VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA
DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE ARGENTINA
Sede de la Conferencia Episcopal Argentina, Buenos Aires
Domingo 12 de abril de 1987
Amadísimos hermanos en el Episcopado:
1. Este encuentro con vosotros ya casi en las últimas horas de mi permanencia en vuestro país, quiere ser, como decía en su saludo el señor cardenal Raúl Primatesta, un momento análogo a aquél que Jesús quiso compartir con sus Apóstoles cuando, después de la misión de los Doce a las aldeas de Israel, los invitó a un lugar retirado, cerca de Betsaida (cf. Lc 9, 10), para hacerles descansar y quedarse a solas con ellos. “Venid vosotros solos a un lugar apartado, y reposad un poco” (Mc 6, 31). Hoy es el mismo Jesús quien nos convoca y nos reúne; el mismo Jesús está en medio de nosotros, para guiarnos con su luz y su gracia.
En esta sede de la Conferencia Episcopal Argentina, que hace poco he bendecido, y dentro de mi visita pastoral, esta pausa sumamente grata nos permite compartir las muchas emociones que las diversas celebraciones en la fe y en el amor han suscitado en nuestro espíritu. Todos nos sentimos movidos a dar gracias a Dios de todo corazón por los muchos dones que ha otorgado a vuestras Iglesias particulares, como he podido ver a lo largo de estos días inolvidables.
Tal vitalidad es el resultado de una tarea evangelizadora larga y tenaz, comenzada hace casi cinco siglos en tierras argentinas. Quiero en esta ocasión rendir un homenaje de viva gratitud a cuantos, a lo largo de vuestra historia, han sido instrumentos generosos v fieles de la evangelización de la Argentina y de la misión salvífica de la Iglesia: en los tiempos de la colonización española, durante la epopeya de la independencia, en los años azarosos de la organización nacional y en su proyección hasta el presente.
Queridos hermanos: Quiero manifestaros mi gozo porque con fe, con generosidad y con espíritu de sacrificio habéis llevado adelante, junto con vuestros colaboradores, el trabajo de tantos Pastores que os han precedido en esta tierra bendita. Y quiero asimismo recordaros, en nombre del Señor, algo que está muy dentro de vuestro corazón sacerdotal: el presente y el futuro de la evangelización de Argentina está en vuestras manos.
Durante este encuentro de hoy vamos a reflexionar brevemente acerca de las condiciones fundamentales para llevar a cabo una amplia y profunda consolidación de la obra evangelizadora iniciada hace casi cinco siglos. Una evangelización que ha de ser “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, como ya lo expresé a los obispos del Celam en Haití hace cuatro años. Serán mis consideraciones sucintas por necesidad, pero quieren subrayar ulteriormente algunas opciones pastorales de fondo. Se trata de programas e iniciativas cuyos resultados no suelen verse a corto plazo; son como el grano de trigo del Evangelio, que cae en la tierra y muere, produce mucho fruto, porque lleva en sí el germen de la vida de Dios.
2. Para afrontar adecuadamente las necesidades de hoy y las incertidumbres del futuro, la evangelización ha de apoyarse, como en su fundamento, en vuestra propia unidad de Pastores, modelo y causa visible de la comunión eclesial. Recordad la plegaria del Señor Jesús, que dirigió al Padre por los Apóstoles: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17, 21). Estas palabras contienen la voluntad divina de unidad, para los Apóstoles y para sus Sucesores, los obispos: unidad de pensamiento, de palabra, de sentimientos y de acción entre todos los obispos, miembros de un mismo Colegio, cuya Cabeza visible es el Papa.
He ahí el signo de la autenticidad de la misión de la Iglesia y de la misión de Cristo: “ Que sean uno... para que el mundo crea que tú me enviaste ”. Nada ayuda tanto a la obra de la evangelización como la unidad y el entendimiento entre los Pastores.
Esta unidad tienen como punto de referencia la unívoca adhesión a la verdad de la Revelación divina, a la Tradición doctrinal, moral y disciplinar de la Iglesia que siempre ofrece al mundo el auténtico mensaje de Cristo, perpetuamente nuevo y actual para todas las generaciones. Dicha unidad no es uniformidad; en efecto, no anula la legítima diversidad de acentos pastorales y de prioridades o iniciativas, en consonancia con las diversas necesidades y circunstancias de vuestras diócesis. Pero también es cierto que la unidad requiere siempre que las particularidades se integren en una armonía, que las supere sin anularlas. A este respecto, quiero recordaros una de las conclusiones del Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985, que corresponde a la sutil pero decisiva distinción entre pluriformidad y pluralismo: “Como la pluriformidad es una verdadera riqueza y aporta con ella una plenitud, es ella misma verdadera catolicidad; en cambio, el pluralismo, fundado sobre la yuxtaposición de posiciones opuestas, conduce a la disolución, a la destrucción, a la pérdida de la propia identidad” (Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, C, 2).
No se me oculta qué difícil es hoy el ejercicio de vuestra misión de Pastores buenos y fieles, en medio de una sociedad atravesada sí por corrientes de secularización, pero a la vez atenta a la voz de los Pastores de la Iglesia, como he podido comprobar yo mismo a lo largo de este viaje pastoral. El Señor que os asiste y acompaña con su Espíritu no dejará de iluminaros y daros vigor y fuerza en todo momento, junto con aquella prudencia sobrenatural, que es don suyo.
Pero a esto deberéis responder con entereza de ánimo y serenidad de espíritu, unidas a aquella gran humildad que manifestaba el Apóstol Pedro cuando el Señor lo interrogaba acerca de su amor hacia Él, para enviarlo a apacentar sus corderos y ovejas: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 17).
Siempre conscientes de vuestra función de padres y Pastores, en nombre de Jesús, para la Iglesia toda en Argentina, permaneced atentos a lo que la misma sociedad –aun secularizada, aun en apariencia indiferente– espera de vosotros, como testigos de Cristo, como custodios de valores absolutos, como herederos de una gloriosa tradición espiritual, cultural y cívica de vuestra patria.
3. Mas, en vuestra tarea evangelizadora no estáis solos: contáis con la generosa ayuda de los presbíteros, a quienes la Constitución Lumen Gentium llama “próvidos cooperadores del orden episcopal” (Lumen Gentium, 28; Christus Dominus, 15.
Si bien vuestro país, como las demás naciones hermanas de América Latina, ha sufrido crónicamente la escasez de sacerdotes, podemos hoy dar gracias a Dios porque, en los últimos años, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa han aumentado de manera alentadora, en casi todas las diócesis. Sí, debemos dar gracias al Padre, de quien desciende “toda dádiva buena, todo don perfecto” (cf. St 1, 17) y a Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia, que continúa distribuyendo sus dones “para la instrucción de los santos en orden a su ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12); y al Espíritu Santo, fuente increada de los dones espirituales (cf. 1Co 12, 4).
Nos llena de gozo la perspectiva de una renovada acción evangelizadora, emprendida por las nuevas generaciones sacerdotales, llamadas a continuar el abnegado esfuerzo de tantos presbíteros que gastaron su vida al servicio del Pueblo de Dios.
Pero este regalo del cielo implica también una grave responsabilidad. Si Dios ha bendecido con vocaciones sacerdotales a la Argentina, no se debe escatimar medios para procurar que los futuros presbíteros adquieran el bagaje de conocimientos y de virtudes que los habiliten aún mejor para el ejercicio de su ministerio. Esta grave responsabilidad reclama, por tanto, como vosotros mismos lo habéis asumido en las «Normas para la formación sacerdotal en los seminarios de la República Argentina», seriedad y coherencia en la formación impartida en los seminarios de acuerdo con las orientaciones de la Sede Apostólica.
Ante todo, es necesaria una sólida formación en los caminos de la vida espiritual, que haga del futuro sacerdote un hombre de Dios, enraizado en el Espíritu de Cristo por el vigor sobrenatural de su fe y de su caridad, alimentada con la meditación de la Palabra divina y con el culto litúrgico, principalmente mediante el trato y la unión interior con Jesucristo presente en la Sagrada Eucaristía. Esta vida interior ha de ser el fundamento de aquella entrega que identifique al sacerdote con el Señor crucificado, fuente única y segura del gozo de la resurrección, ya incoado en esta vida.
Junto a la formación espiritual, y en vital conexión con ella, hay que proveer a una formación doctrinal –filosófica y teológica– amplia y segura, como corresponde a quienes han de colaborar en vuestra misión como maestros de la fe en medio del pueblo cristiano. El sacerdote ha de hacer de los principios de la fe alimento vital de su inteligencia, en recíproco intercambio, según el dicho anselmiano: “Credo ut intelligam, sed etiam intelligo ut credam”; y ha de arraigarse cada vez más en el “sentir con la Iglesia”. Por consiguiente, en los años de seminario, los candidatos habrán de adquirir aquellos hábitos de estudio y de reflexión que les permitan luego actualizar su saber teológico y proyectarlo con fidelidad en su actividad ministerial y en la solución de los problemas, a veces arduos y conflictivos, que suscitan las nuevas situaciones e interrogantes de nuestra época.
Al mismo tiempo, y como perspectiva ineludible de toda preparación sacerdotal, hace falta una honda formación pastoral, esto es, la plasmación de una verdadera personalidad de Pastor, ungida por la caridad de Cristo, que dispone al sacerdote a no eludir nunca los sacrificios personales en bien de los cristianos que Dios le ha confiado. Se necesita en los Pastores una personalidad modelada por la vida de piedad, por la ascesis cristiana y por el ejercicio constante de las virtudes sobrenaturales, labradas sobre el fundamento de una humanidad que distinga al sacerdote católico por su sinceridad, rectitud y educación (cf. Optatam totius, 11). El sacerdote-pastor será así presencia transparente de Jesús, Buen Pastor, plenamente disponible para el servicio incansable de sus hermanos.
Este alentador florecimiento de vocaciones requiere, indudablemente, claros criterios de selección en la pastoral vocacional. No es el número lo que se ha de buscar principalmente, sino la idoneidad de los candidatos. Necesitamos muchos sacerdotes, pero que sean aptos, dignos, bien formados, santos. Recordad lo que establece el Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal: “A lo largo de toda la selección y prueba de los alumnos, procédase siempre con la necesaria firmeza, aunque haya que deplorar penuria de sacerdotes, ya que si se promueven los dignos, Dios no permitirá que su Iglesia carezca de ministros” (Ibíd., 6).
4. Un tercer punto sobre el que deseo reflexionar junto con vosotros, es la misión evangelizadora que la Iglesia, “organizada sobre la base de una admirable variedad ” (Lumen Gentium, 32), promueve por medio de sus miembros laicos. Mi venerable predecesor el Papa Pablo VI la llamaba “una forma singular de evangelización” (Evangelii Nuntiandi, 70).
La función de los laicos es, precisamente, “poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas, en las cosas de este mundo”, para que las realidades temporales se pongan “al servicio de la edificación del reino de Dios y. por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús” (Evangelii Nuntiandi, 70).
Esta misión del laicado católico, que será objeto de las sesiones de la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos, adquiere una importancia capital en el momento que vive vuestro país. La permanente vigencia y el más hondo arraigo de los valores cristianos en la sociedad argentina, así como la siempre necesaria presencia orientadora de la Iglesia, requieren el empeño eficaz de un laicado maduro en su fe, preparado intelectual y apostólicamente para hacer frente a los desafíos de hoy, de tal manera que pueda “instaurar el orden temporal y actuar directa y concretamente en dicho orden, dirigido por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movido por la caridad cristiana” (Apostolicam Actuositatem, 7).
Entre vuestras orientaciones pastorales de los últimos años, veo complacido que habéis dedicado particular atención al “Plan matrimonio y familia” y a la llamada “Prioridad juventud”. Se trata, pues, de continuar ese trabajo, orientando los esfuerzos de un modo especial hacia la formación completa de los laicos, para que después, ellos –con libertad y responsabilidad personales– hagan presente a la Iglesia en “el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la evangelización” (Evangelii Nuntiandi, 70).
La formación de los laicos tiene que basarse en una intensa vida cristiana, que sea respuesta a la vocación universal a la santidad que el Señor ha dirigido a todos los bautizados (cf. Lumen Gentium, cap. 5; Sínodo Extraordinario de los Obispos, 1985, Relatio finalis, II, A, 4). En este sentido, el Decreto conciliar Apostolicam Actuositatem presenta un bello resumen de la espiritualidad seglar en orden al apostolado, verdadero programa de santificación para los laicos (cf. Apostolicam Actuositatem, 4).
Pero es igualmente imprescindible la formación doctrinal, ya sea en el seno de las familias, en las escuelas, en las parroquias, en las asociaciones y movimientos apostólicos o en los institutos especialmente destinados a impartir esta formación. No podemos olvidar que el Concilio Vaticano II proponía para los seglares “una sólida preparación doctrinal, y también teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento” (Apostolicam Actuositatem, 29).
Sobre todo, quiero subrayar que esta formación doctrinal debe estar apoyada en una inquebrantable fidelidad a la verdad católica en su totalidad, y en una firme adhesión al Magisterio de la Iglesia. Esta fidelidad es más necesaria que nunca en un tiempo como el nuestro en el que no faltan ideologías y estilos de vida que obstaculizan y se oponen a los principios que inspiran las raíces cristianas de la sociedad argentina. La misma complejidad de los problemas éticos que se plantean al cristiano en la sociedad contemporánea, a causa de los cambios culturales y de los avances científicos, reclaman un renovado espíritu de fidelidad a la verdad en la reflexión y en la acción de los laicos.
5. Amadísimos hermanos: Habría muchos otros temas que tratar, pero el tiempo no me permite abordarlos en esta ocasión. Basten estas reflexiones, que desearía prolongar con vosotros, para mostrar el interés y el afecto con que sigo vuestra meritoria obra pastoral. Os ofrezco estas consideraciones como una invitación a continuar, con ánimo ardiente y corazón siempre dispuesto, el trabajo que os espera. Sé de vuestro constante esfuerzo y preocupación en los momentos difíciles en que la violencia quebró profundamente, en el dolor y la muerte, la paz, la convivencia y la prosperidad de vuestra patria. Sé de severos documentos condenando esa violencia e invitando a la reconciliación. Sé de vuestras abnegadas gestiones que salvaron vidas, dando así testimonio de las exigencias del Evangelio, silenciados u olvidados: Dios conoce vuestra fidelidad. Sé, y lo sabéis vosotros también, que para un Pastor esa exigencia de fidelidad a Dios y servicio a los hombres desde el Evangelio, permanece siempre porque Jesús, el Buen Pastor, amó hasta la muerte.
En vuestro ministerio episcopal acordaos siempre de que os asiste la gracia del Espíritu. Iluminados y fortalecidos por ella, sabed avizorar los signos de los tiempos, señalar a vuestros fieles el rumbo a seguir, guiados con paso seguro en la marcha hacia la casa del Padre.
Vivid, además, intensa y profundamente, vuestra unión con Cristo presente en la Eucaristía, para derramar abundantemente su gracia sobre las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral, de modo que ese don sea en ellas fuente de vida eterna (cf. Jn 4, 14).
Tal ha sido mi ardiente deseo durante las celebraciones de fe y amor que, junto con tantos amados hijos de la Argentina, he vivido en esta visita pastoral que ya llega a su fin. A lo largo y ancho de vuestra inmensa y variada geografía, he podido apreciar la religiosidad y fervor del pueblo fiel. Ruego a Dios, nuestro Padre, que el mensaje del Evangelio cale hondo en el alma de cada persona y que se traduzca en frutos abundantes de vida cristiana, a nivel individual, familiar y social.
6. Para concluir, quisiera evocar aquella escena del capítulo del Evangelio de San Juan, en la que se relata la segunda pesca milagrosa, como “signo” de Jesús resucitado.
Estaban varios de los Apóstoles junto a Simón Pedro y éste les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros contigo”. Y la presencia de Cristo, todavía velada a sus ojos, llenó las redes de ciento cincuenta y tres peces grandes. Esa pesca es signo, también, de la misión universal de la Iglesia hasta el fin de los tiempos; del incesante navegar mar adentro”(cf Lc 5, 4) de los obispos, unidos al Sucesor de Pedro. Signo que la gracia del Señor, invisiblemente presente, renueva hoy entre nosotros como en aquel amanecer junto al lago, impulsándonos con nuevo fervor en nuestra misión de “pescadores de hombres” (cf. Mt 4, 19; Mc 1, 17).
Vamos a continuar la pesca; ¡mar adentro, pues, en el nombre del Señor! Y que la Virgen Santísima de Luján nos acompañe.
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