DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DEL GRUPO DEL PARTIDO POPULAR EUROPEO
EN EL PARLAMENTO DE LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA
Viernes 7 de diciembre de 1990
Señor presidente;
señoras y señores:
Con ocasión de vuestra reunión de trabajo en Roma, en vísperas de importantes conferencias intergubernamentales para el destino de Europa, habéis manifestado el deseo de encontraros con el Papa. Aprecio este gesto de confianza y os recibo con alegría en este momento en que nuestro continente vive profundos cambios y alberga grandes esperanzas.
El grupo del Partido Popular europeo al que representáis refleja las posiciones de las reuniones del Consejo europeo y de las conferencias que pronto tendrán lugar en Roma y que deberían permitir que la Comunidad dé un paso adelante considerable.
Desde el fin de la segunda guerra mundial, la Santa Sede jamás ha dejado de alentar la construcción de Europa. Consciente de las tragedias del pasado y de la necesidad de preservar la libertad y la paz de los pueblos europeos, la Iglesia, en su condición de Sede Apostólica y comunidad católica, apoya los esfuerzos desplegados en favor del bienestar material, espiritual y cultural del conjunto de las naciones del continente. Después de haber tomado parte, en calidad de miembro, en la Conferencia de Helsinki y de haberse adherido a su Acta final, la Santa Sede pudo suscribir en París, el pasado 21 de noviembre, un documento histórico que compromete a los pueblos a renunciar a la guerra y pone las bases para una Europa nueva.
De este modo Europa ha puesto fin a un capítulo de su historia marcado, en este siglo, por conflictos de una barbarie jamás alcanzada antes; supera hoy las fronteras artificiales y rechaza la lógica de la oposición ideológica, política y militar entre los dos bloques. En un mundo cada vez más interdependiente, los responsables de las naciones de este viejo continente deben determinar hoy de común acuerdo el cuadro en el que pueden desarrollarse los pueblos, sobre todo los del centro y del Este. Por lo demás, a menos que participen todos los países, el desarrollo corre el riesgo de detenerse, incluso en las regiones en que el progreso es constante.
Estáis aquí, señoras y señores, representando a los doce países de una comunidad que, treinta años después de la firma de los tratados de Roma, entra en una fase exaltante de aceleración del proceso de integración, imaginada y querida por los padres fundadores que tuvieron el mérito de edificar los cimientos de esta Europa sobre las ruinas producidas por el gran conflicto. La concepción cristiana del hombre ha inspirado esta construcción y, de manera especial, una tradición caracterizada por el respeto y la defensa de los derechos del hombre.
El mundo tiene necesidad de una Europa que vuelva a tomar conciencia de sus raíces cristianas y de su identidad. Los cristianos y, de modo singular los políticos cristianos, hoy más que nunca deben volver a ser plenamente conscientes de sus responsabilidades, tanto en Europa como en todo el mundo. Han de ser la levadura que renueve a la humanidad desde dentro, impidiéndole que se autodestruya. Aunque los tratados de paz y las nuevas formas de colaboración y de amistad entre los dos grupos de países que hasta el momento habían sido antagonistas despierten esperanzas, persisten fuertes inquietudes como consecuencia del actual orden económico mundial y de la diferencia profunda entre el Norte y el Sur. Todo esto conduce a Europa a dar una contribución decisiva para superar eficazmente la crisis mundial. Pero ello ante todo, exige de Europa una profunda renovación moral y política que encuentre su fundamento en la fuerza y en los criterios que derivan de sus orígenes cristianos.
Estoy persuadido de que los parlamentarios europeos, que representan a casi 350 millones de ciudadanos, tras la reunificación de Alemania, están capacitados para acoger y satisfacer las exigencias y las esperanzas de tantas personas que desean la paz, el bienestar y la democracia auténtica. Elegida por sufragio universal, vuestra asamblea ha de poder ejercer plenamente su mandato, para desempeñar así su papel al servicio de todos y asegurar el bien común de los países miembros.
El bien común de los pueblos guarda relación no sólo con las condiciones económicas y la paz del mundo, sino también con el conjunto de las condiciones de la vida social que permiten que el hombre desarrolle su cultura, tenga acceso a los puestos de trabajo, sea feliz en el seno de la familia y satisfaga sus aspiraciones espirituales. La Europa del «gran mercado», que deberá ofrecer nuevas posibilidades de crecimiento, no puede garantizar el desarrollo integral de sus habitantes a menos que reencuentro su alma, ese soplo que asegura su cohesión espiritual y no sólo la económica y social. Durante mi visita al Parlamento europeo, el 11 de octubre de 1988, en el hemiciclo donde trabajáis en este proyecto grandioso, expresé el deseo de «que Europa, dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado la geografía y, más aún, la historia» (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de noviembre de 1988, pág. 19). Pronuncié estas palabras como pastor de la Iglesia universal, venido del centro de Europa, y que conoce las aspiraciones de los pueblos eslavos, ese otro «pulmón» de nuestra patria europea.
Los acontecimientos que se produjeron en estos últimos meses conforme a los designios insondables de la Providencia han mostrado que ciertos objetivos, inaccesibles a los odas humanos, podían alcanzarse. «El momento es propicio —como dije el pasado mes de enero al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede— para recoger las piedras de los muros abatidos y construir juntos la casa común».
Juntamente con vuestros colegas de los diferentes países y partidos políticos, tenéis la misión enaltecedora de recoger el reto lanzado al viejo continente al final de este siglo: que la Europa unida del mañana, generosa con el hemisferio sur, encuentre nuevamente, a la luz de los valores humanos y cristianos, su papel de faro de la civilización que la hizo grande en el pasado. Pido a Dios que os inspire y os dé su fuerza para cumplir vuestra misión.
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