DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE JAPÓN
ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 8 de enero de 1981
Señor Embajador:
Agradezco a Su Excelencia los férvidos votos que acaba de manifestarme y le doy mi cordial bienvenida a esta casa.
Japón, al que representa aquí como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario, ha entablado felices relaciones con la Santa Sede ya hace años. Ha querido usted subrayar los constantes esfuerzos de ésta en favor de la fraternidad de los pueblos dentro de la paz y del respeto de los derechos de la persona humana. Bien sabe usted que esta actitud está inmune de todo móvil económico o político; esta actitud es para la Santa Sede y para el conjunto de la Iglesia católica un deber ligado a su misión espiritual, a las exigencias del mensaje que proclamamos: amor a todos los hombres y servicio concreto a cada uno, como reflejo del amor a Dios en quien creemos.
Por su parte, la Santa Sede mira con gran estima a la nación de la que usted es representante. Aprecia las cualidades humanas del alma japonesa, los dones naturales que tanto han desarrollado sus compatriotas con tenaz decisión en medio de las adversidades más duras, con fuerte disciplina y con un dinamismo que les impulsa a entablar contactos con las demás civilizaciones del mundo entero, como lo atestiguan, entre otras cosas, los numerosos visitantes que hacen una parada cultural en Roma. El ideal de la coexistencia de los pueblos en la paz se ha convertido también en tema predilecto de su Gobierno; y la Santa Sede no puede menos de alegrarse, puesto que Asia tiene gran necesidad, a su vez, de artífices de paz. Japón es consciente del papel que puede desempeñar en esa parte tan importante del mundo para conseguir que los focos de tensión no degeneren en conflictos devastadores y mortíferos, y sean respetados de verdad la soberanía de los Estados, la libertad y el sentimiento nacional de los pueblos.
Sí, el hombre tiene necesidad de la paz. Esta quedará más segura si se toma en consideración el problema del hambre, a fin de que todos dispongan de los bienes necesarios para subsistir; aquí la solidaridad internacional debe encontrar un terreno propicio donde llevarse a la práctica. Y los países más favorecidos han de ser más sensibles a esta ayuda mutua desinteresada. Y en fin, el hombre no vive sólo de pan. Tiene necesidad de libertad entre sus semejantes, para desarrollarse integralmente y vivir según su conciencia y su fe. Tiene necesidad de relacionarse con el Invisible, con Dios, el único que puede dar sentido a su vida y colmar sus esperanzas y su necesidad de amor. Precisamente bajo estos aspectos se propone la Iglesia católica aportar una contribución específica al progreso, y espera encontrar en ello un amplio consenso y una auténtica cooperación de los pueblos.
Dentro de unas semanas tendré la alegría de emprender una breve visita a su hermoso país. Me gozo en ello. Allí me encontraré con mis hermanos japoneses de la comunidad católica; es poco numerosa, pero su conocida irradiación cultural se integra bien en el servicio del país y honra a la Iglesia entera con su profundidad espiritual. Allí me encontraré con las autoridades civiles, que han dado facilidades a este viaje y a quienes saludo respetuosamente ya desde ahora, rogándole transmita mis sentimientos especialmente deferentes a Su Majestad el Emperador Hiro Hito. Me encontraré con el pueblo japonés, al que expreso mi cordial simpatía y ruego a Dios le colme de sus bienes.
Señor Embajador: Usted mismo puede estar seguro de que aquí hallará la acogida y ayuda que su alta misión merece. Le expreso mis mejores deseos para su desempeño.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 6, p.8.
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