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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA DE TOLEDO
EN VISITA «AD LIMINA»

Martes 9 de marzo de 1982

 

Señor Cardenal y queridos Hermanos en el Episcopado
de la provincia eclesiástica de Toledo,

1. En espíritu de fe y de amor a la Iglesia de Cristo habéis emprendido vuestro viaje a Roma, que debía tener lugar en el pasado año y que ha sido retrasado por las conocidas circunstancias que afectaron a mi persona en el mes de mayo último.

Venís a cumplir con el deber canónico que grava sobre vosotros, Pastores de la Iglesia, de realizar periódicamente la visita ad limina y venerar los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo. Pero sobre todo os mueve el íntimo deseo, que se hace necesidad sentida, de testimoniar y corroborar los vínculos de comunión eclesial que, dentro del Colegio apostólico, unen a los Obispos, sucesores de los Apóstoles, con el Romano Pontífice, Sucesor de Pedro (Lumen gentium, 22).

Por ello os recibo con profundo gozo en este encuentro, que viene a completar el que ya he tenido con cada uno de vosotros por separado, y que me ha ofrecido la ocasión de compartir vuestras alegrías y preocupaciones, propósitos y esperanzas, respecto de las comunidades diocesanas en las que el Espíritu Santo os ha puesto para apacentar la Iglesia de Dios (Cfr. Act. 20, 28).

A vosotros, pues, y a vuestros diocesanos doy mi cordial saludo, deseándoos, como San Pedro a los cristianos de su tiempo, que “la gracia y la paz os sean multiplicadas” (1 Petr. 1, 2).

2. A través de vosotros, que recibisteis el ministerio de la comunidad y presidís en nombre de Dios vuestra grey, de la que sois pastores, maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno, descubro la presencia en este lugar de la querida comunidad cristiana que vive su fe y esperanza en tierras de Castilla la Nueva y Extremadura. Una extensa zona de rica historia eclesial y cívica en el ámbito de vuestra Patria, y que se ha difundido también ampliamente hasta otras tierras lejanas.

En efecto, aquella unidad religiosa de España en torno a la verdadera fe en Cristo, que bajo la guía insigne de los Santos hermanos Leandro e Isidoro tuvo concreción en los Concilios de Toledo; aquel amor mariano, que desde el Guadalupe extremeño halla correspondencia en tantos centros de similar advocación mariana en tierras de América y Filipinas, ha consolidado el alma cristiana y mariana de vuestras gentes. Dos notas que las distinguen, como a sus hermanos y compatriotas de las demás regiones españolas.

Y en torno a esos dos polos se ha plasmado la fe de vuestro pueblo, alimentada y sostenida por la Iglesia a través de innumerables generaciones. Con una vivencia de esa fe, que les ha acompañado en todo su acontecer histórico, en sus logros y fracasos, en la fidelidad y en el esfuerzo, en las luces e inevitables sombras que forman la realidad socio-religiosa de cada pueblo.

3. También en el aspecto social vuestras gentes han vivido su vida iluminadas por el Evangelio de Cristo, y así han contribuido a crear esa cultura y civilización cristianas, de las que quedan tantos testimonios y espléndidos monumentos de diversa índole.

Aunque la prueba más auténtica es la que han ido dando con la propia existencia, con la recitación del credo como patrón de creencia, con la alabanza y elevación a Dios en la plegaria, en lo profundo del propio espíritu o en la sacralidad del templo, con el arrepentimiento de sus extravíos, con el amor a la Iglesia, con el sentido trascendente de la vida y de la muerte.

Es esta una realidad que no puede olvidarse, en campo apostólico y aun sociológico. Pero las circunstancias del presente imponen un examen realista y bien actualizado de la situación, mirando sobre todo al futuro, para que en las nuevas condiciones en las que han de vivir vuestros fieles, puedan estos responder plenamente a su vocación cristiana, en un clima de diálogo, dentro del contexto cada vez más pluralista de la sociedad española.

Sin perder, no obstante, la clara visión de su propia identidad cristiana. Sin olvidar las exigencias que de ella derivan; no sólo en la esfera de la propia conciencia, sino también en el de una actuación práctica de esos principios morales, que no son solamente cristianos sino humanos, y que deben estar en la base de la convivencia cívica, de la solidaridad comunitaria, de la ordenación jurídica de la familia, de la escuela, de la legítima participación de cada uno en la guía de la sociedad. Tratando de descubrir y fomentar, en el actual momento histórico de vuestra Patria, todo eso que es común a los ciudadanos de los diversos sectores, regiones y tendencias de la Nación, y no lo que los divide o enfrenta.

4. Quiero por ello invitaros, y con vosotros a cada miembro de vuestras diócesis - o de las restantes de España, a las que igualmente me dirijo en los encuentros con los Pastores de las diversas provincias eclesiásticas españolas - a hacer un valiente discernimiento de las exigencias de la propia fe, a desechar toda sensación de cansancio o desencanto, a sacudir - permitidme decirlo - esa cierta resignación, que parece impedir a tantos católicos trabajar con mayor eficacia, en lo privado y en lo público.

Ellos han de empeñarse en la construcción de una sociedad democráticamente respetuosa de todo ciudadano o grupo social, han de fomentar en la comunidad contenidos crecientes de justicia y auténtica libertad, pero sin hipotecar su identidad cristiana, sus deberes y derechos; sin falsos rubores, sin poner trabas al dinamismo interno y externo de la propia fe. Antes bien, viviéndola como inspiración a la fraternidad, a la honestidad, al compromiso en favor del bien de todos, sin fronteras interesadas o parciales.

5. Esta exigencia, que toca tan profundamente la actitud vital del cristiano en la globalidad radical de su existencia, requiere una gran atención, sobre todo por parte de Obispos y sacerdotes. Se trata de buscar una intensa formación moral de las conciencias, cuya rectitud práctica ha de ser el resultado de una educación religiosa en profundidad.

Para poder lograr esto hay que cuidar con gran esmero la preparación de la predicación sagrada en todas sus formas; sobre todo en las acciones litúrgicas y en la administración de los Sacramentos, que son los momentos de más frecuente encuentro con la comunidad fiel. Habrá que potenciar también al máximo toda la labor de catequesis a los diversos niveles, a fin de que aumente en todos la conciencia de la propia vocación y la vivencia responsable y motivada del compromiso cristiano.

Una importancia trascendental tiene en ello la tarea personal e intransferible de quienes han recibido por título especial, con el Orden sagrado, la misión de formar en la fe a los demás. En esa tarea han de sentir la alegría de su alto cometido, no exento del deber de ser fieles a las enseñanzas de Cristo, y que la Iglesia ha de anunciar como camino de salvación hasta el fin de los tiempos. Esa fidelidad al Señor y al Magisterio de la Iglesia es parte indeclinable de la fidelidad a la propia vocación y al verdadero amor a los hombres.

6. Pero esta tarea formativa no es privativa de los Obispos, presbíteros o parroquias. También las almas consagradas, los centros eclesiales - máxime los de nivel superior -, los colegios religiosos, todos los agentes de la pastoral, los intelectuales y hombres de cultura cristianos, los movimientos de apostolado, tienen su puesto y responsabilidad de formadores de la fe, de esa fe que construye la Iglesia.

Gracias a Dios, muchos cristianos han sentido de manera más viva, sobre todo después del último Concilio, su plena pertenencia a la Iglesia, así como la responsabilidad que de ahí deriva en orden al apostolado. Tantos niños, jóvenes y adultos, tantos padres y madres de familia pueden ser beneficiarios de la fe del hermano que se siente de veras cristiano y apóstol. Y tantos otros pueden y deben hacerse creadores de ese suplemento de espíritu, hecho de nuevos y superiores motivos de existencia, de los que tanta necesidad tienen nuestros jóvenes, familias y mundo actual.

7. Sé muy bien que esta es una llamada exigente y no fácil. Diríamos que, a la vista de los impedimentos que se interponen en el camino humano, es un cometido imposible. Tal sería para nuestras solas fuerzas.

Pero el Señor, con todo el poder infinito de su Espíritu, está con nosotros hasta la consumación del mundo. El es el objetivo de nuestra vida, es nuestra fuerza y confianza. Por eso, abramos el corazón a la esperanza, al optimismo, a la ayuda de lo alto que cada día nos renueva y conforta. María, Madre de Jesús y de la Iglesia, Madre del Sagrario y de Guadalupe, nos acompaña con su ejemplo e intercesión.

Por ello, con profundo afecto fraterno os aliento en vuestro camino de sacrificada entrega a la Iglesia. Llevad de mi parte este mismo e intenso afecto a vuestros sacerdotes, a los que os pido estéis siempre muy cercanos y disponibles, a vuestros religiosos, seminaristas, seglares comprometidos en el apostolado. Y como está presente en este encuentro el Señor Arzobispo Vicario General Castrense de España, estos sentimientos de estima los extiendo igualmente a él y a los sacerdotes que colaboran en su ministerio.

Finalmente, a todos vosotros y a cada uno de los componentes de vuestras respectivas comunidades eclesiales reitero mi saludo en el amor de Cristo y bendigo de corazón. 

 



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