DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL COMITÉ ADMINISTRATIVO DE COORDINACIÓN
DE LAS NACIONES UNIDAS*
Sala de los Papa, El Vaticano
Viernes 24 de abril de 1987
Queridos amigos:
Quiero daros las gracias por los amables sentimientos que el Secretario General, Señor Pérez de Cuéllar, ha expresado en nombre vuestro. Es un placer para mí el que esta reunión en Roma del Comité administrativo de Coordinación de las Naciones Unidas haya hecho posible vuestra presencia hoy aquí, y extiendo a cada uno de vosotros mi bienvenida y mi saludo cordial.
1. La Organización de las Naciones Unidas, a la cual servís, tiene un papel vital en el mundo de hoy. Todos somos conscientes de que la creciente interdependencia global y la intercomunicación crean una posibilidad cada vez mayor de paz y entendimiento, pero al mismo tiempo multiplican los riesgos de un conflicto más amplio. Vuestra organización es singularmente apta para favorecer las posibilidades de paz y para reducir los peligros creados por la injusticia y la agresión. Sirve como un foro útil para la discusión y como un instrumento eficaz para la acción, al promover el bien común de la familia humana. Debe su existencia misma al deseo que tienen los hombres de buena voluntad de paz, seguridad y libertad para buscar el legítimo desarrollo humano para ellos mismos, para sus familias y para sus comunidades. Cada una de las agencias y actividades que vosotros representáis se creó con la finalidad de asegurar un progreso auténticamente humano, es decir, un progreso basado en el respeto de los derechos fundamentales dados por Dios, en la cooperación mutua y en la promoción de la paz y la justicia.
La Organización de las Naciones Unidas merece elogios por su servicio a la humanidad a muchos niveles. Como parte de sus actividades regulares, ha despertado la atención internacional sobre problemas tales como la pobreza, la falta de vivienda, los derechos humanos, la difícil condición de los refugiados, las necesidades de los niños y de los minusválidos y la contribución de las mujeres a la sociedad. También ha despertado la atención sobre problemas relacionados con los campos de la cultura, de la economía, de la ciencia y de la salud pública. Entre sus muchos logros positivos, quisiera; mencionar las Convenciones firmadas el año pasado en Viena sobre la colaboración en caso de accidentes nucleares. Cada uno de los problemas que acabo de mencionar, así como muchos otros, sólo pueden ser solucionados con la cooperación que supera las fronteras e intereses nacionales y regionales. Las iniciativas de las Naciones Unidas son un signo de esperanza de que tal cooperación es ciertamente posible.
Como bien sabemos, la búsqueda de un consenso mundial y de una cooperación para establecer la paz y resolver los problemas, no es siempre fácil, dadas las múltiples diferencias sociales, políticas y económicas que marcan la familia humana, y dada la constante tentación que tienen las naciones particulares para buscar excesivamente su propio interés a expensas del mayor bien de todos. Por esta razón, el trabajo de las Naciones Unidas requiere paciencia y perseverancia para continuar en el camino de la cooperación.
Pero existe un desafío todavía más profundo que debe ser afrontado desde dentro. Todos aquellos que administran y llevan a cabo los programas de las Naciones Unidas deben seguir encontrando su inspiración en los ideales y en los valores morales sobre los que la Organización fue fundada. Sólo así la Organización proyectará un sentido del objetivo que es un servicio genuino a la comunidad mundial. Sólo así puede mantener una visión que inspire la confianza y la cooperación internacional. Se requieren los más altos niveles de integridad personal por parte de todos. Cualquier deficiencia en este sentido significaría sacrificar la credibilidad en la urgente tarea de promover soluciones éticas para los problemas del mundo.
El enfoque ético es crucial, porque sin él se pierden de vista la dignidad y los derechos que pertenecen a cada ser humano. Si no se reconoce esa dignidad y si esos derechos no son respetados, no puede haber un progreso auténtico ni tampoco soluciones duraderas para los problemas que nos acechan. Durante demasiado tiempo en este siglo la humanidad ha estado condicionada por el choque de intereses económicos y de ideologías rivales, un conflicto en el que el individuo ha sido ignorado o subordinado a preocupaciones lucrativas o ideológicas. Esto ha sido la causa de mucha división y de odio, de mucha violencia y de guerra, y sigue impidiendo los esfuerzos por la justicia y por la paz. La familia humana también ha estado profundamente afectada por los avances científicos y tecnológicos, y éstos plantean también cuestiones éticas sobre la naturaleza del progreso en cuanto se refiere a la persona humana.
Estoy convencido de que en este momento de su historia la Organización de las Naciones Unidas afronta un doble desafío: superar la competición ideológica y fomentar un enfoque ético para el progreso humano y para la solución de los problemas sociales. Cuando hablo de un enfoque ético, quiero decir que el hombre y la calidad de vida auténticamente humana que queremos que tenga, debe ser el centro del pensamiento y de la acción. El hombre y sus derechos: el derecho a la vida, el derecho a una existencia digna, el derecho a profesar sus creencias religiosas libremente, el derecho a trabajar, etc. No es sólo cuestión de observar ciertos niveles morales en la realización de los negocios y actividades de las Naciones Unidas, sino de adoptar también conscientemente un enfoque que sea reconocido como ético porque está verdaderamente al servicio del individuo, y respeta la dignidad humana y los derechos humanos. La reciente publicación, por parte de la Pontificia Comisión Iustitia et Pax, de unas reflexiones sobre la cuestión de la deuda internacional, es un esfuerzo para expresar claramente tal enfoque con respecto a un problema específico que preocupa con urgencia a todas las naciones.
La Iglesia católica, cuyos miembros provienen de muy diversas tierras y naciones, reconoce los esfuerzos mundiales de las Naciones Unidas, así como la magnitud de los problemas que exigen soluciones éticas. La Iglesia tiene un mensaje que supera las divisiones humanas y las fronteras nacionales. Ella cree profundamente en la paz. Trabaja por el desarrollo y por el progreso, al insistir que éstos son auténticamente humanos sólo cuando están enraizados en la verdad de la creación divina y de la redención del mundo. Por estas razones, la Iglesia está siempre dispuesta a cooperar con las Naciones Unidas en cualquier iniciativa digna que favorezca y proteja la dignidad de la persona humana y la paz, la justicia y el bienestar de todos.
Pido a Dios que os bendiga a vosotros y a vuestros colaboradores en vuestro servicio a la humanidad por medio de vuestro trabajo en la Organización de las Naciones Unidas. Que El bendiga también vuestras familias y vuestros seres queridos con su gracia y con su paz.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.37, p.19.
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