DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE NUEVA ZELANDA ANTE LA SANTA SEDE*
Jueves 12 de enero de 1984
Señor Embajador:
Me complazco en dar a Su Excelencia la bienvenida en el Vaticano como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Nueva Zelanda. Al recibir esta Credencial por segunda vez, estoy seguro de que usted conoce ya la gran estima que tiene la Santa Sede hacia este servicio que usted asume. Confío en que su estancia aquí contribuirá a reforzar los vínculos ya existentes de amistad y colaboración con su País.
Le agradezco su alusión a la disponibilidad de la Iglesia Católica a ayudar en la búsqueda de soluciones de los críticos problemas que afronta nuestra sociedad contemporánea. Los temas de la paz, Derechos Humanos y desarrollo sobre los que usted ha hablado, son preocupaciones constantes de la Iglesia, pues inciden directamente de hecho en la posibilidad de los individuos de hacer realidad su potencial de hijos de Dios y miembros de la familia humana.
Como usted ha hecho notar, los destinos de las naciones están tan estrechamente relacionados entre sí, que los hechos sociales, políticos y económicos de una nación influyen enseguida para bien o para mal en el bienestar de las otras naciones. La ayuda prestada por su Gobierno a países en desarrollo, a la que usted se ha referido ahora, es signo positivo de interdependencia recíproca. Esta ayuda refleja un sentido de justicia al esforzarse por rectificar el desequilibro de recursos naturales y técnicos, pero también es expresión del espíritu de fraternidad y de voluntad por promover el bien de los demás.
Cuando programas como éste tienen su raíz en el respeto e interés, constituyen una base sólida de paz entre las naciones. Pero puede establecerse una atmósfera de concordia y armonía sólo cuando los Derechos de todas las personas están apoyados y defendidos. Por desgracia, la amenaza de guerra, dominio o agresión física proyecta sombras sobre el futuro. La fabricación continua de armas modernas, sobre todo de armamento nuclear, y la creciente facilidad para recurrir a la violencia, reducen los recursos materiales a la disposición del desarrollo humano y crean un clima de destrucción, sospecha y miedo. Como indiqué recientemente en mi Mensaje de la Jornada mundial de la Paz, la Iglesia sigue estando dispuesta a colaborar en la promoción del diálogo y la cooperación entre las naciones para que disminuyan tales tensiones.
Señor Embajador: sus actividades diplomáticas están encaminadas a favorecer el noble destino del hombre, como lo prueban las relaciones existentes entre las comunidades políticas del mundo moderno. Oro para que su misión sea lograda y fructuosa. Para usted y para aquellos a quienes usted representa, pido bendiciones de paz y alegría. Dios le asista en su importante trabajo.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 4, p.10 (p.54).
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