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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE CHILE
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 10 de marzo de 1989

 

Señor Cardenal,
Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me complace daros mi más cordial bienvenida a este encuentro, que corona la visita “ad Limina” con la que habéis querido poner aún más de manifiesto vuestra intima unión en la fe y en la caridad con el Sucesor de Pedro. Agradezco vivamente el deferente saludo con el que me hacéis llegar también los sentimientos de devoción y afecto de vuestros fieles diocesanos, que constituyen una porción de la Iglesia de Dios en Chile, tan cercana a mi corazón de Pastor.

Vuestra venida a Roma tiene un profundo significado eclesial y es estímulo a una mayor comunión para vuestros colaboradores y fieles, los cuales ven, en esta sede, santificada por el testimonio de los Apóstoles Pedro y Pablo, el centro de la catolicidad y de la unidad de cuantos profesamos la misma fe en Jesucristo. Así lo ha querido poner de relieve la Constitución Apostólica Pastor Bonus al afirmar que “la institución de las visitas ‘ad Limina’, de gran importancia por su antigüedad y por el claro significado eclesial, es instrumento de gran utilidad y expresión concreta de la catolicidad de la Iglesia, de la unidad del Colegio de los Obispos que se funda en el Sucesor de Pedro y se significa en el lugar del martirio de los Príncipes de los Apóstoles; por eso no se puede ignorar su valor teológico, pastoral, social y religioso” (Pastor Bonus, Aduex. I, 7.). 

Los coloquios personales y las relaciones quinquenales sobre el estado de vuestras diócesis, han evocado en mi mente las inolvidables jornadas vividas con los amados hijos de Chile con ocasión de mi visita pastoral a vuestra patria. Santiago, Valparaíso, Punta Arenas, Puerto Montt, Concepción, Temuco, La Serena y Antofagasta fueron los centros donde se dieron cita una gran parte de vuestras comunidades y donde pude comprobar personalmente la vivencia de los valores cristianos en vuestras tierras y gentes.

2. Deseo que mis palabras de hoy, queridos Hermanos, os sean de aliento para reforzar aún más la unidad en vuestra Conferencia Episcopal. Esto será una realidad cada día más palpable si la comunión intima en la fe y en la caridad penetra todo vuestro ser, vuestro obrar, vuestro ministerio pastoral. Como afirma el Concilio Vaticano II vosotros “habéis sido constituidos por el Espíritu Santo, que se os ha dado, como verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores” (cf. Christus Dominus, 2). Es pues vuestra misión primordial proclamar “el misterio integro de Cristo” (Christus Dominus, 12)  porque “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el que podamos ser salvos” (Hch 4,12). ¡Qué actuales siguen siendo las palabras del Apóstol San Pedro, cuando dijo a Jesús en nombre propio y del los demás discípulos: “Señor, ¿ a quién acudiremos? ¡Tu tienes palabras de vida eterna!” (Jn 6,68).  Sí, todos estamos necesitados de la salvación. No podemos salvarnos a nosotros mismos: es el Señor quien nos salva. Y la salvación es vida, la verdadera vida en Cristo, que comienza acá, durante nuestra peregrinación terrenal, abarcando toda la realidad del hombre y proyectándose sobre su entorno social, y que adquiere su dimensión última y definitiva en la Vida eterna, en la Jerusalén celestial (Ap 21, 2ss). 

La salvación que conduce a la Vida verdadera es el contenido y el fruto de la evangelización. Jesucristo, en su ser y en su obrar, encarna la Buena Nueva, el alegre acontecimiento; y es menester que, llenos de entusiasmo y de gozo en el Espíritu Santo, asumamos la tarea urgente e importante como ninguna de dar a conocer a nuestros hermanos las “insondables riquezas de Cristo” (Ef 3, 8). La vida y la acción de la Iglesia debe caracterizarse por una especie de radical transparencia –que la hace creíble y, al mismo tiempo, muestra su identidad propia– a fin de que el rostro de Cristo aparezca diáfano y sea El quien llegue a los hombres a través de la predicación del Evangelio y de la celebración de los Sacramentos. La Iglesia no existe en función de sí misma; no busca su propia gloria; no confía en sus estructuras como si de ellas dependiera su eficacia; su misión es la de ser “sacramento” de salvación, o sea, hacer presente a Cristo que es también su Cabeza, su Esposo y, al mismo tiempo, su Salvador.

Es muy edificante leer en los escritos de Teresa de Jesús de los Andes, la primera Beata chilena, el testimonio de su “loco” amor por Jesucristo. El Señor Jesús, era, en efecto, el centro absoluto de Teresa, su razón de existir, el resorte poderoso de su profundo y auténtico espíritu apostólico, tan patente en sus cartas. Podríamos decir que el mensaje y testimonio cristiano que Teresa de los Andes ha dejado en Chile tiene un valor grande y permanente, sobre todo porque apunta a lo que es central en nuestra fe, a lo que es la base de todo lo demás y desde donde se debe mirar y valorar el resto.

3. Jesucristo, el Señor, ilumina todos los aspectos de la vida. El nos hace descubrir la grandeza de Dios, la necesidad de cultivar y acrecentar el auténtico sentido de lo sagrado, el profundo respeto con que hemos de acercarnos a las cosas de Dios, especialmente cuando participamos en el culto divino. La Sagrada Liturgia ha de ser siempre el centro de la vida de la Iglesia; “ninguna otra acción pastoral –como os dije durante nuestro encuentro en el Seminario de Santiago– por urgente e importante que parezca, puede desplazar a la Liturgia de su lugar central” (Al episcopado chileno en Santiago de Chile, 2 de abril de 1987, n. 8). Cuidad pues de que la Liturgia sea digna, atractiva, participada; que en espíritu reverente lleve a la adoración; que se realice en fidelidad a las normas impartidas por la Sede Apostólica. Para ello es de importancia decisiva el papel del sacerdote, que en todo momento ha de ser el pedagogo lleno de vida interior que comunique un profundo sentido de oración y de unión con Dios para hacer que el misterio pascual se haga vivo y operante en las parroquias, en las comunidades, en el corazón de los fieles.

Si Jesucristo es el centro de nuestra fe y de nuestra vida, exigencia lógica será que se refuerce la actividad catequística, para transmitir por todos los medios que estén a vuestro alcance la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia, sobre el hombre. En anuncio del mensaje salvador que lo abarque en su totalidad y pureza, evitando las ambigüedades engañosas, las reducciones mutiladoras, los silencios sospechosos, las relecturas subjetivas, las desviaciones e ideologizaciones que amenazan la integridad y los contenidos de nuestra fe.

Es con este espíritu como habéis de continuar presentando la verdad sobre el hombre, contenida en la verdad sobre Cristo y su Iglesia, y que tiene su aplicación también en el campo de los derechos humanos, de la dignidad de la persona, de los valores superiores de la justicia y de la pacífica convivencia. Hay que estar persuadidos de que nada es tan útil a la convivencia temporal como el aporte iluminador y fortificante de la fe, aun cuando aparentemente no tenga consecuencias inmediatas o soluciones concretas.

4. Vuestro país es particularmente sensible a la problemática social y política. Nadie podrá negar que la tarea política asumida con gran espíritu de servicio, con sincero anhelo del bien común, con una actitud de respeto a quienes no comparten las mismas opiniones, es un quehacer digno de elogio y estímulo. Así lo puso de manifiesto el Concilio Vaticano II al afirmar que “la Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa publica y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades” (Gaudium et spes, 75). Y en la reciente Exhortación Apostólica post-sinodal “Christifideles Laici” se hace hincapié en la necesaria animación cristiana del orden temporal como misión específica de los laicos tendiente a “promover orgánica e institucionalmente el bien común” (Christifideles Laici, 42).  En esta misma línea la Instrucción sobre libertad cristiana y liberación había precisado que “no toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos” (Congr. pro Doctrina Fidei, Instructio de libertate christiana et liberatione Libertatis Conscientia, 80).  La actitud de la Iglesia en este terreno debe ser la de orientar, a partir de la fe y de lo que ella enseña, sobre la dignidad y destino del hombre, señalar lo que constituya un desajuste o incoherencia moral y respetar la conciencia de los fieles y hombres de buena voluntad en general, cuando se trata de opciones o alternativas que no contradicen los principios de la fe, la moral y la doctrina social de la Iglesia.

5. La misión de anunciar el Evangelio salvador de nuestro Señor Jesucristo –misión que cobra una particular actualidad y exigencia al cumplirse el V Centenario del comienzo de la evangelización en América Latina– me lleva a compartir con vosotros, queridos Hermanos, algunas preocupaciones pastorales que pueden tener acentos y modalidades diferentes en las distintas diócesis.

La necesaria renovación de la vida interior de la Iglesia es una tarea apremiante a la que debéis dedicar vuestras mayores energías. La meta a conseguir ha de ser siempre el encuentro del pueblo cristiano con el Dios vivo y verdadero, que se hace presente y actúa mediante la gracia en lo profundo del corazón. Que ningún fiel se vea privado de los auxilios espirituales que le injertan en la vida de Cristo, le hacen crecer en santidad y le estimulan al compromiso cristiano y al dinamismo apostólico.

En esta tarea, bien sabéis el papel primordial que compete a los presbíteros “como ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4, 1).  Nuestra época, en efecto, requiere sacerdotes con gran espíritu de servicio eclesial y de obediencia, con gran celo por la salvación de las almas, dispuestos al sacrificio, formados en la oración y en el trabajo, con una sólida preparación en la ciencias eclesiásticas, entusiasmados en dedicar su vida al Señor y a la Iglesia. Sacerdotes que hagan de la Eucaristía el culmen donde su vocación se realiza en toda su plenitud. Sacerdotes profundamente convencidos de que la gracia sobrepuja al mal, de que el amor es más fuerte que el odio. Sí, amados Hermanos: “el amor es más fuerte”.

6. A todos debe llegar vuestra solicitud pastoral como “maestros auténticos” y “pregoneros de la fe” (Lumen gentium, 25),  acompañando el mensaje cristiano con el testimonio de vuestras vidas. Sé bien que no siempre contáis con un número suficiente de sacerdotes para atender convenientemente a las comunidades. Pero, ¿cómo no sentir la falta de asistencia religiosa en las zonas periféricas de las grandes ciudades y en los lugares alejados de los campos? Os invito pues a realizar denodados esfuerzos para llegar hasta esas ovejas que andan dispersas y sin pastor; fomentad los grupos de oración y especialmente el rezo del Santo Rosario, devoción tan arraigada en vuestro Continente y tan fecunda para la vida cristiana; haced lo posible por establecer lugares de culto, que, aun en su sencillez, favorezcan el recogimiento y el espíritu de adoración; fomentad las vocaciones al diaconado permanente, a fin de que con su ministerio pueda suplirse, en la medida de lo posible, la escasez de presbíteros.

A este respecto, os aliento a que sigáis con particular solicitud la formación de los diáconos, que debe ser sólida y esmerada pues también ellos “son participes de la misión y gracia del Supremo Sacerdote” (Ibíd. 41).  Es por ello que, tras la atenta selección de los candidatos, los llamados al diaconado permanente han de recibir una preparación doctrinal, espiritual y pastoral que esté a la altura de las tareas que les serán confiadas.

7. Amados Hermanos, es en el seno de las familias cristianas donde nacerán las vocaciones con que Dios bendecirá a vuestras Iglesias particulares. Por consiguiente; se hace preciso dar especial impulso y atención a la pastoral familiar. Sé que en este campo hacéis muchos esfuerzos y os aliento a continuarlos. ¡Qué grato es al Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una “iglesia doméstica”, un lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservarán a lo largo de toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido “dos veces madre de Agustín”, porque no sólo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual. Preocupaos de instruir a los padres de familia para que prontamente lleven a sus hijos a la fuente bautismal, para que se preocupen oportunamente de que reciban la debida preparación para la primera Comunión y la Confirmación, y para que se acerquen a estos sacramentos sin excesiva demora. Que las familias cristianas reciban a los hijos con inmenso amor, y que jamás, por ningún motivo, haya quien se atreva a atentar contra la vida del aún no nacido.

No puedo dejar de referirme también a los jóvenes. Vosotros sabéis cuán grande es mi preocupación por los jóvenes. El gran educador que fue S. Juan Bosco –cuyo centenario acabamos de celebrar– estaba convencido de que la juventud de una persona es el periodo clave para el desarrollo que alcanzará más tarde, cuando sea adulto. Esa persuasión está confirmada por la experiencia de todos nosotros. Por eso os ruego, queridos Hermanos, que alentéis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral a desplegar un intenso apostolado entre la juventud. Que se comunique a los jóvenes un amor entusiasta y ardiente por Cristo, como lo tuvieron las Beatas Teresa de los Andes y Laurita Vicuña. Que los jóvenes –bien instruidos en los contenidos esenciales de la fe– aprendan a mirar todas las cosas desde la perspectiva del Evangelio. Que se formen en las virtudes humanas de la reciedumbre, la responsabilidad, la laboriosidad, la sinceridad y la generosidad. Que aprendan a amar la virtud de la pureza y a luchar con denuedo contra la influencia de los medios que comercializan el sexo y exaltan el erotismo con el falso espejismo de ser más libres. Dice la Escritura: “¿Cómo mantendrá el joven la limpieza de su camino? Guardando, (Señor), tu palabra” (Sal 119, 9) 

8. ¡Seguid adelante, queridos Hermanos! Continuad en vuestra entrega generosa y abnegada a la misión propia de la Iglesia, tal como lo ha expuesto el Concilio Vaticano II. Tened una fe inconmovible en la eficacia del Espíritu y anunciad sin descanso los valores del Reino de Dios, que lleve a un mejor conocimiento de las verdades de la fe y a la conversión del corazón. Alentad a los laicos a que asuman, iluminados por el Evangelio y fortalecidos por la gracia, las tareas temporales conducentes a una convivencia humana más conforme con la voluntad y los designios de Dios. No olvidéis nunca que el Pastor ha de ser siempre signo de unidad en medio de la grey que les ha sido confiada.

Que esta visita “ad limina”, muestra elocuente de vuestra cercanía al Sucesor de Pedro, consolide vuestra unión mutua como Obispos y guías de la Iglesia en Chile. Con ello vuestra acción pastoral ganará en intensidad y eficacia, para bien de vuestras comunidades eclesiales.

Finalmente, deseo daros un encargo particular: que llevéis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, seminaristas y a todos vuestros fieles diocesanos mi saludo afectuoso y mi bendición. Hacedles saber que el Papa sigue con gran solicitud pastoral e interés los acontecimientos en vuestro noble país y que pide al Señor cada día que sostenga con su gracia a todos los hombres de buena voluntad que trabajan por la concordia, la reconciliación y la pacifica convivencia de todos los hijos de la Nación chilena.

Os encomiendo a la protección de la Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile, y como prenda de la constante asistencia divina os bendigo de corazón.



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