Con todo, quizás la mayor tragedia humana de nuestros días sea la de los refugiados. Hacia ellos se dirige la Iglesia de modo especial deseando ponerse a su servicio.
4. Jesucristo narró una vez una parábola que me gustaría recordar en este momento. Esta parábola es conocida incluso entre aquellos que no comparten la fe cristiana. Es una parábola que interpela a los corazones de todos los hombres de buena voluntad, no sólo a los seguidores de Cristo; es la parábola del buen samaritano.
El Evangelio de Lucas recoge esta parábola contándonos cómo un hombre había sido robado, golpeado y abandonado medio muerto al lado del camino. Según la narración del Evangelio: "Pero un samaritano que iba de camino llegó a él, y, viéndole, se movió a compasión; acercose, le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; le hizo montar sobre su propia cabalgadura, le condujo al mesón y cuidó de él. A la mañana sacando dos denarios se los dio al mesonero y dijo: cuida de él, y lo que gastares, a la vuelta te lo pagaré" (Lc 10, 33-35). El buen samaritano no piensa en que puede ser criticado por ayudar a uno que "tradicionalmente" había sido considerado su enemigo. Y no le hace ninguna pregunta: de dónde viene, por qué está allí, o a dónde va. No hace ninguna pregunta en absoluto. Simplemente el buen samaritano ve la necesidad del injuriado, y le ayuda espontáneamente, le lleva a una posada, y provee para que reciba todos los cuidados necesarios para volver a sanar. ¡Esto es caridad! Una caridad que no hace excepciones debido al origen étnico de la otra persona, a la afiliación religiosa o a su preferencia política, ninguna excepción en absoluto; una caridad que ve en el otro al hermano o a la hermana necesitados y busca sólo una cosa: asistirle inmediatamente, ser su prójimo. ¡Que esta misma caridad nos impulse a todos nosotros que vivimos en un mundo que se acerca al final del segundo milenio! ¡Que nos inspire a todos nosotros para que tengamos compasión de los millones de refugiados que piden a gritos nuestra ayuda!
5. Hermanos y hermanas míos que estáis presentes aquí, y todos vosotros que me escucháis, no perdáis nunca la confianza en el resto de la humanidad ni penséis que estáis olvidados. No habéis sido rechazados por todos. No se os considera una carga demasiado pesada de llevar. En todos los países de tierra existen hombres y mujeres de buena voluntad que se cuidan de vosotros, que están preocupados por vuestro futuro, que os recuerdan cada día en sus oraciones.
6. Finalmente invito a todos a unirse a mi en un profundo llamamiento las naciones. En presencia del Señor de la historia y ante el Juez supremo de los corazones humanos, apelo en favor de todos los desplazados del mundo entero. Hago un llamamiento para que se incremente la ayuda hacia ellos, para que continúen los presentes esfuerzos, se aumenten y se refuercen. Exhorto a una continua oración en favor de todos los refugiados de todo el mundo, y al calor de la preocupación y el amor fraterno hacia cada hermano y hermana que necesita nuestra solidaridad y nuestro apoyo.
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