DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Viernes 8 de marzo de 1985
Queridos Hermanos en el episcopado:
1. Es para mí motivo de gran gozo encontrarme esta mañana con vosotros, Pastores de las circunscripciones misionales de Colombia, que habéis querido testimoniar vuestra comunión en la fe y en la caridad con la Cátedra de Pedro realizando esta visita “ad limina Apostolorum”.
Al daros mi más cordial y fraterna bienvenida, agradezco las amables palabras que en nombre de todos me ha dirigido el Señor Obispo de Pasto en su calidad de Presidente de la Comisión Episcopal para las Misiones.
2. Los diálogos que durante estos días he mantenido con cada uno de vosotros por separado, me han permitido conocer más de cerca vuestras comunidades y percibir el infatigable trabajo apostólico que realizáis con dedicación y celo admirables en circunstancias no siempre fáciles.
En efecto, la enorme extensión de los territorios encomendados a vuestro cuidado pastoral, que constituyen más del 60% de la superficie total de Colombia; las dificultades climatológicas y de comunicación; la variedad de culturas e incluso de lenguas; la problemática social y económica que, no por antigua y ya conocida es menos urgente y necesitada de soluciones desde el Evangelio, constituyen otros tantos capítulos indicativos de la complejidad de vuestro ministerio y de la urgencia de que toda la Iglesia en Colombia, junto con la Iglesia universal, se sienta solidaria con esta actividad prioritaria que es el anuncio de la Buena Nueva.
Un paso adelante en la labor de la Iglesia en vuestro país, en lo que se refiere al apostolado con las poblaciones indígenas, ha sido la creación, hace dos años, de la Comisión Episcopal especial que se ocupa de estas actividades, y cuyos frutos son alentadores. Este encuentro comunitario me brinda la oportunidad de manifestaros mi gozo y mi gratitud por toda vuestra abnegada tarea en la construcción del Reino. A la vez os pido que seáis portadores de un saludo cordial a vuestros colaboradores sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en el apostolado. Siguiendo a San Pablo hay que decir que ellos son dignos de toda consideración “sobre todo los que se ocupan en la predicación y en la enseñanza” (1 Tim. 5, 7).
3. En los territorios confiados a vuestro celo realizáis vosotros la misión importante de hacer presente a la Iglesia, “sacramento universal de salvación”, obedeciendo a las exigencias íntimas de su catolicidad, como enseña el Concilio Vaticano Segundo (Ad Gentes, 1). Cumplís así, en estrecha conexión con esta Sede Apostólica, la grata obligación que os compete, como sucesores de los apóstoles, de perpetuar la obra del anuncio del Evangelio para que “la palabra de Dios sea difundida y glorificada” (2 Thess. 3, 1), y se anuncie e instaure el Reino de Dios en toda la tierra.
De esta manera confirmáis con vuestro ministerio la verdad de que la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia.
En efecto, en virtud del señorío de Cristo (Cfr. Matth. 28, 18) y por el mandato de El recibido (Cfr. ibid. 28, 19), ella tiene el deber de propagar la fe y la salvación en Cristo. Por eso, fiel a este mandato y movida por la gracia y la caridad del Espíritu Santo, se hace presente a todos los hombres y pueblos, para conducirlos a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia.
4. He sabido cómo al lado de la colaboración generosa de muchas personas y del interés del gobierno, hay en algunas de vuestras misiones dificultades y obstáculos que se oponen a vuestra tarea de evangelizadores.
Algunas veces esos problemas nacen de la propagación de ideologías adversas a la fe, que promueven el materialismo ateo y desconocen la labor generosa y desinteresada que la Iglesia ha llevado a cabo durante siglos en las áreas misionales; otras, de personas y grupos que desde falsas posiciones antropológicas pretenden negar al Evangelio su derecho de penetrar en todas las culturas para así elevarlas. Olvidan éstos que “la actividad misionera tiene también una conexión íntima con la misma naturaleza humana y con sus aspiraciones. Porque manifestando a Cristo, la Iglesia descubre a los hombres la verdad genuina de su condición y de su vocación total, porque Cristo es el principio y el modelo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu pacífico, a la que todos aspiran” (Ad Gentes, 8).
No se puede ciertamente confundir evangelización con “inculturación”. Ambas realidades son distintas e independientes; pero al mismo tiempo no faltan elementos que las relacionan estrechamente, ya que el Evangelio es vivido por personas vinculadas a una cultura determinada y, por tanto, la Buena Nueva ha de impregnar las culturas de los hombres a quienes se anuncia el mensaje de salvación. Como señalé en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio: “Está en conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos todo aquello que está en condiciones de expresar mejor las inagotables riquezas de Cristo” (Familiaris Consortio, 10).
5. Con el Concilio Vaticano II debemos recordar que la reflexión teológico-pastoral llevará a los responsables de la comunidad eclesial a descubrir “de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con las costumbres manifestadas por la divina revelación. Con esto modo de proceder se excluirá toda especie de sincretismo y de falso particularismo, se acomodará la vida cristiana a la índole y carácter de cualquier cultura, y serán asumidas en la unidad católica las tradiciones particulares, con las cualidades propias de cada raza, ilustradas con la luz del Evangelio” (Ad Gentes, 22).
Ello requiere no poco esfuerzo y atención. Porque, además, en el esfuerzo de evangelización y promoción humana que realiza la Iglesia en vuestros territorios de misión, no han faltado tampoco dificultades provenientes de personas o grupos que anteponen sus intereses particulares a los derechos de la comunidad. Se han creado peligrosas tensiones sobre la propiedad y distribución de terrenos; y la presencia de narcotraficantes en regiones indígenas perturba la vida de esas comunidades, a las que quieren arrastrar al inmoral comercio de la droga.
6. Ante las incomprensiones de que habéis sido víctimas en algunas ocasiones, y que hieren también mi corazón, quiero repetiros con nuestros hermanos Obispos reunidos en Puebla de los Ángeles durante la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: “No reivindicamos ningún privilegio para la Iglesia: respetamos los derechos de todos y la sinceridad de todas las convicciones en pleno respeto a la autonomía de las realidades terrestres. Sin embargo, exigimos para la Iglesia el derecho de dar testimonio de su mensaje y de usar su palabra profética de anuncio y denuncia en sentido evangélico, en la corrección de las imágenes falsas de la sociedad incompatibles con la visión cristiana” (Puebla, 1212-1213).
Para lograr tales objetivos, son numerosos los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que en los centros educativos y asistenciales de vuestros territorios misionales dan testimonio del Evangelio con abnegado servicio a los hermanos más necesitados. Entre ellos, no han faltado quienes han llegado incluso a derramar su sangre. La Iglesia sufre cuando es derramada la sangre de cualquier ser humano; y particularmente si la víctima es uno de sus hijos o un ministro suyo que no busca sino servir y tutelar los derechos de los más débiles.
Por parte mía quiero apoyaros y estimularos en la tarea de elevar y transformar las culturas y las personas con la levadura del Evangelio; a pesar de las dificultades, de las incomprensiones y de las falsas interpretaciones de los valores culturales. ¿Cómo no recordar, a este propósito, aquel pasaje de San Ireneo: “Esta predicación que ella ha recibido y esta fe que hemos expuesto, la Iglesia, aunque dispersa por todo el mundo, la guarda escrupulosamente, como si viviese en su solo lugar. Ni las Iglesias que han sido fundadas en Germania, o en Iberia, o entre los Celtas, ni las del Oriente, de Egipto o de Libia, ni las que están en medio del mundo (en Jerusalén) se diferencian entre sí en cuanto a la fe o a la tradición” (S. Ireneo, Adversus haeres: PG 7, 550-554).
7. Como un don inapreciable en vuestra labor ha de considerarse el Seminario Internacional “San Luis Beltrán” que congrega seminaristas de los varios institutos y de las distintas jurisdicciones. El es una prueba de la maduración y vitalidad de vuestras comunidades y un fruto de vuestros desvelos y esfuerzos.
Para una obra tan elevada, como es el anuncio del Evangelio, el futuro misionero ha de prepararse con una especial formación espiritual y moral. ¡Con qué sabiduría el Concilio dice que él debe ser capaz de iniciativas, constante para continuar hasta el fin, perseverante en las dificultades, paciente y fuerte en sobrellevar la soledad, el cansancio y el trabajo infructuoso! (Cfr. Ad Gentes, 25)
En este campo, una particular atención habéis de prestar a la formación catequética de los futuros misioneros para que sean, a su vez, formadores de catequistas que colaboren en su esfuerzo evangelizador. En efecto, “la catequesis no puede disociarse del conjunto de actividades pastorales y misionales de la Iglesia” (Cathechesi Tradendae, 18), sino que constituye un elemento esencial en el proceso total de evangelización.
8. Finalmente, deseo expresaros mi complacencia, porque vuestro trabajo misionero os lleva a servir a los más pobres y humildes de entre vuestros hermanos, en las zonas más deprimidas, en medio de la amada población indígena.
Queridos Hermanos:
La vuestra y la de vuestros colaboradores es verdaderamente la opción preferencial no excluyente por los pobres, a quienes dedicáis lo mejor de vuestra vida y ministerio. Tenéis el privilegio de vivir más cerca de los que no tiene voz, de los preferidos por Jesús, para anunciarles la salvación, “ese gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que es sobre todo liberación del pecado y del Maligno” (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 9). En ese espíritu, seguid adelante en vuestro empeño. Descubrid cada vez más la presencia de Jesús en vuestros hijos más humildes y servidlos con el amor y alegría de quien sirve al Señor.
9. A la protección de María, la Madre del Señor, quiero confiar vuestra labor apostólica. Ella no fue un instrumento pasivo, sino que “cooperó activamente en la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” (Lumen Gentium, 56). Ella os aliente y sostenga siempre. Y que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, inspire vuestros esfuerzos pastorales, para que las almas a vosotros confiadas lleguen, bajo la acción de la gracia, a la plenitud de la vida cristiana.
A vosotros y a vuestras comunidades, en prenda de fidelidad a Cristo, doy con afecto mi Bendición Apostólica.
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