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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE CHILE


Jueves 2 de abril de 1987

 

1. Es para mí motivo de alegría reunirme con vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, que sois los continuadores de la misión apostólica en esta bendita tierra chilena. Veo representada en vosotros a toda la Iglesia que peregrina en esta nación, ya que, como afirmaba San Ignacio de Antioquía, “ dondequiera que esté el obispo, allí está la multitud, al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia universal  (S. Igancio de Antioquía, Epist. ad Smyr., 8)”.

En vuestra presencia quiero dar gracias de corazón a Jesucristo, el Buen Pastor (Jn. 10, 11), por vuestros continuos desvelos en favor de las comunidades a las que servís con caridad apostólica. Confío y pido a Dios que este encuentro nos haga rebosar de celo pastoral y de esperanza en el Señor Jesús, a quien ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra (Mt. 28, 18).

2. La proximidad del V centenario del comienzo de la evangelización en América Latina debe constituir en todo el continente un tiempo de renovación en la fidelidad al Evangelio, que, a pesar de las debilidades y limitaciones de los hombres, ha dado ya tantísimos frutos a lo largo de la historia de la Iglesia en vuestra patria.

Es un tiempo en el que urge clamar al Señor, para que nos manifieste su voluntad sobre nuestra tarea de ministros suyos y dispensadores de sus misterios (1Co 4, 1). Es preciso, por ello, prestar especial atención a la voz del Espíritu Santo, para discernir lo que dice a la Iglesia –como leemos en el libro del Apocalipsis– (Ap 2, 11). En este sentido, nos será de utilidad reflexionar juntos sobre algunas de las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, que nos ofrece una doctrina tan rica sobre el ministerio episcopal. La fidelidad al Concilio, tal como he querido recordarlo desde el inicio de mi pontificado (Primer mensaje radiofónico «Urbi et Orbi», 17 de octubre de 1978: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I [1978] 4ss.), es base indispensable de esa nueva vitalidad cristiana que hoy necesita la Iglesia para cumplir su misión en el mundo contemporáneo.

3. Justamente al principio de la Constitución dogmática Lumen gentium, se indica que “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1) Por tanto, hemos de concluir que el misterio de la Iglesia es, primordialmente, un misterio de unión del hombre con Dios.

Dentro de la misión de la Iglesia, el ministerio de los obispos ocupa un lugar de relieve. Sobre nosotros recae, en efecto, una grave responsabilidad: servir con todo nuestro ser a la comunión de los hombres con Dios, y de los hombres entre sí.

De nuevo el Concilio Vaticano II nos señala el servicio a la unidad como una dimensión fundamental de nuestra misión pastoral: “El Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles. Y cada obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular” (Lumen gentium, 8) . De esta manera, nuestro ministerio responde a la más profunda necesidad del ser humano: abrirse a la comunidad de vida y de verdad instaurada por Cristo.

Ante las múltiples y. en ocasiones, profundas divisiones existentes entre los hombres –que amenazan incluso a la misma Iglesia– hemos de prestar ese primer servicio pastoral a la unidad, con perseverancia y audacia. Sé que vuestro corazón de Pastores, sufre ante todo aquello que es obstáculo a la concordia entre los chilenos. Ese sufrimiento ha de ser acicate para vuestro celo –a la vez ardoroso y paciente–, que os impulsará a ser portadores de Dios a vuestras comunidades y portadores de vuestras comunidades a Dios.

Pido al Señor que avivemos sin cesar la conciencia de esta vocación de servicio a Dios y a los hombres. Estemos seguros de que esta tarea de mediación salvífica no nos aleja ni mucho menos de ninguna realidad humana, sino que afina nuestra sensibilidad de cara a los problemas de cualquier orden, que afecten a cada persona y a la sociedad, con lo cual nos ayuda a tratar de resolverlos sin apartar nuestra mirada de las exigencias del designio divino.

En las últimas orientaciones pastorales publicadas por vuestra Conferencia Episcopal, he visto que habéis elegido, como actitud fundamental para estos años, la opción radical y profunda por el Señor como Dios de la Vida. De esta manera, habéis querido poner de relieve que la Iglesia, por ser cuerpo de Cristo, es ineludiblemente servidora de la vida, de esa vida eterna que Dios nos dio en su Unigénito, de modo tal que “quien tiene al Hijo, tiene la vida; y quien no tiene al Hijo, no tiene la vida en Dios”, como leemos en la primera carta de San Juan (1Jn 5, 12). Vuestro servicio en favor de la unidad es servicio a la vida, ante todo a la vida espiritual de los hombres en Cristo y. desde ella, a todas las nobles manifestaciones de la vida humana.

4. Quisiera ahora considerar con vosotros la triple dimensión de vuestro servicio a la unidad y a la vida, en correspondencia con nuestro triple oficio de enseñar, santificar y gobernar.

Afirma la Constitución dogmática sobre la Iglesia: “Entre los oficios principales de los obispos se destaca la predicación del Evangelio” (Lumen gentium, 25). En el anuncio del Evangelio y en la ordenación de todo el ministerio de la palabra en la diócesis, es preciso recordar siempre que el objeto de este ministerio es la persona y el mensaje de Cristo. El es la única Verdad, en la que se funda la comunión de nuestra fe. Sólo en El encontramos “palabras de vida eterna” (Jn 6, 69).

A través de los obispos, el Señor Jesús quiere hacer llegar su llamado al reino de Dios a los hombres de todos los tiempos y lugares, en cualquier situación en que se encuentren. De la autenticidad de ese mensaje, de la fidelidad al genuino depósito de la fe, conservado e interpretado por la Iglesia, depende la eficacia convocante del ministerio de la palabra. Que llegue, por tanto, a los hombres la voz y la luz del mismo Cristo, sin reduccionismos ni desfiguraciones de la Verdad revelada, lo cual impediría el diálogo de Cristo con los hombres y obstaculizaría la unión vital de sus mentes y corazones con el Señor y su Buena Nueva.

En ese sentido, os aliento a proseguir en vuestra línea pastoral orientada a formar integralmente personas cuya opción básica no puede ser sino Jesucristo y el Evangelio. El verdadero “sentir con la Iglesia” nos inclina siempre a recordar la prioridad de la unión personal de cada uno de los hombres con Nuestro Señor. Salidle al paso – dondequiera que se haga presente – a esa forma alarmante de pobreza espiritual que tantas veces vosotros detectáis: la ignorancia religiosa. Que todos los fieles puedan tener acceso a una catequesis completa, atrayente y adecuada a las circunstancias personales, familiares y sociales de cada persona. Trabajad incansablemente para que el mensaje cristiano ilumine los ambientes culturales e intelectuales de vuestra nación, de modo que en ellos se fragüen las ideas y proyectos que den como fruto una renovada cristianización de Chile.

Dentro de esa gran tarea de la formación cristiana, la sólida formación de los sacerdotes y futuros sacerdotes es primordial y condición indispensable. Durante estos últimos años ha ido aumentando el número de jóvenes que han oído la voz del Señor y se preparan a dar como respuesta un sí definitivo en el camino del sacerdocio. La gratitud al Señor por ese gran don que hace a su Iglesia, os debe impulsar a poner todos los medios necesarios y convenientes para una cuidadosa preparación de los seminaristas de hoy y de los que en un futuro se sentirán llamados. Esa preparación integral ha de mirar a proporcionarles una honda formación intelectual, a encender en ellos la solicitud pastoral y fomentar en su alma una profunda vida de unión con Dios. Continuad, pues, en vuestro empeño por buscar y preparar a quienes serán formadores en vuestros seminarios, de manera que sean eficaces colaboradores vuestros en el cumplimiento de este grave deber.

5. La Iglesia en Chile se ha caracterizado por una gran sensibilidad para percibir que la Verdad de Cristo ilumina realmente todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad. No os canséis nunca de dar a conocer la doctrina social de la Iglesia en toda su amplitud, de modo que sirva de ayuda a la hora de enfocar los problemas con criterios auténticamente cristianos.

La Iglesia cuenta en su mismo patrimonio de fe y de vida con luz y fuerza más que suficiente para esa transformación de todas las cosas en Cristo. Cualquier recurso a planteamientos ideológicos ajenos al Evangelio o de corte materialista en cuanto método de lectura de la realidad, o también como programa de acción social, se cierra radicalmente a la verdad cristiana –pues se agota en la perspectiva intramundana– y se opone frontalmente al misterio de unidad en Cristo: un cristiano no puede aceptar la lucha programada de clases como solución dialéctica de los conflictos. No debe ser confundida la noble lucha por la justicia, que es expresión de respeto y de amor al hombre, con el programa “que ve en la lucha de clases la única vía para la eliminación de las injusticias de clase, existentes en la sociedad y en las clases mismas” (Laborem Exercens, 11).

Contribuid, con todas vuestras fuerzas, a rechazar y evitar la violencia y el odio en Chile. No dudéis en defender siempre frente a todos, los legítimos derechos de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Proclamad vuestro amor preferencial a los pobres –no exclusivo ni excluyente, pero sí fuerte y sincero–, y que se haga operante combatiendo cualquier forma de miseria material y. sobre todo, espiritual.

La Iglesia, por fidelidad a su Fundador, considera misión suya la salvaguardia del carácter trascendente de la persona. En este contexto, y desde el campo que le es propio, mira a la comunidad política y se esfuerza por contribuir a la consecución de los objetivos que favorecen el bien común, en armonía con el fin trascendente.

Sin embargo, como enseña el Concilio Vaticano II, “la Iglesia no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno” (Gaudium et spes, 76). Tampoco se identifica con ningún partido, y sería lamentable que personas o instituciones, de cualquier signo que fueran, cayeran en la tentación de instrumentalizarla según sus particulares conveniencias. Esa actitud revelaría un desconocimiento de la naturaleza y misión propias de la Iglesia, y entrañaría una falta de respeto a las finalidades que recibió de su divino Fundador.

Pero de lo anterior no se deduce que el mensaje de salvación confiado a la Iglesia no tenga nada que decir a la comunidad política, para iluminarla desde el costado del Evangelio. A ella compete  –enseña el Concilio–, “ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de las almas” (Ibíd.). No se trata, pues, de una indebida injerencia en un campo a ella extraño, sino que quiere ser un servicio, prestado por amor a Jesucristo, a toda la comunidad, movida por su deseo de contribuir al bien común y alentada por las palabras del Señor: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32).

6. Cada nación, por ser soberana, tiene derecho a autodeterminarse y a construir libremente su futuro. Sería por ello, inaceptable que injerencias externas pretendieran torcer o sojuzgar la voluntad nacional, con objeto de instaurar un modelo político que la mayoría de los chilenos no aprueban. Pero igualmente es necesario, como enseña el Concilio Vaticano II, que dentro de cada país existan “posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes” (Gaudium et spes, 75)). También es preciso que en todas partes se asegure el respeto a los derechos humanos; no sólo por razones de conveniencia política, sino en virtud del profundo respeto que merece toda persona, por ser criatura de Dios, dotada de una dignidad única y llamada a un destino trascendente. Toda ofensa a un ser humano es también, una ofensa a Dios, y se habrá de responder de ella ante El, justo juez de los actos y de las intenciones.

Por otra parte, es de alentar que en Chile se lleven pronto a efecto las medidas que, debidamente actuadas, hagan posible, en un futuro no lejano, la participación plena y responsable de la ciudadanía en las grandes decisiones que tocan a la vida de la nación. El bien del país pide que estas medidas se consoliden, se perfeccionen y complementen, de modo que sean instrumentos válidos en favor de la paz social en un país cristiano en el que todos deben reconocerse como hijos de Dios y hermanos en Cristo.

No podemos, sin embargo, olvidar que la raíz de todo mal está en el corazón del hombre, de cada hombre, y si no hay conversión interior y profunda, de poco valdrán las disposiciones legales o los moldes sociales.

7. Estas reflexiones, amados hermanos en el Episcopado, no pretenden ser un programa de orden temporal, pues no es ésa misión ni competencia de la Iglesia. Son palabras con las que he querido traer a la memoria algunos elementos doctrinales contenidos en las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II. Son palabras dictadas por mi solicitud como Pastor de toda la Iglesia y movido por mi ardiente deseo de que esta amada nación, en el respeto debido a sus mejores tradiciones, pueda progresar material y espiritualmente sobre las bases de los principios cristianos que han caracterizado su caminar en la historia.

Entre las prioridades de vuestra misión como Pastores está, sin duda, la formación del laicado. El próximo Sínodo de los Obispos, el mes de octubre en Roma, será ocasión privilegiada para impulsar la función de los laicos en el mundo y en la Iglesia.

Estos habrán de asumir, desde una perspectiva de fe, sus responsabilidades ante los desafíos culturales, educativos, sociales, económicos y políticos, que el presente y el futuro de Chile plantean. Al mismo tiempo, estimularéis el uso de la legítima libertad de los católicos en esos sectores, los animaréis a ser siempre fieles a Cristo y a su doctrina salvadora, en sus opciones temporales. Para esto, haced saber siempre que la Iglesia jamás puede identificarse con corrientes o soluciones partidistas, y mucho menos con tendencias o concepciones extrañas al mensaje cristiano, entre las que destacan las que se inspiran en concepciones materialistas del hombre y de la historia. Así, la formación cristiana de los laicos será una formidable fuerza de evangelización y humanización de todas las realidades chilenas.

8. “El obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio" sobre todo en la Eucaristía que el mismo ofrece o hace que se ofrezca, y por la que continuamente vive y crece la Iglesia” ((Lumen gentium, 26). Cuando ejercemos el oficio de santificar, así descrito por la Constitución Lumen gentium, somos instrumentos de la unión de los hombres con Dios, y entre los hombres. Cristo se sirve de nuestras palabras y de nuestras acciones sacramentales para comunicar su misma Vida a la humanidad.

Al igual que en 1984, durante vuestra visita “ad limina”, quiero hoy invitaros a reflexionar sobre el lugar central que ocupa la sagrada liturgia en la vida eclesial, esta vez en la perspectiva de vuestro ministerio en favor de la unidad y de la vida. Como os dije entonces: “el servicio de la Palabra, la Eucaristía y la Penitencia deben volver a ser el centro dinámico de la vida comunitaria de la Iglesia, que ahí encuentra su misión propia a semejanza de Cristo Buen Pastor ” (Discurso al segundo grupo de obispos de Chile en vista "ad limina", n. 3, 8 de noviembre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII/2 [1984] 1184). Ninguna otra acción pastoral, por urgente o importante que parezca, puede desplazar a la liturgia de este lugar central.

La Eucaristía es sacramento de unidad por excelencia. La unidad de la Iglesia por lo que respecta a su significado y realidad, tiene su centro en el misterio del Dios hecho hombre que se inmola por nosotros, y se nos da como Pan de Vida. De ahí que todo lo que tienda a una digna celebración del sacramento de la Eucaristía, y a fomentar una activa participación de los fieles, es una ayuda inestimable a la edificación unitaria de la Iglesia y al crecimiento de su vida en Cristo. Por otra parte, la cuidadosa y fiel aplicación de las leyes litúrgicas – dentro de la actual riqueza de formas de celebración –, hará brillar aún más esa comunión en la plegaria de toda la Iglesia.

 9. La Iglesia, comunidad de los reconciliados en el Señor, a la vez que reconciliadora (Reconciliatio et Paenitentia, 9), halla en la Eucaristía la fuente y el dinamismo de su unidad y de su servicio de comunión en el mundo. Continuad pues empeñándoos en lo que recuerda la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia para toda la Iglesia: «Frente a nuestros contemporáneos –tan sensibles a la prueba del testimonio concreto de vida– la Iglesia está llamada a dar ejemplo de reconciliación ante todo hacia dentro; por esta razón, todos debemos esforzarnos en pacificar los ánimos, moderar las tensiones, superar las divisiones, sanar las heridas que se hayan podido abrir entre: hermanos, cuando se agudiza el contraste de las opciones en el campo de lo opinable, buscando, por el contrario, estar unidos en lo que es esencial para la fe y para la vida cristiana, según la antigua máxima: "In dubiis libertas, in necessariis unitas, in omnibus caritas"» (Reconciliatio et Paenitentia, 9).

La celebración del sacramento de la Penitencia constituye otro momento privilegiado de unión del fiel con Cristo y con los hermanos. A través de él se obtiene el perdón de los pecados. No dejéis de instar a vuestros sacerdotes a que fomenten con gran empeño la práctica de este sacramento –con la predicación y su disponibilidad para confesar–, como una opción pastoral de capital importancia para toda la vida de la Iglesia; de esta manera podrán contribuir a esa urgente tarea que es la liberación del pecado.

La promoción de la piedad popular, según la mente de la Iglesia, debe ayudar también a que la Palabra y los Sacramentos lleguen a todos los habitantes de la nación. De esta manera, esas loables manifestaciones de la piedad del pueblo chileno serán una oportunidad de gracia para que el ministerio pastoral se haga presente y eficaz en vuestras parroquias y comunidades.

10. Vuestra función de gobierno en las Iglesias particulares de las que sois Pastores y fundamento visible de unidad, constituye otra de las dimensiones de este servicio al misterio de la comunión de la Iglesia universal. Cuando aconsejáis, exhortáis o hacéis uso de vuestra potestad espiritual, guiáis a los fieles hacia Cristo y sois artífices de comunión en la fe y en la caridad.

Con humildad y fortaleza, hemos de asumir la responsabilidad de cumplir el mandato que el Señor dio a sus Apóstoles, de regir al Pueblo de Dios. La caridad pastoral, la comunión con el Sucesor de Pedro, vuestro afecto colegial, son dones del Espíritu para que en vuestros actos brille siempre la autoridad que procede de Cristo y que constituye un verdadero servicio a la comunidad.

Unir cada vez más a los fieles en la fe, la moral, los sacramentos, la disciplina de la Iglesia, no significa introducir una uniformidad sin relieve, ni quitar espacio a las iniciativas apostólicas que brotan y crecen gracias a la libertad de los hijos de Dios. La auténtica vida de Cristo en su Iglesia ofrece una inagotable riqueza, que a vosotros compete promover y regular con exquisita prudencia pastoral y sentido de equidad, de modo que todas esas fuerzas contribuyan a la salvación de los hombres. Cuando surjan tensiones, en las que aparece la debilidad humana o la diversidad de criterios, el Pastor habrá de ser siempre agente de concordia dentro del servicio esencial a la verdad y ministro de reconciliación en el Señor. Más allá de los simples equilibrios humanos, vuestro “munus regendi” ha de ser el cauce para que todos descubran de nuevo la belleza de la unión en el amor de Cristo, que ha venido para congregarnos en una gran familia y conducirnos al Padre común.

Nuestro oficio de gobernar no se reduce a una tarea de carácter solamente administrativo. Tenemos que reproducir en nosotros mismos la imagen del Buen Pastor, que va delante de sus ovejas, conduciéndolas por caminos seguros, llevándolas a las fuentes de agua viva, cuidando de todas con amor de Padre.

La experiencia nos ha enseñado innumerables veces que nada puede sustituir el testimonio de vida del Pastor; y hoy tal vez más que nunca, pues los hombres son especialmente sensibles a la autenticidad y a la coherencia. Así lo puso de relieve el último Sínodo de los Obispos: “Hoy es absolutamente necesario que los Pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad” (Synodi Extr. Episcoporum, 1985 Relatio finalis, II, A, 5).

11. Nuestro Señor Jesús está vivo y presente en su Iglesia. Cristo está con nosotros, hoy y siempre. No nos encontramos solos en nuestra misión. Es Cristo la cabeza de su Iglesia; El es quien la santifica y la gobierna; El es quien actúa mediante nuestro ministerio.

Ante las dificultades que cada día os salen al paso en la obra de la evangelización, no olvidéis que Dios, nuestro Padre, jamás deja solos a quienes se han entregado y lo han abandonado todo para seguirlo.

“Y viéndoles remar fatigosamente, pues el viento les era contrario, hacia la cuarta vela de la noche, vino hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo ademán de seguir adelante... Pero Jesús les habló y les dijo: Confiad, soy yo, no temáis. Y subió con ellos a la barca y cesó el viento” (Mc 6, 48-51). Al acabar este encuentro me reconforta recordar esta escena de la vida de Jesús con sus Apóstoles: El está con nosotros.

Llenaos de confianza y de gratitud. “Soy yo, ¡no temáis!”. Son palabras que el Señor nos sigue diciendo ahora; que no cesa de repetirnos cuando nuestras fuerzas flaquean. Cristo también hoy domina las tempestades y los vientos contrarios. El está en la barca con nosotros y. al pedirnos el esfuerzo de remar, nos da la seguridad de que la barca no se ha de hundir, porque El está presente con todo su poder. En El –¡sólo en El!– hemos de poner nuestra fe y nuestra esperanza.

Cuando ya está tan próximo el Año Mariano, que será un tiempo de gracia para toda la Iglesia, encomiendo a María Santísima del Carmen, Madre y Reina de Chile, todos los afanes y tareas de la Iglesia en vuestra patria, y le pido que sepamos ser siempre dóciles, como Ella, al Espíritu Santo para que, a través de nuestro ministerio de verdad divina y de vida eterna, el Paráclito guíe la Iglesia y la congregue en esa unidad que deriva de la unidad de la Trinidad Santísima.



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