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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE
*

Jueves 31 de octubre de 1991

 

Señor Embajador:

Con mucho gusto lo recibo hoy con ocasión de la presentaci6n de las Cartas con las cuales Su Majestad el Rey de Bélgica lo acredita como Embajador ante la Santa Sede.

¡Sea bienvenido, Señor Embajador! Le agradezco sus palabras, porque traducen los sentimientos elevados que lo animan en este momento en que empieza su misión.

Su presencia revive en mí los preciosos recuerdos de la acogida que me reservó Bélgica durante mi visita pastoral en 1985. Pude constatar entonces, una vez más, la calidad y riqueza de las tradiciones de un pueblo frecuentemente situado en el corazón de las grandes tormentas que han sacudido el continente europeo desde hace siglos y que han forjado completamente su fisonomía original. Gracias a la diversidad cultural que lo caracteriza, profundos valores surgidos en gran parte de fuentes cristianas han constituido puntos de referencia esenciales a lo largo de su historia.

Usted ha recordado la nueva etapa que atraviesa la nación en su esfuerzo por perfeccionar sus instituciones, a fin de satisfacer mejor las aspiraciones de sus diversos componentes. Permítame formular votos sinceros para una feliz realización de las transformaciones en curso, así como para el progreso pleno de todos sus compatriotas, que sin duda seguirán poniendo en práctica su tradicional solidaridad.

Gracias a su situación geográfica, a su dinamismo intelectual y económico, a su apertura internacional, Bélgica desempeña un papel significativo en Europa. Con mucha satisfacción le he oído manifestar la adhesión de su país a los organismos internacionales que favorecen la comprensión entre las naciones del viejo continente para afirmar la paz y hacer progresar la unidad y la cooperación, que tanto anhelamos frente a los problemas actuales. Usted sintetiza así las mayores preocupaciones de la Santa Sede, como por ejemplo las manifestadas mediante su participación en la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa, así como el proceso creado por la Asamblea de los firmantes de los Acuerdos de Helsinki y de la Carta de París.

En un tiempo de transformaciones profundas en Europa y en otras zonas del mundo, es importante que el mayor número posible de países, a la luz de la experiencia e, incluso de los sufrimientos del pasado, colaboren a la edificación de un nuevo orden internacional, que debería permitir que nuestros contemporáneos y las nuevas generaciones lleven una vida mejor en cualquier parte del planeta. Como usted ha puesto de relieve, Bélgica contribuye activamente a la acción de la Organización de las Naciones Unidas y, de modo muy particular, al establecimiento de relaciones más justas y más constructivas entre los pueblos del Norte y del Sur, gracias a intercambios intensos y en el respeto a la dignidad de los pueblos y las personas. Muchos de los países que están cercanos al suyo, están experimentando en este momento una evolución difícil. Espero que esos pueblos probados y desprovistos de recursos propios encuentren siempre el apoyo del que tanta necesidad tienen para su desarrollo.

Usted sabe muy bien, Señor Embajador, que el papel que la Iglesia Católica desea desempeñar en la comunidad internacional sólo responde a su deseo de defender claramente a los hombres, su libertad espiritual y su fidelidad a la riqueza de su naturaleza y de su vocación a formar una familia única, diversa pero fraterna. Las perspectivas que usted acaba de describir y su reflexión sobre los fundamentos humanos indispensables para la vida internacional afortunadamente muestran que existe una convergencia real entre Bélgica y la Santa Sede al servicio de la comunidad humana.

Al recibirlo hoy, mi pensamiento se dirige a los fieles de la Iglesia Católica en Bélgica, que han ocupado siempre un lugar importante en la vida de la nación. He sido testigo directo de sus grandes figuras religiosas, teólogos o pastores, que han permitido que la Iglesia universal se beneficiara de su irradiación espiritual. Como en muchos otros lugares, los católicos belgas deben afrontar los problemas de un mundo que cambia, pero confío en que no dejen de poner su fidelidad al Evangelio al servicio de la vida del hombre, en lo mejor que posee.

Su acreditación ante la Santa Sede, Señor Embajador, atestigua la existencia de las buenas relaciones que ella mantiene con Bélgica; estoy seguro de que usted contribuirá a que continúen y se desarrollen aún más. Mis colaboradores le ofrecerán todo el apoyo necesario para cumplir provechosamente su misión.

Le ruego transmita a Su Majestad el Rey de Bélgica mi saludo cordial y le asegure mis votos fervientes, que formulo para su persona, su familia y todos sus compatriotas.

Invoco la bendición de Dios sobre usted, sus seres queridos y sus colaboradores, así como sobre el pueblo belga.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n. 50 p. 20 (p.716).



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