PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DE UN CONCIERTO EN SU HONOR
Sala Pablo VI
Sábado 17 de octubre de 1981
Transportados como por encanto a las esferas más altas del espíritu humano, hemos sido invitados a mirar las cosas de arriba, a superar las impresiones más inmediatas para alcanzar las inmateriales y arcanas del arte, que pueden acercar el alma a las alturas de lo eterno. Tarea fascinante la de la música, que interpreta las aspiraciones, las inquietudes y el estremecimiento de absoluto de la mente del hombre.
Hemos pasado así, juntos, en una paz armoniosa, una hora de auténtico gozo, haciendo nuestra la invitación de la Palabra divina: "Entonad a mi Dios con tímpanos. Cantad a mi Señor con címbalos, entonadle un salmo nuevo, ensalzad e invocad su nombre" (Jdt 16, 2).
Deseo ahora expresar mí más cordial gratitud a la prestigiosa Academia nacional de Santa Cecilia, que goza de un consenso universal, a su presidente, el maestro Mario Zafred, como también al consejo de administración de la Institución autónoma de los conciertos de la misma Academia. Mi agradecimiento se dirige también a los profesores de la homónima orquesta sinfónica, a los valiosos miembros del coro, y en particular a los cuatro artistas que han dado voz e interpretación a los personajes evangélicos. "Inventan como David, instrumentos músicos" (Am 6, 5).
Una palabra de viva complacencia y de emocionada felicitación quiero dirigir al maestro, mons. Domenico Bartolucci, autor y director del Oratorio "Ascensión", que hemos escuchado.
Hago votos para que el querido maestro siga, con el lenguaje moderno de su talento y de su inspiración, el camino secular de la música sagrada, por la que tanto interés tiene la Iglesia; y lo mismo digo a los diversos cultivadores del arte.
Con el deseo de una armonía cada vez en mayor sintonía con la propia vocación artística, invoco del Señor la plenitud suave de su gracia y de su luz, e imparto a todos mi afectuosa bendición apostólica.
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