DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BURKINA FASO Y NÍGER
EN VISITA «AD LIMINA»
Viernes 4 de julio de 1997
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Os acojo con gran alegría en esta casa a vosotros, que habéis recibido del Señor el encargo de guiar a su Iglesia en Burkina Faso y en Níger. Habéis venido a Roma para realizar vuestra visita a las tumbas de los Apóstoles y encontraros con el Sucesor de Pedro, a fin de hallar luz y apoyo en vuestra misión episcopal, «para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12), en comunión con la Iglesia universal. Agradezco a monseñor Jean-Baptiste Somé, obispo de Diébugu y presidente de vuestra Conferencia episcopal, sus amables palabras y su esmerada presentación de la vida de la Iglesia en vuestros países. A través de vosotros, dirijo un saludo afectuoso a cada una de vuestras comunidades diocesanas y a todos los habitantes de vuestra región, cuya hospitalidad cordial pude apreciar en dos oportunidades. Permitidme recordar aquí al querido cardenal Paul Zoungrana, gran figura de la Iglesia en Burkina Faso, así como a los nuevos obispos recientemente elegidos, a quienes va mi aliento y mi ferviente oración. La creación de nuevas diócesis en vuestro país es un signo elocuente de la vitalidad de la Iglesia entre los pueblos de esa región. Este año, en que la Iglesia en Níger celebra el 50 aniversario de su fundación, me alegra unirme al júbilo y a la esperanza de monseñor Guy Romano, que acaba de ser nombrado obispo diocesano de Niamey, y de la comunidad católica de ese país, cuyo dinamismo evangélico conozco.
2. En el umbral del tercer milenio, la Iglesia celebrará el primer centenario del comienzo de la evangelización en Burkina Faso. Es un acierto que, gracias a vuestra iniciativa, los cristianos hayan sido invitados a conocer y meditar la historia de sus comunidades durante este siglo, que ha visto germinar y crecer la semilla plantada desde la fundación de la primera estación misionera en Koupéla, en el año 1900. Junto con vosotros, rindo homenaje a los misioneros que han trabajado con un celo admirable para que se transmitiera la buena nueva y nacieran las comunidades autóctonas que vemos expandirse hoy de modo admirable. Recordando este camino de la Iglesia en Burkina Faso hacia su centenario, los cristianos darán gracias al Señor con fervor por todos los dones recibidos y se sentirán alentados a proseguir con ardor la obra emprendida por sus padres en la fe.
Este tiempo jubilar es para los fieles de vuestros dos países una ocasión privilegiada para enraizar más profundamente su fe en Jesucristo, el único Mediador y Salvador de todos los hombres; les permitirá, además, renovar su esfuerzo misionero, a fin de que el anuncio de la salvación pueda llegar al mayor número posible de personas. En esta perspectiva, la obra de edificación de la Iglesia-familia, que proseguís con abnegación y con gran atención a la inculturación del Evangelio, testimonia el amor y el respeto que, como discípulos de Cristo, sentís por vuestros pueblos, por sus culturas y por toda África. Deseo vivamente que la exhortación apostólica Ecclesia in Africa, fruto de ese momento de gracia que fue la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, sea para cada una de vuestras Iglesias particulares la carta de su misión de evangelización, en el umbral de la nueva etapa que se abre delante de ella.
3. Vuestros sacerdotes, en comunión con vosotros en vuestra tarea episcopal, trabajan con generosidad para hacer nacer y crecer el pueblo de Dios, como testigos fieles de Cristo en medio de sus hermanos y hermanas. El Concilio enseña que, llamados a la perfección por la gracia de su bautismo, los sacerdotes deben buscar la santidad de una manera particular, en razón del ministerio que se les ha confiado en el sacramento del orden (cf. Presbyterorum ordinis, 12). Por tanto, invito a quienes tienen como «primer deber el anunciar a todos el Evangelio de Dios» (ib., 4), a conformar toda su existencia con la grandeza del misterio que anuncian, mediante una vida espiritual alimentada por la palabra de Dios y una búsqueda perseverante de los signos y las llamadas de Dios en su vida y en la vida de los hombres. Recuerden también que en la celebración de la Eucaristía, «fuente y cumbre de toda evangelización», se enraíza su vida sacerdotal. Con Cristo, que dio su vida por la salvación de todos los hombres, se convertirán entonces en verdaderos servidores de sus hermanos.
Para reavivar incesantemente el sentido de la misión que se les ha confiado y responder de modo apropiado, los sacerdotes tienen que continuar la formación permanente, a cualquier edad y en todas las condiciones de vida. En efecto, esta formación, que sostiene completamente el ejercicio del ministerio sacerdotal, «tiende a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa» (Pastores dabo vobis, 73). Por eso, deseo que en vuestras diócesis se mantenga viva esta preocupación, indispensable para la realización de la labor pastoral de los sacerdotes.
La próxima apertura de un nuevo seminario interdiocesano de primer ciclo es un importante signo de esperanza para el futuro de la Iglesia. El discernimiento que requieren las vocaciones y la necesidad de dar a los candidatos al sacerdocio una solidez humana, espiritual y pastoral, son graves responsabilidades de los obispos, primeros representantes de Cristo en la formación sacerdotal (cf. ib., 65).
La vitalidad y el desarrollo de la vida consagrada, sobre todo de los institutos que han nacido en vuestra región, constituyen un progreso significativo para una auténtica inculturación del mensaje evangélico. «Si la vida consagrada mantiene su propia fuerza profética se convierte, en el entramado de una cultura, en fermento evangélico capaz de purificarla y hacerla evolucionar» (Vita consecrata, 80).
4. Por vuestros informes, he constatado el importante lugar que ocupan los laicos en la vida de vuestras comunidades. Mediante la diversidad de sus compromisos, realizan su vocación de bautizados en la Iglesia y en la sociedad. Los exhorto a acudir «asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42), sobre todo participando activamente en la vida de las parroquias y de las comunidades cristianas de base, que son lugares privilegiados de nacimiento y desarrollo de la Iglesia-familia. Deseo que en sus numerosos movimientos de apostolado y grupos espirituales encuentren los medios para crear, en unión fraterna, hogares ardientes de evangelización y que, mediante su acción en la vida de la ciudad, se conviertan en fermentos de transformación de la sociedad.
Queréis sostener a los jóvenes de vuestras diócesis en sus aspiraciones a encontrar un lugar activo y reconocido en la Iglesia-familia y en la vida de su país. Exhorto nuevamente a los jóvenes de África a tener la audacia evangélica de preocuparse por el desarrollo de su nación, amar la cultura de su pueblo y trabajar por su revitalización, manteniéndose fieles a su herencia cultural, perfeccionando su espíritu científico y técnico y, sobre todo, dando testimonio de su fe cristiana (cf. Ecclesia in Africa, 115).
Quisiera alentar de modo particular a los catequistas titulares y auxiliares, a los «papás y mamás catequistas», cuyo papel es primordial en la transmisión de la fe. Los invito a utilizar los medios que se les ofrecen para profundizar su conocimiento de Cristo y de la doctrina de la Iglesia. Así podrán cumplir su misión de manera cada vez más competente, compartiendo con sus hermanos la experiencia de su encuentro con el Señor. Obispos y sacerdotes, sed para ellos guías atentos y apoyadlos día tras día. Por otra parte, los catequistas, dirigidos por vosotros y en unión estrecha con sus sacerdotes, desempeñan un papel valioso en la acogida y el acompañamiento de las personas que desean ponerse en camino en pos de Cristo, para llevarlas, durante el catecumenado, a una sincera adhesión de fe y a una plena integración en la comunidad eclesial. En efecto, el bautismo significa y lleva a cabo «este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por lo tanto, un itinerario de conversión que no llegase al bautismo se quedaría a mitad de camino» (ib., 73).
5. En las sociedades africanas, la familia ocupa un puesto fundamental. Por eso, es preciso preservar sus valores esenciales. La familia cristiana debe ser un lugar privilegiado donde se da testimonio de Cristo y de su Evangelio. Educadora para cada uno de sus miembros, es escuela de formación humana y espiritual. Los cristianos deben recordar también que «el matrimonio exige un amor indisoluble; gracias a esta estabilidad, puede contribuir eficazmente a realizar totalmente la vocación bautismal de los esposos» (ib., 83). Una preparación seria de los jóvenes para el sacramento del matrimonio los llevará al éxito y a la plena madurez de su compromiso, formando una verdadera comunidad de amor. Os aliento, por tanto, a favorecer el acompañamiento de las familias cristianas en las diferentes etapas de su formación y de su desarrollo. Dedicad particular atención a las familias jóvenes, para ayudarles a descubrir y vivir su vocación y sus responsabilidades. Estad cercanos a las que se encuentran más expuestas a las dificultades de la vida.
6. Gracias a sus obras de asistencia, de promoción social y de servicio en el mundo de la sanidad y de la educación, la Iglesia en vuestros países participa en el desarrollo del hombre y de la sociedad. Quisiera elogiar aquí el trabajo admirable de numerosos cristianos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que manifiestan con generosidad que la caridad está en el centro de la misión de la Iglesia. Deseo que, desde Uagadugú, resuenen aún mis llamamientos a la solidaridad con los pueblos del Sahel. Conviene recordar también que «el desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica» (Redemptoris missio, 58). Me alegra el compromiso de los pastores y los animadores de comunidades en esta obra de educación de las conciencias. Recientemente vosotros, los obispos de Burkina Faso, habéis exhortado a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad a salvaguardar y consolidar la paz social, para contribuir a «humanizar la sociedad» en un período delicado de la vida colectiva. Deseo ardientemente que la paz y la concordia reinen entre todos los componentes de las naciones de vuestra región y que se encuentre una solución definitiva, fundada en la justicia y la solidaridad, para los problemas que aún se presentan.
7. A ejemplo del concilio Vaticano II, el Sínodo africano ha recordado con insistencia que «la actitud de diálogo es el modo de ser del cristiano tanto dentro de su comunidad como en relación con los demás creyentes y con los hombres y mujeres de buena voluntad» (Ecclesia in Africa, 65). Por tanto, las relaciones fraternas de los católicos con los demás cristianos deben manifestar concretamente la responsabilidad común de los discípulos de Cristo en el testimonio que tienen que dar del Evangelio. Son también numerosos en vuestra región los fieles del islam. Me complacen las relaciones serenas que por lo general, existen entre los creyentes. Deseo vivamente que el conocimiento mutuo se desarrolle cada vez más. La posibilidad, reconocida por la sociedad, de elegir libremente su religión contribuirá a crear un clima de respeto, fraternidad y verdad, que favorecerá el trabajo en común para la promoción de las personas y la colectividad. Ojalá que, con este mismo espíritu de diálogo fraterno, los cristianos testimonien claramente su fe en Jesús Salvador, entre los que profesan la religión tradicional o siguen otras corrientes de pensamiento.
8. Queridos hermanos en el episcopado, no ignoro la diversidad de situaciones de la Iglesia en vuestros países, ni las grandes necesidades de vuestras diócesis, sobre todo de personal apostólico. Por eso, os aliento a proseguir, en el seno de vuestra Conferencia episcopal, una generosa solidaridad con vistas a la misión. Compartir los recursos humanos y materiales, incluso cuando se tienen necesidades urgentes, es una expresión de la comunión que debe existir entre todas las Iglesias particulares. Preocupaos en especial por ayudar a las diócesis más necesitadas a formar animadores y catequistas, que permitan constituir comunidades vivas y activas. Invito a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas a ponerse a disposición del Espíritu Santo, de sus obispos o de sus superiores, y a aceptar que los envíen a predicar el Evangelio más allá de las fronteras de su diócesis o de su país (cf. ib., 133). Hoy os corresponde dar a los demás lo que vosotros mismos habéis recibido de los misioneros procedentes de otros lugares y que el Señor ha hecho crecer entre vosotros.
9. Al término de nuestro encuentro, quisiera unirme una vez más, con el pensamiento y el corazón, al pueblo que os ha sido confiado en Burkina Faso y Níger. Hemos entrado en la preparación directa del gran jubileo del año 2000, un tiempo en que debemos concentrar nuestra mirada en la persona de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre. Por tanto, os invito a afrontar en su presencia con confianza el futuro. Que, en medio de las dificultades y los conflictos que sufre el continente africano, vuestras comunidades sean signos audaces de esperanza, mediante la caridad que sepan vivir y transmitir. Ojalá muestren a todos que el Señor no abandona a los que sufren y a los que se sienten rechazados o excluidos de la sociedad. Encomiendo las esperanzas y los sufrimientos de vuestros pueblos a la intercesión materna de la Madre del Salvador. Y de todo corazón os imparto la bendición apostólica, que extiendo con gusto a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.
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