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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UNA PEREGRINACIÓN DEL PATRIARCADO DE VENECIA


Sábado14 de marzo de 1981

 

Señor cardenal,
carísimos sacerdotes y fieles de Jesolo:

1. Vuestra visita me trae a la memoria una de las zonas turísticas más hermosas y más visitadas de Italia y me llena de alegría, porque es un gesto profundo de fe y de filial devoción hacia aquel que Jesucristo ha colocado como fundamento de su Iglesia y a quien ha dado las llaves del Reino de los cielos. ¡Acoged mi saludo cordial y agradecido!

Deseo, ante todo, saludar al cardenal patriarca de Venecia, que os ha acompañado; al vicario y a los sacerdotes que rigen las parroquias del arciprestazgo; a todos los demás sacerdotes colaboradores y a vosotros, fieles, que habéis acogido con fervor la iniciativa de este viaje de fe y de oración; aprovecho además la ocasión para extender mi saludo de bendición a toda la población de la querida diócesis de Venecia, que este año celebra el VI centenario del nacimiento de San Lorenzo Giustiniani, su primer patriarca.

Habéis venido a Roma en devota peregrinación y yo quiero esperar que, aun entre los ruidos y los contrastes de la metrópoli moderna, hayáis podido respirar el perfume misterioso y saludable de la Urbe, que proviene de sus incomparables basílicas, de sus santuarios, de as tumbas de los mártires, de las vicisitudes de tantos santos y de tantas personalidades que vivieron totalmente consagradas al bien de la Iglesia y de las almas.

Os deseo de corazón que siempre podáis llevar en vuestras mentes el recuerdo suave y fuerte de Roma, sede de Pedro y centro de la cristiandad.

2. Habéis venido a Roma sobre todo para escuchar la palabra del Papa, para sentiros confortados por él y confirmados en la fe y en la esperanza, especialmente en este período de nuestra historia, tan difícil y exigente.

Vuestra experiencia de vida y de trabajo en lugares de intensa actividad turística y balnearia os pone en contacto con mentalidades diferentes y con todo tipo de persones: desde aquellas que hacen del placer individual y del bienestar el fin de su propia vida, hasta aquellas que, en cambio, se preocupan por dar un sentido a la existencia en la búsqueda de valores auténticos y de significados válidos y perennes.

Vuestro empeño constante y convencido se demuestre en el esfuerzo de ser el buen grano, la luz, la sal, la levadura en esta sociedad, sin dejaros nunca impresionar y arrastrar por las modas corrientes y las costumbres de la multitud. El hecho de que Dios mismo haya querido encarnarse e insertarse en la historia humana, significa que Dios está de la parte de la historia y del hombre y que, aunque la economía divina sigue siendo misteriosa, Dios ama al hombre y lo quiere salvar. Esta certidumbre os dé la fuerza y la alegría de ser siempre y en todo lugar cristianos fervientes.

En realidad, lo que cuenta ante el Altísimo no es tanto la historia con sus flujos y reflujos, cuanto la persona, con sus experiencias y su nostalgia de lo divino y de lo eterno. Y esta persona vosotros la encontráis cada día en el camino de vuestra vida. Para ella vuestro testimonio cristiano puede ser de ayuda edificante.

Os recomiendo, de manera particular, la santificación del domingo con la participación en la Santa Misa, que es el encuentro con Cristo y con la comunidad: ¡Si realmente se quiere, se puede y se consigue! Os recomiendo la oración personal y familiar y la rectitud de conciencia en todos vuestros comportamientos: esto quiere la sociedad moderna de parte de los discípulos de Cristo.

3. ¡Carísimos sacerdotes y fieles! Viéndoos a vosotros, me surge espontáneo el pensar en aquel que durante algunos años fue vuestro patriarca, el Papa Juan Pablo I, y que, en su afán apostólico, desde Venecia escribía así, inculcando el amor y la devoción a María Santísima: "El Rosario expresa la fe sin falsos problemas, sin subterfugios y giros de palabras, ayuda al abandono en Dios, a la aceptación generosa del dolor. Dios se sirve también de los teólogos, pero, para distribuir sus gracias se sirve sobre todo de la pequeñez de los humildes y de quienes se abandonan a su voluntad".

Esta exhortación a amar y rogar a María os la hago yo también de buen grado, junto con la bendición apostólica, que de todo corazón os imparto y que extiendo a todas las personas que os son queridas.

 



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