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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE SUDÁN ANTE LA SANTA SEDE
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Jueves 7 de enero de 1988

 

Señor Embajador:

Es un placer para mí dar la bienvenida a Vuestra Excelencia como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Sudán ante la Santa Sede. Acepto gustoso sus Cartas Credenciales y le agradezco que me haya transmitido los atentos sa1udos expresados por el Jefe del Consejo de Estado, su Excelencia Ahmed Ali Almirghani, y por el Primer Ministro, en nombre del pueblo de Sudán. Le ruego que transmita mis saludos y mis mejores deseos al Gobierno y al pueblo sudanés, y que les asegure mis continúas oraciones por la paz, la armonía y el progreso social de su País.

He notado su referencia a la gran necesidad que tiene la Humanidad de reconocer que comparte un destino común. Yo mismo, en mi Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1986 dije: «Hoy, un sinnúmero de seres humanos de todas las partes del mundo han adquirido un sentido muy vivo de la igualdad fraternal de todos, de su dignidad humana y de sus Derechos inalienables. Al mismo tiempo, existe una conciencia creciente de que la Humanidad tiene una profunda unidad de intereses, de vocación y de destino, y de que todos los pueblos, en la variedad y riqueza de sus características nacionales, están llamados a formar una sola familia» (n. 4: L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de diciembre de 1985, pág. 23).

En lo que se refiere a la unidad de la familia humana, es importante subrayar que la aspiración de la comunidad mundial a la justicia y a la paz debe ser puesta en práctica por medio de formas de solidaridad, de diálogo y de fraternidad universal. Existen ya Organizaciones internacionales cuyo objetivo es asegurar que las relaciones políticas, económicas, sociales y culturales se fortalezcan con ese diálogo y esa solidaridad fraterna. Estas Organizaciones necesitan el apoyo prudente e imparcial de sus países miembros para el servicio eficaz del bien común de toda la familia de las naciones.

Me alegra reconocer la firme convicción de su Gobierno de que las relaciones desempeñan un papel importante en la creación de un espíritu de fraternidad y cooperación universal. Como usted bien sabe, la fe religiosa proporciona al creyente una nueva comprensión de su condición humana y mueve a los individuos a entregarse a sí mismos para crear lazos de comunión con los demás. La fe no sólo une a las personas como hermanos y hermanas, sino que les hace ser más responsables, generosos y atentos para trabajar por el bien común de la sociedad (cf. Mensaje para la Jornada mundial por la Paz, 1 de enero de 1988, n. 3).

Es para mí una satisfacción saber que su Pueblo y su Gobierno aprecian los trabajos de la Iglesia para fortalecer la paz, el entendimiento y los valores espirituales, y sus esfuerzos por aliviar donde sea posible el gran sufrimiento humano de gran parte de la Humanidad. La colaboración de la Iglesia en el progreso de la comunidad mundial debe ser entendido como una parte de su misión religiosa, que le impulsa a crear actividades de ayuda y de desarrollo integral en favor de los necesitados; actividades tales como obras de misericordia y obras sociales, educativas y culturales (cf. Gaudium et spes, 42).

Quiero subrayar especialmente su mención de las ayudas de socorro que su Gobierno está prestando a los cientos de miles de refugiados y de personas desplazadas que han cruzado sus fronteras desde los países vecinos. Todos estos esfuerzos para proporcionar ayuda a estos pobres y a esta gente sin techo son en verdad dignos de elogio, y dan testimonio del valor y de la dignidad inviolable de toda persona humana. Hago votos de todo corazón para que la comunidad mundial responda al llamamiento de Sudán para obtener asistencia humanitaria con el fin de hacer frente a este difícil problema de su región.

Además, no puedo dejar de poner de relieve la grave preocupación con la que la Santa Sede sigue la seria situación de conflicto armado en el sur de Sudán, caracterizada por la pérdida de la vida, los serios daños a la población civil, y la destrucción de la propiedad, haciendo que las ayudas de socorro sean casi imposibles. Ante esta dolorosa situación, ruego al Dios Altísimo para que a través del entendimiento mutuo y del diálogo se pueda encontrar una solución pacífica a las hostilidades, y para que las negociaciones y los acuerdos puedan conducir al debido reconocimiento de los derechos de los pueblos involucrados.

Al asumir sus responsabilidades, Señor Embajador, le aseguro mis oraciones para que realice felizmente y con éxito su misión diplomática. Sobre su Excelencia y sobre el Gobierno y el Pueblo de Sudán invoco las abundantes bendiciones de Dios.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.7, p.23.



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