DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRIMER EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE GUINEA-BISSAU
ANTE LA SANTA SEDE*
Sábado 19 de diciembre de 1987
Señor Embajador:
Es para mí motivo de gran satisfacción recibir aquí a Vuestra Excelencia y aceptar las Cartas que lo acreditan como primer Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Guinea-Bissau ante la Santa Sede. Al agradecerle, Señor Embajador, la afirmación de los sentimientos que me ha expresado, así como el saludo deferente que me ha transmitido de parte del Señor General João Bernardo Vieira, Jefe de Estado, le doy la bienvenida y al mismo tiempo, le aseguro mi benevolencia para la alta misión que le ha sido confiada.
Este acto reviste dos significados esenciales: marca el encuentro entre el Romano Pontífice y el Gobierno y Pueblo guineano, representados en la persona de Vuestra Excelencia; y marca también, con la instauración de las relaciones diplomáticas, la decisión común de mantener un diálogo que pueda favorecer un conocimiento mutuo, delinear formas y trazar rumbos para proseguir las relaciones amistosas, dentro de un contexto de respeto y de libertad.
En las relaciones, una de las condiciones indispensables es el diálogo, que nos invita a buscar «todo aquello que ha sido y sigue siendo común a todos los hombres, aun en medio de tensiones, oposiciones y conflictos. En este sentido, es hacer del otro un prójimo. Es aceptar su colaboración, es compartir con él la responsabilidad frente a la verdad y la justicia. Es proponer y estudiar todas las formas posibles de honesta conciliación, sabiendo unir a la justa defensa de los intereses y de la honra de la propia parte una no menos justa comprensión y respeto hacia las razones de la otra parte, así como las exigencias del bien general, común a ambas» (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero, 1983, n. 6). Así, es posible obtener la colaboración de todos y se puede hacer un llamamiento a la solidaridad universal, especialmente cuando se han de afrontar situaciones difíciles, entre las que merecen ser destacadas, los graves problemas que se refieren a las condiciones básicas para la supervivencia, para la alfabetización y la educación, que afectan a las clases más pobres.
Vuestra Excelencia ha aludido a los problemas de nuestro tiempo y a la esperanza que el Gobierno de su País deposita en la Iglesia, en lo que se refiere a la causa de la paz y de la dignidad de la persona humana. Ciertamente, estos puntos forman parte esencial de la misión que la Iglesia recibió de su divino Fundador; y fiel a este mandato irrenunciable, ella peregrina en el tiempo iluminando los acontecimientos humanos con el mensaje oído en otros tiempos: «Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). En estos últimos tiempos, su voz ha sido más insistente y sus gestos más numerosos para salvaguardar y promover el bien inmenso que es la paz, y aquello que no sólo está relacionado con la paz, sino que es su presupuesto básico: la dignidad de la persona humana, incluyendo la dimensión de la libertad religiosa. Estos bienes inestimables, continuamente amenazados, exigen como marco, para ser firmes y duraderos, el respeto de los Derechos inviolables de la persona humana, entre los que no se pueden dejar de subrayar los valores éticos; exigen también la promoción de la justicia entre las personas y entre los pueblos; y comportan igualmente los Derechos de las naciones a conservar y defender su independencia, su identidad cultural, la posibilidad de organizarse socialmente, de gestionar sus asuntos y de decidir su destino libremente, sin estar a merced, directa o indirectamente, de poderes extranjeros» (Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, 10 de enero 1987, n. 7).
En una época como la nuestra, oscurecida por tantas dificultades, pero también abierta para acoger los llamamientos más nobles y altos, la Iglesia desea servir a todas las personas, sin distinción de raza, clase o cultura; y, sin pretender posiciones de privilegio, desea igualmente que sea reconocido el espacio de libertad religiosa donde sus fieles puedan actuar y colaborar para el bien común: desea también, con un espíritu de mutua colaboración y armonía con quienes dirigen los destinos de cada nación, favorecer la gran causa del hombre, especialmente del más pobre y necesitado. Para poder realizar esta vocación de servicio, la Iglesia se encarna en la realidad de cada pueblo, en su historia y su cultura, participa en su esfuerzo de desarrollo, vive solidariamente los sufrimientos humanos y toma parte en sus dificultades, asumiendo y promoviendo sus legítimas aspiraciones.
Señor Embajador: al evocar algunos gestos de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, Vuestra Excelencia ha querido subrayar su significado para los ideales de su joven Nación, que ha llegado recientemente a la independencia: y al enunciar las dificultades que ha encontrado para su desarrollo, destacaba, entre otros, el valor de la cooperación. Esto me brinda la grata oportunidad de afirmar la buena voluntad de la Iglesia al colaborar en el progreso social y espiritual de su País. Por este motivo, ella confía que los fieles católicos de Guinea-Bissau puedan ocupar el lugar y desempeñar la tarea que les corresponde, como ciudadanos y cristianos, en la promoción del bien común y en el progreso de la Nación.
Le aseguro que podrá contar con la disponibilidad, comprensión y posible asistencia y colaboración de parte de la Santa Sede, para el ejercicio de su misión que deseo sea feliz. Y, rogándole que transmita mis mejores deseos al Señor Jefe de Estado, imploro para la persona de Vuestra Excelencia y para el Pueblo de Guinea-Bissau y sus autoridades los favores y bendiciones de Dios Omnipotente.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 1988, n.6, p.6.
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