DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS ALUMNOS DE LA PONTIFICIA ACADEMIA ECLESIÁSTICA*
Lunes 6 de mayo de 1985
Monseñor Presidente,
queridos sacerdotes alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica:
l. La alegría de mi encuentro con vosotros, en este tiempo pascual, se ve envuelta en la luz, el amor y la paz que irradia de la humanidad del Señor resucitado. ¡Que su gracia y su gozo estén en vuestros corazones!
He escuchado con viva atención las nobles palabras que me ha dirigido monseñor Cesare Zacchi interpretando vuestros sentimientos. Le doy las gracias de corazón por lo que ha dicho y, sobre todo, por la dedicación con la que se entrega a vuestro servicio. Deseo también expresar mi gratitud a todos aquellos que, en diversas tareas y de distintas formas, colaboran en vuestra formación cultural y espiritual, y en el ordenado y sereno desarrollo de vuestra vida en la Academia.
Dirijo un saludo y mis mejores deseos a los alumnos que, habiendo completado su currículum académico, entrarán próximamente en el servicio directo a la Sede Apostólica.
2. Queridísimos: Vuestro ministerio debe estar firmemente enraizado en Jesucristo y debe conformarse con las disposiciones fundamentales de su espíritu. Pues bien, la actitud interior que expresa toda la vida y el ministerio salvífico de Cristo es la obediencia total al Padre. El Verbo Encarnado, recorriendo, por así decir, inversamente el camino de Adán desobediente, asume la forma de Siervo, haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 8). El no tiene intereses ni ambiciones terrenas que cultivar; no tiene tampoco un proyecto propio de vida personal que realizar; o, mejor dicho, su proyecto es hacer la voluntad del Padre, realizar su obra, consagrarse por entero a la causa del reino de Dios. Esta total disponibilidad y perfecta fidelidad a la voluntad del Padre, para Jesucristo, no ha estado exenta de sufrimiento y de lucha interior; le ha costado lágrimas y sangre. El autor de la Carta a los Hebreos nos asegura que "aunque era Hijo aprendió por sus padecimientos la obediencia" (Heb 5, 8).
La obediencia de Jesús, considerada en profundidad, es la expresión más auténtica y la prueba suprema de su amor sin límites al Padre y a los hombres. El amor es siempre donación desinteresada de sí mismos para hacer la voluntad del amado. Jesús es obediente porque ama al Padre; Jesús es siervo porque ama a los hombres. Él mismo declara a sus discípulos, "si guardáis mis preceptos, permaneceréis en mi amor, corno yo guardé los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15, 10).
Es necesario, además, poner de relieve cómo la obediencia confiere al estilo de vida de Jesucristo un sentido extraordinario de libertad interior al servicio de su misión.
Al estar totalmente consagrado a la gloria del Padre, al anuncio del Evangelio, al testimonio de la verdad, Jesucristo es interiormente libre respecto a los vínculos familiares y a los bienes terrenos, totalmente desapegado de la búsqueda del prestigio humano, ajeno a compromisos, por encima de los prejuicios de su tiempo.
3. Siguiendo el ejemplo de Jesús, también el Apóstol del Nuevo Testamento debe ser una persona que, en la libertad de la obediencia, esté plenamente disponible al servicio de la Iglesia y del mundo. San Pablo, que es el modelo de todo apóstol, es siervo de Jesucristo, segregado para el Evangelio, totalmente disponible al Espíritu que le empuja a recorrer los caminos del mundo, desapegado de la familia y de los bienes, siempre dispuesto a sacrificado todo y en primer lugar a sí mismo por el bien de las almas.
Queridos sacerdotes: El servicio que seréis llamados a desempeñar un día, exige un particular ejercicio de la obediencia, con un profundo espíritu de fe. Es más, diría que debéis interpretar vuestra vida y las diversas llamadas que os lleguen, en clave de obediencia. Ya vuestra entrada en la Academia se funda en un acto de obediencia. Asumidos después para el servicio a la Santa Sede, tendréis que estar disponibles a ir a cualquier lugar del mundo y a afrontar cualquier clima en los ambientes socio-culturales más diversos. El servicio de representación puede ser considerado como una forma exigente de obediencia, en cuanto requiere casi un vaciamiento de sí mismo para poder recibir con fidelidad y transmitir lealmente el pensamiento de aquel a quien se representa.
No es, sin embargo, la obediencia de un sujeto pasivo la que se os pide; sino una obediencia personal, activa, responsable. La verdadera obediencia, de hecho, es capacidad de escucha, apertura de espíritu, sensibilidad de ánimo para captar e interpretar las llamadas que llegan del Espíritu, de vuestros superiores, de las Iglesias locales, del mundo. La variedad y complejidad de las tareas, de las situaciones, de los problemas que tendréis que afrontar, exigirá de vosotros una disponibilidad de espíritu a toda prueba, una libertad interior poco común, un perfecto desapego de vosotros mismos y de vuestras ambiciones, una gran agilidad mental y una prontitud de ánimo.
4. Esta obediencia no puede realizarse, ciertamente, sin esfuerzo, sin sacrificio y sin una progresiva maduración espiritual. En la Eucaristía, que celebráis cada día, podéis recibir la forma vital de la obediencia suprema de Jesús, para vivirla en la situación concreta en que la Providencia os colocará.
Será precisamente esta vida de obediencia, ofrecida con generosidad al Padre, a la Iglesia y a los hombres, la que os permitirá servir al plan divino de la redención del hombre de hoy.
Si entráis en esta vía de la obediencia experimentaréis también un sentimiento interior de paz inefable. Me es grato recordar, a propósito del binomio "obediencia y paz", el testimonio ejemplar de Juan XXIII. Elegido obispo, hace exactamente 60 años, y nombrado visitador apostólico en Bulgaria, anotaba en su Diario del alma: "Pongo en mi escudo las palabras Oboedientia et pax que el padre César Baronio pronunciaba todos los días besando en San Pedro el pie del Apóstol. Estas palabras son, en cierto modo, mi historia y mi vida. ¡Que sean ellas la glorificación de mi pobre nombre por los siglos!".
Junto con la paz, la obediencia, enraizada en la fe, os proporcionará igualmente un inalterable sentimiento de confianza. Cito aún otra página del Diario del alma de Juan XXIII: "La Iglesia me quiere como obispo para mandarme a Bulgaria, como visitador apostólico, en ministerio de paz. Tal vez me esperen muchas tribulaciones en mi camino. Con la ayuda del Señor, estoy dispuesto a todo. No busco ni quiero la gloria de este mundo; la espero muy grande en el otro".
Se siente aquí el eco de las palabras del Apóstol de los Gentiles: "Por esta causa sufro, pero no me avergüenzo, porque sé a quién me he confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día" (2 Tim 1, 12).
¡Que el Señor resucitado avive en vosotros el espíritu de obediencia, dándoos siempre su paz y su confianza! Con este deseo os bendigo de corazón.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.28, p.22.
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