DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA SACRA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA Y A LO PENITENCIARIOS
DE LAS BASÍLICAS PATRIARCALES ROMANAS
Viernes 30 de enero de 1981
Señor cardenal,
reverendísimos padres penitenciarios:
Estoy particularmente contento al recibir juntamente a la Sagrada Penitenciaría y a todos los Colegios de los Padres Penitenciarios Menores, ordinarios y extraordinarios, de las Basílicas Patriarcales de la Urbe.
Mientras doy gracias al señor cardenal Penitenciario Mayor por las corteses expresiones con las que ha interpretado vuestros sentimientos, os doy cordialmente a todos la bienvenida a esta casa, que es la del Padre común, y deseo que este encuentro de fe y de caridad recíproca sea para todos los que lo vivimos una eficaz hora de gracia.
Es muy grande la satisfacción que me proporciona esta audiencia, porque tiene lugar mientras en la Iglesia se va leyendo y profundizando la Encíclica Dives in misericordia; vuestra función, bajo diversos aspectos, complementarios entre sí, está dedicada al ejercicio del ministerio de la misericordia divina; la Penitenciaría, pues, realiza una labor de delicadeza extrema y de no poca importancia, al ayudar al Papa en su función de las llaves y en la potestad de atar y desatar. El ámbito de su competencia se extiende a la Iglesia en toda su catolicidad, sin límites que se deriven del rito o del territorio. Los padres penitenciarios, además, por su origen de los más variados países del mundo, por la multiplicidad de las lenguas en que se expresan, y porque en realidad a ellos se dirigen con confianza eclesiásticos y fieles laicos de todo el mundo, cuando vienen "videre Petrum" (Gál 1, 18, Vulg.), representan de hecho el ministerio de la reconciliación, que, por impulso del Espíritu Santo, igual que en Pentecostés, se ejercita sobre los "viri religiosi ex omni natione, quae sub caelo est" (Act 2, 5).
El Papa se sirve de la Sagrada Penitenciaría para salir al encuentro de los problemas y dificultades, que los fieles sienten y sufren en lo íntimo de sus conciencias. Esta tarea es característica de la Sagrada Penitenciaría: efectivamente, mientras otros dicasterios de la Santa Sede tratan de temas espirituales, ciertamente, pero en cuanto son objeto del régimen externo, la Sagrada Penitenciaría toca esos temas bajo el aspecto de la relación única, misteriosa y digna de la mayor reverencia, que cada una de las almas tiene con Dios, su Creador, Señor, Redentor y Ultimo Fin. De aquí, y por esto, el altísimo e inviolable secreto que concierne a las prácticas del Tribunal de la Sagrada Penitenciaría, porque se trata de absolución de censuras reservadas a la Santa Sede, de solución de dudas de conciencia, frecuentemente angustiosas, de equitativas y caritativas composiciones de obligaciones de religión o de justicia.
Y me resulta grato recordar cómo la Sagrada Penitenciaría, aparte la gracia de estado con la que el Señor socorre a todo el que en la Iglesia desempeña una tarea institucional, goza, en esta obra oculta de sanar y edificar las conciencias, del crédito de más de seis siglos de experiencia exquisita y, además, de aportaciones doctrinales, que le han llegado y le llegan de expertos teólogos y canonistas.
En íntima conexión con esta función, está la otra confiada a la Sagrada Penitenciaría, de "moderari" la concesión y aplicación de las sagradas indulgencias en toda la Iglesia. A este propósito quiero recordar que el amor, entendido sobrenaturalmente, a las indulgencias, ligadas como están con la realidad del pecado y del sacramento de la reconciliación, con la fe en el más allá, especialmente en el purgatorio, con la reversibilidad de los méritos del Cuerpo místico, es decir, con la Comunión de los Santos, es un título evidente de auténtica catolicidad. Me es grato decir al cardenal Penitenciario Mayor, a los prelados y a los oficiales de la Sagrada Penitenciaría, que tengo confianza en su labor y que les estoy agradecido por la ayuda que me prestan en mi ministerio apostólico; y quiero repetirles, con relación al estímulo que he dirigido otras veces a toda la Curia Romana, que detrás y por encima de los papeles, sigan viendo a las almas, el misterio de cada una de las almas, para cuya salvación ha querido el Señor la mediación de otras almas y de toda la Iglesia en su trabazón jerárquica.
Los padres penitenciarios de las Basílicas Patriarcales —como es sabido, los Franciscanos Conventuales en San Pedro, los Hermanos Menores en San Juan de Letrán, los Dominicos en Santa María la Mayor, los Benedictinos en San Pablo, todos ellos como penitenciarios— ordinarios; y, además, como penitenciarios extraordinarios, los miembros de otras beneméritas Familias religiosas, en San Pedro, y los de las respectivas familias de los Ordinarios en las otras tres Basílicas— llevan el "pondus diei et aestum" (cf. Mt 20, 12) de escuchar durante largas horas, cada día, y especialmente los días festivos, las confesiones sacramentales.
La Santa Sede, con la misma constitución de los Colegios de los Penitenciarios y con las normas particulares, mediante las cuales, eximiéndoles de las prácticas consuetudinarias o "ex lege" de las respectivas Familias religiosas, los consagra a dedicar la totalidad de su ministerio a las confesiones, trata de demostrar con hechos la veneración singularísima con la que mira a la práctica del sacramento de la penitencia y, especialmente, la forma que debe ser normal, esto es, la confesión auricular: Recuerdo aún la alegría y la emoción que experimenté, el pasado Viernes Santo, al bajar a la basílica de San Pedro para compartir con vosotros el alto y humilde y preciosísimo ministerio que ejercitáis en la Iglesia.
Deseo decir a los padres penitenciarios y además a todos los sacerdotes del mundo: dedicaos, a costa de cualquier sacrificio, a la administración del sacramento de la reconciliación, y tened la certeza de que él, más y mejor que cualquier recurso humano, que cualquier técnica sicológica, cualquier expediente didáctico y sociológico, construye las conciencias cristianas; en el sacramento de la penitencia, efectivamente, actúa Dios "dives in misericordia" (cf. Ef 2, 4). Y tened presente que todavía está vigente y lo estará por siempre en la Iglesia la enseñanza del Concilio Tridentino acerca de la necesidad de la confesión íntegra de los pecados mortales (Sess. XIV, cap. 5 y can. 7: Denz-Sch. 1679-1683; 1707); está vigente y lo estará siempre en la Iglesia la norma inculcada por San Pablo y por el mismo Concilio de Trento, en virtud de la cual, para la recepción digna de la Eucaristía debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal (Sess. XIII, cap. 7 y can. 11: Denz.-Sch. 1647; 1661).
Al renovar esta enseñanza y estas recomendaciones, ciertamente no se quiere ignorar que la Iglesia recientemente (cf. AAS 64, 1972, págs. 510-514), por graves razones pastorales y bajo normas precisas e indispensables, para facilitar el bien supremo de la gracia a muchas almas, ha ampliado el uso de la absolución colectiva. Pero quiero recordar la escrupulosa observancia de las condiciones citadas, reafirmar que, en caso de pecado mortal, también después de la absolución colectiva, persiste la obligación de una acusación específica sacramental del pecado, y confirmar que, en cualquier caso, los fieles tienen derecho a la propia confesión privada.
A este propósito quiero poner en claro que no injustamente la sociedad moderna es celosa de los derechos inalienables de la persona: entonces, ¿cómo, precisamente en esa tan misteriosa y sagrada esfera de la personalidad, donde se vive la relación con Dios, se querría negar a la persona humana, a la persona de cada uno de los fieles, el derecho de un coloquio personal, único, con Dios, mediante el ministro consagrado? ¿Porqué se querría privar a cada uno de los fieles, que vale "qua talis" ante Dios, de la alegría íntima y personalísima de este singular fruto de la gracia?
Quisiera añadir también que el sacramento de la penitencia, por cuanto comporta de saludable ejercicio de humildad y de sinceridad, por la fe que profesa "in actu exercito" en la mediación de la Iglesia, por la esperanza que incluye, por el atento análisis de conciencia que exige, no sólo es instrumento directo para destruir el pecado —momento negativo—, sino ejercicio precioso de virtud, expiación él mismo, escuela insustituible de espiritualidad, profunda labor altamente positiva de regeneración en las almas del "vir perfectus", "in mensurara aetatis plenitudinis Christi" (cf. Ef 4, 13). En este sentido, la confesión bien llevada es ya, por sí misma, una forma altísima de dirección espiritual.
Precisamente por estas razones la práctica de acudir al sacramento de la reconciliación no puede reducirse a la sola hipótesis del pecado grave: aparte las consideraciones de orden dogmático que se podrían hacer a este respecto, recordemos que la confesión renovada periódicamente, llamada "de devoción", siempre ha acompañado en la Iglesia el camino de la santidad.
Quiero concluir, recordándome a mí mismo, a vosotros, padres penitenciarios, y a todos los sacerdotes, que el apostolado de la confesión tiene ya en sí mismo su premio: la conciencia de haber restituido a un alma la gracia divina, no puede menos de llenar al sacerdote de una alegría inefable. Y no puede menos de animarle a la más humilde esperanza de que el Señor, al final de su jornada terrena, le abra los caminos de la vida: "Qui ad iustitiam erudierint multos, quasi stellae in perpetuas aeternitates" (Dan 12, 13).
Mientras invoco sobre vuestras personas y sobre vuestro delicado y meritorio ministerio la abundancia de las gracias divinas, os imparto de corazón la propiciadora bendición apostólica, signo de mi constante benevolencia.
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