DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA SANDRO PERTINI*
Lunes 21 de mayo de 1984
1. Con vivo sentimiento de deferencia y estima le doy mi cordial bienvenida, Señor Presidente, agradeciéndole esta solemne visita con la que, en su calidad de Jefe del Estado Italiano y Representante de la unidad nacional, ha querido honrar al Sucesor de Pedro.
No es nuestro primer encuentro. Otras veces hemos tenido ya ocasión de reunirnos de forma más familiar para estar juntos e intercambiar preocupaciones y esperanzas que llenan nuestro espíritu. Entre estos encuentros, no puedo menos de recordar las visitas que tuvo a bien hacerme usted, Señor Presidente, hace tres años, precisamente en este mes, deteniéndose junto a mi lecho del hospital, lleno de ansia fraterna por mi vida en peligro.
También dirijo un saludo al Señor Presidente del Consejo de Ministros, Honorable Bettino Craxi, al Señor Ministro de Asuntos Exteriores, Honorable Giulio Andreotti, y a las demás personalidades ilustres que le acompañan.
2. Permítase también a este Papa «venido de lejos» que exprese los sentimientos especiales que le animan, además del respeto debido y sincero, al recibir oficialmente al máximo Representante de la nación, que es entre todas la más cercana a la Sede de Pedro, por situación territorial y por compartir vida e historia. En efecto, desde que el Pescador de Galilea arribó al corazón del Imperio Romano, Italia ha estado unida con vínculos especiales a la Iglesia Católica, y hoy no lo está menos que en siglos pasados, por una larga serie de motivos históricos, geográficos y culturales.
Además, el patrimonio incomparable de antigua civilización, cultura, arte -en el que la parte cristiana y universal es tan vital y preponderante- atrae hacia la nación italiana los ojos maravillados de los otros pueblos. Yo mismo comencé a conocer y admirar esta nación ya desde los bancos de la escuela, en los años de mis estudios juveniles de Humanidades en Polonia; y después durante mi formación filosófica y teológica en Roma. Mi vinculación con la Urbe se hizo particularmente estrecha cuando Pablo VI me incluyó entre los cardenales de la Santa Iglesia Romana; pero ahora ha asumido una naturaleza nueva cuando, por designio inescrutable divino, he quedado unido a la Iglesia de Roma con la responsabilidad del primero entre los hermanos y siervo de los siervos de Dios.
Como Obispo de esta Sede Apostólica, y Primado de Italia, me siento – en unión de preocupaciones y corazón con todos los obispos italianos- partícipe de los destinos, de los gozos, así como de los sufrimientos, de todas las gentes de Italia. Es una solicitud que siempre ha estado presente en los Pontífices Romanos, desde Gregorio Magno a Pío XII, el cual hace precisamente cuarenta años, se prodigó en la defensa y socorro de los perseguidos y de toda la población de Roma. Siguiendo esta tradición deseo manifestar a usted, Señor Presidente, mi profundo afecto al pueblo italiano que da testimonio a diario de tantos valores espirituales y morales, puesto a prueba con sucesos dolorosos como los terremotos, frecuentes por desgracia, y las situaciones económicas y sociales no fáciles. De estos valores he podido tener experiencia personal incluso, tanto en mis diversos viajes pastorales a lo largo de la Península, durante los cuales recibo siempre una acogida cálida y afectuosa, como en los encuentros que tengo aquí en Roma con peregrinaciones procedentes de diócesis y parroquias de las distintas regiones de Italia. Son valores que se nutren de una tradición cristiana hondamente arraigada en amplios estratos de la población.
El amor que me vincula a este País me mueve a desear que todas sus fuerzas mejores se unan en el afán por salvaguardar ese patrimonio espiritual que constituye su riqueza más auténtica. Alimentándose de ese patrimonio, el pueblo italiano ha podido afrontar las grandes pruebas de la historia. Y gracias a ello también, ha sabido, en años más recientes, superar con firme dignidad el insensato desafío del terrorismo.
No dudo de que, consciente de estos valores supremos, el pueblo italiano encontrará con igual determinación la solución adecuada de los otros problemas que siente profundamente, comenzando por los del respeto a la vida, promoción de la justicia y seguridad de una justa posibilidad de trabajo para todos.
He aludido a mis viajes pastorales por la Península. Aprovecho esta ocasión para manifestar mi agradecimiento por la labor eficaz de las autoridades italianas a todos los niveles y de todos los servicios públicos para que los traslados programados y la afluencia de gente que los acompaña se desenvuelvan siempre en un clima de seguridad y tranquilidad.
3. Señor Presidente: Usted ha querido esperar a realizar esta visita oficial, con el fin de subrayar su valor, la conclusión del Acuerdo de modificación del Concordato Lateranense, cuyas líneas fundamentales han obtenido ya significativamente el consenso de una mayoría parlamentaria que va más allá del área política formalmente gubernamental. Por las altas motivaciones que lo inspiran, deseo que el nuevo Acuerdo – que valoriza de modo especial y en sectores importantes el papel de la Conferencia Episcopal Italiana – marque en los años por venir un crecimiento de las buenas relaciones entre las instituciones religiosas y las civiles, ordenadas todas a favorecer el bien del País mediante la promoción del hombre.
4. Señor Presidente: El hombre, la persona humana con sus capacidades maravillosas, como también con su fragilidad (moral antes que física), es en realidad el gran «camino de la Iglesia». La Iglesia es consciente de que el mensaje proclamado por mandato de Cristo es exigente en los ideales y obligaciones que comporta; pero es igualmente consciente de que está al servicio de la causa del hombre y hace crecer a la persona humana.
Y la persona es también el camino que no puede menos que recorrer un Estado democrático y abierto al futuro, si de verdad quiere servir al hombre. En esta convicción sé que estoy de acuerdo con usted, Señor Presidente, y con los hombres italianos responsables de la cosa pública y estoy seguro de que en sus contactos frecuentes con la gente – y sobre todo con los jóvenes que le rodean con tanta y tan afectuosa confianza – también usted, Señor Presidente, habrá podido notar, en la base de tantos y diferentes intereses, una común pasión por el hombre, pasión que está por esa libertad y justicia, valores distintos pero inseparables, que son necesarios para el pleno desarrollo de la personalidad de cada uno. No obstante las dificultades, retrasos y a veces pasos atrás, este amplio y creciente esfuerzo por el reconocimiento de la eminente dignidad de la persona humana, en cuanto fin de toda institución pública, lleva a abrigar buenas esperanzas para el futuro del País.
5. Que este esfuerzo guíe siempre la acción de Italia, tanto en el campo nacional como en el concierto de los pueblos: primero en favor de los más necesitados: los pobres y cuantos en regiones amplias y menos favorecidas de la Tierra padecen hambre u otras calamidades; para defensa de la paz: que no se mantiene sin el respeto de los Derechos del hombre y que, a su vez, es una condición fundamental para el ejercicio de todo derecho; para promover cuanto hace a la Patria italiana justa y grande, digna y merecedora de amor y sacrificio.
Con estos auspicios, Señor Presidente, invoco la bendición de Dios sobre Italia y sobre todos los italianos.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 22, p.9.
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