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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON
SU SANTIDAD ABUNA TEKLE HAIMANOT,
PATRIARCA DE LA IGLESIA ORTODOXA ETIÓPICA


Castelgandolfo
Sábado 17 de octubre de 1981

 

Santidad:

Con el corazón lleno de gozo os doy, venerado hermano, mi calurosa bienvenida, que hago extensiva también a todos los que os acompañan.

La alegría de recibiros hoy aquí, en Castelgandolfo, reaviva toda mi gratitud por las expresiones de simpatía que me enviasteis con ocasión de los tristes sucesos que me han afligido durante este verano.

La íntima solidaridad de tantos hermanos —expresión de fraternidad cristiana—, junto con las oraciones que han elevado a Dios, me hicieron sentir la comunión de vida que brota de nuestro común bautismo y de nuestra fe en nuestro único Señor Jesucristo. Así, pues, me siento ahora honrado y agradecido por vuestra visita.

Pero mi alegría se hace aún mayor al pensar que este encuentro forma parte de un movimiento espiritual mucho más amplio: la búsqueda común entre todos los cristianos para crecer juntos hacia la unidad plena.

Una falta de conocimiento de las lenguas propias, circunstancias históricas muy diversas, diferentes culturas y puntos de vista, éstas y otras razones han sido la causa de que nuestras Iglesias hayan vivido, siglo tras siglo, separadas. Y eso ha producido, a su vez, un ulterior oscurecimiento de la mutua comprensión. Llamando a los católicos a ocuparse activamente del problema de la unidad plena, el Concilio Vaticano II señaló la necesidad de tener un conocimiento claro de los otros cristianos, como pre-requisito necesario para la unidad plena. Por eso, el Decreto sobre el Ecumenismo puso particular énfasis en la realidad sacramental por la cual nuestras Iglesias permanecen muy íntimamente unidas, sobre todo en virtud de la sucesión apostólica. el sacerdocio y la Eucaristía. Declaró explícitamente que "por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de las Iglesias se edifica y crece la Iglesia de Dios" (Unitatis redintegratio, 15).

La herencia transmitida por los Apóstoles ha sido vivida por nuestras Iglesias de formas y modos diferentes, y ha tenido un desarrollo distinto, según los dones naturales y las circunstancias de la vida propia de cada uno (cf. ib., 14). Esto ha llevado también a expresiones litúrgicas, disciplinares y teológicas diferentes. En sí mismas —a condición de que tal variedad sea complementaria más bien que contradictoria— estas expresiones constituyen un enriquecimiento para la vida y la misión de la Iglesia entre todas las naciones (cf. ib., 14-17). De aquí que la unidad de fe puede ser revestida con la particular contribución cultural y espiritual de cada pueblo y de cada Iglesia local.

Los contactos que hemos restablecido están ya permitiéndonos redescubrir la profunda y verdadera realidad de esta existente unidad. Incluso las divergencias reales entre nosotros se ven con mayor claridad en la medida en que gradualmente las liberamos de muchos elementos secundarios que derivan de ambigüedades del lenguaje.

Este proceso requiere —y esto es indispensable— que incrementemos nuestros contactos directos y que progrese nuestro conocimiento mutuo. Las conversaciones teológicas y el diálogo darán una contribución esencial a la clarificación y solución definitivas de las cuestiones abiertas, con vistas a una total reconciliación. La Iglesia católica está ya dispuesta a iniciar tales contactos directos en busca de la unidad plena, y para hacer todo lo que pueda, en armonía con las otras Iglesias, para promover esa búsqueda que corresponde, sin duda alguna, a la voluntad de Dios sobre su Iglesia.

En el proceso hacia la unidad plena es necesario lograr contactos vivos entre las diversas comunidades, y hacerlo a diferentes niveles, de manera que abarquen a todos los que van a formar la rica vida de la Iglesia. Un verdadero desinterés y la mutua colaboración cordial, sostenida por la oración común, puede contribuir no sólo a borrar amargos recuerdos del pasado, sino también a la consolidación de nuestras actuales relaciones y a su crecimiento en orden a la unidad plena. A este respecto quisiera aseguraros acerca del deseo que la Iglesia católica en Etiopía tiene de orar y trabajar, en un espíritu de amor fraternal, con miras a alcanzar la meta propuesta; y, mientras tanto, quiere experimentar, como un don del Espíritu Santo, alguno de los beneficios de la unidad cristiana.

Hoy la unidad de los cristianos es más urgente que nunca, tanto para la vida interna de la Iglesia como para su tarea de evangelizar el mundo moderno. En medio de los presentes cambios que la humanidad está experimentando, un testimonio común y unido de todos los cristianos puede ser instrumento para una proclamación más eficaz del Evangelio, y puede dar también una activa contribución a la reconciliación entre los pueblos y a la paz del mundo.

Santidad: Al expresar los pensamientos que me sugiere vuestra grata presencia en Roma, deseo aseguraros mis sentimientos de fraternidad y solidaridad con toda la Iglesia de Etiopía que presidís, y deseo también manifestar la prontitud de la Iglesia católica para un contacto cada vez más estrecho y para que ese profundo diálogo, nutrido y sustentado por la oración, contribuya a la construcción de la unidad querida por nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Saludo también, en vuestra persona, a todo el pueblo de Etiopía y hago votos por una pacífica y constructiva sociedad y por una fructífera prosperidad.

 



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