DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PRESIDENTE DEL CONSEJO DE MINISTROS
DE LA REPÚBLICA ITALIANA*
Biblioteca - Jueves 4 de julio de 1996
Señor Presidente:
1. Me alegra acogerlo y darle mi cordial bienvenida, con ocasión de la visita oficial que me hace al comienzo de la alta misión que le han confiado el Jefe del Estado y la confianza del Parlamento.
Su grata presencia me brinda la oportunidad de dirigir mi pensamiento a la Nación Italiana, que ocupa un lugar de primer plano en la solicitud de mi ministerio pastoral. Todavía está viva en mí la gran oración por Italia, que acompañó el camino de la comunidad eclesial italiana durante el año 1994 y que, aunque concluyó por iniciativa específica, no deja de resonar en la conciencia de cuantos creen que el destino de los pueblos, al igual que el de cada persona, está en las manos de la divina Providencia. Esa movilización espiritual, a la que invitaba la gran oración, no debe decaer, sino seguir sosteniendo el compromiso responsable de todos los laicos cristianos, comprometidos al servicio del bien común del País.
2. Durante la reciente Asamblea eclesial de Palermo, al reafirmar «la profunda confianza en el pueblo italiano», manifesté la seguridad «de que, en el patrimonio de sabiduría y valentía de que dispone, sabrá encontrar los recursos necesarios para superar la situación difícil que está atravesando» (Discurso en Palermo, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en Lengua española, 1 de diciembre de 1995, pág. 8).
Me complace mencionar aquí estas palabras, en este año en que se celebra el 50º aniversario de la República y se recuerda el comienzo de los trabajos que llevaron a la promulgación de la Carta constitucional, de la que forman parte integrante los Pactos Lateranenses; esos pactos, actualizados oportunamente, siguen asegurando la colaboración respetuosa y fecunda entre la comunidad política y la eclesial.
Al conmemorar los acontecimientos de hace cincuenta años, varios sectores han manifestado la confianza con que los miembros de la Asamblea Constituyente, con el noble intento de ayudar a Italia a levantarse de la enorme tragedia de la guerra, indicaron a los ciudadanos itinerarios de alto valor ético y civil, comprometiendo a todos a trabajar al servicio de la dignidad y de la libertad de todas las personas, en el respeto a los principios jurídicos que a lo largo de los siglos han hecho la grandeza de la Nación Italiana.
Los años que siguieron se caracterizaron por un gran entusiasmo de propósitos y obras. Entre los líderes políticos que asumieron la tarea de poner en práctica los principios recogidos en la Carta constitucional, hubo hombres de gran altura moral, que supieron poner sus energías al servicio de todo el País, comenzando por las clases más pobres. También gracias a ellos el nombre de Italia volvió a ser respetado y honrado en la comunidad internacional.
Esos acontecimientos constituyen una invitación al optimismo y a la esperanza, así como una advertencia precisa: la búsqueda del bien común será provechosa y eficaz en la medida en que se apoye en un decidido compromiso en favor de los valores morales y espirituales, que son la base de todo verdadero progreso de la Nación.
3. Señor Presidente, en esta perspectiva siento el deber de subrayar algunas exigencias fundamentales, que los católicos italianos sienten de modo particular.
La primera de ellas es el deber de promover la dignidad de la persona a través de estructuras sociales más respetuosas de la verdad del hombre y de la defensa del derecho de toda persona a la vida, comenzando desde su concepción hasta su fin natural.
La otra exigencia la ha expresado de modo eficaz la Conferencia Episcopal Italiana que, recientemente, ha expresado el deseo de que se lleve a cabo una política orgánica en favor de la familia, como sociedad natural fundada en el matrimonio, reconociendo el valioso papel que desempeña en el entramado social del País. Una política que, prestando atención sobre todo a las necesidades de los más pobres, también incluya la promoción de una serie de condiciones, entre las que ocupe el primer lugar un empleo seguro, que son necesarias para no perjudicar la maternidad y la educación de los hijos.
En relación con este compromiso, deseo proponer nuevamente el llamamiento que hice el 28 de abril pasado, «para que se llegue finalmente, también en Italia, a un sistema escolar integrado, que sea válido y equitativo, y que incluya los institutos estatales y los no estatales». La equiparación escolar efectiva es un problema de justicia con respecto a tantas familias italianas y numerosos institutos religiosos dedicados a la formación de la juventud; pero también es una forma de inversión para el futuro de Italia, valorizando las aportaciones positivas de unos y otros al crecimiento de su patrimonio cultural y espiritual.
4. Formulo votos para que el Gobierno que usted guía, Señor Presidente, prosiga con coherencia y éxito los grandes objetivos de los que depende el desarrollo auténtico del País. En particular, quisiera expresar el deseo de que continúe y se incremente la colaboración con la Santa Sede para la preparación del Jubileo del año 2000, aniversario eminentemente espiritual durante el cual vendrán a Roma y a Italia peregrinos procedentes de todas partes del mundo.
Para alcanzar estas grandes metas, me complace confirmarle, Señor Presidente, la disponibilidad de la Santa Sede, que ha sido y sigue siendo particularmente solícita en la «colaboración para la promoción del hombre y el bien del País» (art.1 del Acuerdo de revisión del año 1984).
Con estos sentimientos, Señor Presidente, le expreso mis más cordiales deseos de provechoso y sereno trabajo al servicio del pueblo italiano, sobre el que invoco la constante asistencia divina, mientras, en prenda de mi afecto siempre vivo, imparto a todos mi bendición.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.28, p.4 (p. 384).
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